—¿Que haces aquí, muchacha? —le dijo— no es hora de pedir limosna.
Angélica retrocedió, procurando adoptar el aire necio de una campesina asustada.
En la sombra de aquellas bóvedas, el busto de la dama le parecía extraordinariamente abultado Un leve encaje cubría apenas aquellas magnificas redondeces que el plastrón bordado presentaba como un cuerno de la abundancia que ofrece sus frutas.
«Cuando sea mayor, quisiera ser así», pensó Angélica, que volvió a bajar la escalera de caracol.
El ruido de unas sandalias que subían la escalera la hizo esconderse nerviosamente detrás de un pilar. El sayal de un monje la rozó al pasar. No alcanzo a ver más que un rostro muy hermoso, cuidadosamente afeitado, y unos ojos azules, brillantes de inteligencia a la sombra de la capucha. Desapareció. Después se alzo su voz varonil y suave.
—Acaban de prevenirme de vuestra visita, señora. Estaba en la biblioteca, inclinado sobre algunos viejos pergaminos que tratan de filosofías griegas. Pero la sala se halla muy lejos y mis hermanos no están muy ágiles, sobre todo en tiempos de calor. A pesar de ser el abad, no me han advertido de vuestra llegada hasta la hora de completas.
—No os disculpéis, padre. Conozco el monasterio, y me he acomodado ¡Ay, que buen aire se respira aquí! Llegue ayer a mis tierras de Richeville, y estaba impaciente por venir a Nieul La atmósfera de la Corte, desde que se traslado a Saint Germain, es odiosa. Todo esta revuelto, triste y pobre. La verdad es que no acierto a vivir más que en París o en Nieul. Además, el señor Mazanno no me quiere; hasta os diré que ese cardenal…
El resto de la conversación se perdió, los dos interlocutores se alejaban.
Angélica encontró a sus compañeros en la gran cocina de la abadía, donde el hermano Anselmo, ceñido de un delantal blanco, se afanaba anudado por dos o tres adolescentes vestidos con hábitos demasiado grandes para ellos. Eran los novicios de la abadía.
—Cena delicada esta noche —decía el hermano cocinero— La condesa de Richeville está entre nuestros muros. Tengo orden de bajar a la cueva y elegir los vinos mas finos, asar seis capones y arreglármelas como pueda para presentar un plato de pescado. Todo bien sazonado de especias —añadió, lanzando una mirada de sobreentendida malicia a uno de sus cofrades, que, sentado junto a un extremo de la mesa de madera, bebía un vaso de licor.
—Las sirvientas de la dama son bien parecidas —respondió el otro, hombre grueso y rojo cuyo vientre apenas podía sostener una cuerda llena de nudos, de la que colgaba un rosario— He ayudado a tres de esas encantadoras doncellas a instalar el lecho en la celda reservada a su dueña, así como también sus cofres y su guardarropa.
—¡Ah, ah, ah! —exclamó el hermano Anselmo— Me hubiera gustado veros llevando a cuestas los cofres Vos que ni siquiera tenéis aliento para llevar la panza
—Las he ayudado con mis consejos.
Sus ojos enrojecidos recorrieron la estancia, en donde brillaban y chisporroteaban las brasas, bajo los asadores y las ollas enormes.
—¿Que es esa nube de villanuelos que habéis acogido en vuestros dominios, hermano Anselmo?
—Chicuelos de Monteloup que se han extraviado en el bosque.
—¿Por que no los ponéis a remojo en la salsa del pescado? —dijo el hermano Tomás con ojos terribles. Dos de los críos se echaron a llorar asustados
—Vamos, vamos —dijo el hermano Anselmo, abriendo una puerta— Seguid este corredor Encontrareis un pajar. Tumbaos allí y dormid. No tengo tiempo para cuidar de vosotros esta noche. Afortunadamente un pescador me ha traído un hermoso barbo, porque, si no, el padre abad, contrariado, hubiera sido capaz de darme como penitencia estar tres horas con los brazos en cruz. Y ya voy siendo viejo para esos ejercicios.
Cuando se aseguró de que todos sus compañeros estaban dormidos, Angélica, tendida en el fragante heno, sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.
—Nicolás —dijo en voz queda—. Creo que nunca podremos llegar a las Américas. He reflexionado. Necesitaríamos tener un reloj.
—No te inquietes —respondió el muchacho bostezando—. Esta vez nos ha salido mal. Pero nos hemos divertido.
—Naturalmente —dijo Angélica, furiosa—. Eres como una ardilla. Incapaz de realizar grandes proyectos. Y además, no te importa que volvamos como mendigos a Monteloup. Tu padre no te dará una paliza, puesto que está muerto, pero los demás sí que se la van a llevar.
—No te preocupes por ellos —repuso Nicolás, medio dormido—, tienen el pellejo duro.
Tres segundos después roncaba ruidosamente. Angélica creía que tantas preocupaciones le impedirían conciliar el sueño, pero poco a poco la voz lejana del hermano Anselmo, que azuzaba a sus frailuchos, se esfumó, y la chiquilla se quedó dormida.
Despertó porque dentro del heno hacía demasiado calor. Los niños seguían durmiendo y su respiración regular llenaba la estancia.
«Voy a respirar fuera», dijo para sí.
A tientas buscó la puerta del corredor que llevaba a la cocina. En cuanto la hubo abierto llegó hasta ella ruido de voces y risas campesinas. La luz de la lumbre seguía brillando. Parecía que en los dominios del hermano Anselmo había reunión numerosa. Angélica llegó hasta el umbral.
Vio a una docena de frailes sentados en torno a la gran mesa cubierta de platos y jarras de estaño. Huesos de aves llenaban los platos. Olor a vino y a fritanga se mezclaba con el aroma más delicado de una botella de licor del cual cada uno de los comensales tenía un vaso cerca. Tres mujeres, lozanas campesinas disfrazadas de doncellas de servicio, tomaban parte en la fiesta. Dos de ellas reían muy fuerte y parecían ya completamente ebrias. La tercera, más modesta, se resistía al hermano Tomás, que intentaba atraerla.
—¡Mirad…! ¡Ahí…! ¡Un ángel!
Todo el mundo se volvió hacia la puerta, donde estaba de pie Angélica. No retrocedió porque no era miedosa. Había asistido a menudo a fiestas campesinas y no la asustaban las voces y la agitación que provocan necesariamente las abundantes libaciones. Pero algo se rebelaba dentro de ella. Le parecía que aquel espectáculo no correspondía a la visión que había tenido ante los ojos desde lo alto del bosque, cuando se les apareció la abadía, a la luz dorada del atardecer, como asilo y refugio de la paz.
—Es una chiquilla que se ha perdido en el bosque —explicó el hermano Anselmo.
—La única de una banda de chicos —precisó el hermano Tomás—. Esto promete. Puede que también le guste reír. ¡Toma, ven a beber esto! —dijo ofreciendo a Angélica un vaso de licor—. Es bueno. Lo fabricamos en nuestros alambiques con la angélica de los pantanos:
Angélica slyvestris
.
Angélica obedeció, menos por golosina que por curiosidad, y probó aquella medicina que tanto había oído celebrar y que llevaba su nombre. La bebida, de color verde dorado, le pareció deliciosa y a la vez fuerte y aterciopelada. Después de tomarla, un calor agradable se le esparció por el cuerpo.
—¡Bravo! —gritó el hermano Tomás—. Tú siquiera sabes empinar el codo.
Desde la puerta se alzó una voz:
—¡Hermano, dejad en paz a esa niña!
Un monje encapuchado, con las manos ocultas en las anchas mangas del hábito, estaba de pie en el umbral, como una aparición.
—Aquí está nuestro aguafiestas —gruñó el hermano Tomás—. Nadie os pide que os unáis a nosotros, hermano Juan, si la buena mesa no os da tentaciones. Pero, al menos, dejad que los demás se diviertan tranquilamente. Aún no sois nuestro prior.
—No se trata de eso —replicó el recién venido con voz alterada—. No hago sino aconsejaros que dejéis a esa niña. Es la hija del barón de Sancé, y no estaría bien que tuviese que quejarse de vuestras costumbres, en vez de celebrar vuestra hospitalidad.
Hubo un silencio mezcla de asombro y vergüenza. Luego el monje dijo con voz firme:
—Venid, hija mía.
Angélica le siguió maquinalmente. Atravesaron el patio. Levantando los ojos, la niña vio el cielo estrellado, de indecible pureza, sobre el monasterio.
—Entrad ahí —dijo el hermano Juan, que abrió una puerta de madera en la cual había una mirilla—. Es mi celda. Podéis descansar en paz en ella mientras llega el día.
Era una estancia muy pequeña, de paredes desnudas, en las que no se veían más ornamentos que un crucifijo y una imagen de la Virgen. En un rincón había una tarima, sencilla tabla recubierta de sabanas rudas y una manta. Un reclinatorio de madera con la gaveta llena de libros de oraciones estaba colocado bajo el crucifijo. Reinaba allí agradable frescor, que en invierno debía de transformarse en frío atroz. La ventana, un arco de medio punto, se cerraba con un solo postigo de madera. Abierta esa noche, los efluvios nocturnos del bosque, los olores a musgo y a setas, se metían en la celda A la izquierda, un escalón daba acceso a un hueco donde brillaba una lamparilla. Un pupitre cubierto de pergaminos y de platillos lo ocupaba casi por completo El monje señaló la tarima a Angélica.
—Dormid sin temor, hija mía —le dijo— Yo seguiré mi trabajo.
Entro en el cuartucho, se sentó en un taburete y se inclino sobre los pergaminos.
Sentada al borde de la tarima, la chiquilla no sentía deseo ninguno de dormir. Jamás se había figurado lugares tan extraños. Se puso de pie y se acerco a mirar por la ventana. Allá abajo adivinó una fila de huertos muy reducidos, separados unos de otros por altos muros. Cada monje tenia el suyo, y a él iba todos los días para cultivar algunas verduras y cavar su sepultura.
Con paso cauteloso se acerco al cuartucho en que trabajaba el hermano Juan. La lamparilla iluminaba un perfil de hombre joven, medio oculto en la capucha. Con mano prolija estaba copiando una miniatura antigua. Sus pinceles, untados de rojo, de polvos de oro y azul que iba tomando de los platillos, reproducían hábilmente la maraña de flores y monstruos con que el arte de la Edad Media se había complacido en ilustrar los misales.
Adivinando la presencia de la niña, volvió la cabeza y sonrió.
—¿No dormís?
—No.
—¿Como os llamáis?
—Angélica
Una emoción súbita trastorno el rostro demacrado por las privaciones y el ascetismo.
—Angélica, hija de los ángeles. Eso es —murmuró.
—Alegróme mucho de que hayáis llegado, padre. Aquel fraile gordo no me gustaba.
—De repente —dijo el hermano Juan, cuyos ojos brillaron de modo extraño— una voz dijo dentro de mi «Levántate, deja tu trabajo apacible. Vela por mis ovejas perdidas» Salí de la celda, llevado por no sé que impulso Hija mía, ¿por que no estáis tranquilamente bajo el techo de vuestros padres, como debiera hacerlo una niña de vuestra edad y vuestra condición?
—No sé —murmuro Angélica, que bajo la cabeza, confusa.
El monje había dejado los pinceles. Se levantó y, ocultando las manos en las anchas mangas, se acercó a la ventana y miró largo rato al cielo estrellado.
—Ved —dijo a media voz—, la noche reina aun sobre la tierra Los aldeanos duermen en sus chozas y los señores en sus castillos olvidan sus penas de hombres durante el sueño Pero la abadía no duerme jamás. Hay en ella lugares en los que sopla el espíritu. Aquí también, en un combate que nunca cesa, soplan el espíritu de Dios y el espíritu del Mal. Abandoné el mundo muy joven y vine a enterrarme entre estos muros para servir a Dios con la oración y el ayuno. Aquí encontré, mezcladas con la cultura mas alta, con el mas puro misticismo, costumbres infames, corrompidas. Soldados desertores o inválidos, aldeanos perezosos, buscan en el claustro, bajo el sayal monástico, una vida negligente y protegida, e introducen en ella sus costumbres depravadas
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La abadía es como un gran navío que, sacudido por las tempestades, cruje por todas partes Pero no se hundirá, mientras queden entre sus muros almas que oren. Somos unos cuantos hombres resueltos, cueste lo que cueste, a llevar aquí la vida de penitencia y santificación a que nos habíamos destinado… ¡Ay, no es cosa fácil! ¿Que no inventa el demonio para descarriarnos? El que no ha vivido en los claustros no ha visto nunca la faz de Satanás ¡Tanto ansia reinar como dueño en la morada de Dios! Y como si juzgase insuficientes las tentaciones de la desolación o las que nos envía por las mujeres que tienen derecho a entrar en nuestro recinto, viene el mismo en la noche, llama a nuestras puertas, nos despierta, nos golpea sin piedad. Se levantó la manga y mostró el brazo lleno de cardenales
—Ved —dijo lastimeramente— lo que Satanás ha hecho conmigo.
Angélica le escuchaba con terror creciente «Esta loco», pensó.
Pero aun le daba mas miedo pensar que pudiera no estarlo. Presentía la verdad de sus palabras, el miedo le ponía los pelos de punta ¿Cuando terminaría aquella noche de angustia y desolación?
El monje cayó de rodillas sobre el suelo duro y frío
—¡Señor —decía—, acude a socorrerme! ¡Apiádate de mi flaqueza! ¡Que se aleje el Maldito!.
Angélica sentada en el borde de la tarima, sentía que se le secaba la boca en un espanto que no lograba definir. Las palabras «noche maléfica» con que la nodriza matizaba sus cuentos acudieron a su imaginación. Palpaba en torno de sí algo insoportable que no podía definir y que la sofocaba hasta la angustia.
Por fin el sonido frágil de una campana se alzó en la noche y rompió el profundo silencio del monasterio. El hermano Juan se irguió. Angélica vio que surcos de sudor le mojaban las sienes.
—Tocan a maitines —dijo—. Aún no ha amanecido, pero debo acudir a la capilla con mis hermanos. Permaneced aquí si lo deseáis. Vendré a buscaros cuando sea de día.
—No. Tengo miedo —protestó Angélica, que hubiera querido agarrarse al sayal de su protector—. ¿No puedo seguiros a la iglesia? Yo también rezaré.
—Si así lo queréis, hija mía… —Añadió, sonriendo con tristeza—: En otro tiempo nadie hubiera pensado en llevar a una niña a maitines, pero ahora nos cruzamos en nuestros claustros con rostros tan extraños que ya nada nos sorprende. Por eso os conduje a mi celda, donde estáis más segura que en un pajar. —Y añadió gravemente—: Cuando hayáis salido de este recinto, ¿puedo pediros que no contéis lo que en él habéis visto?
—Os lo prometo —dijo ella levantando hacia él sus ojos puros.
Salieron al corredor, de cuyas viejas paredes parecía brotar un vapor húmedo al acercarse el alba.
—¿Por qué hay una mirilla en vuestra puerta? —preguntó Angélica.
—Antes éramos una orden de solitarios. Los monjes no salían nunca de su celda más que para ir a los oficios, y aun ello estaba prohibido en tiempo de cuaresma. Los hermanos legos dejaban la comida junto a las mirillas. Ahora, niña, callad y sed lo más discreta posible. Os lo agradeceré mucho.