La mandrágora (8 page)

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Authors: Hanns Heinz Ewers

BOOK: La mandrágora
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El rubio alférez se le quedó mirando, lleno de sincera admiración.

—Pero di: ¿cómo has conseguido eso?

—Es mi secreto. Pero de nada os serviría que os lo revelara. Hasta Su Bondadosa Excelencia puede ser alguna vez víctima de un
bluff.
¡Salud!

El alférez le acompañó al tren, le subió la maleta y le saludó agitando el pañuelo y el sombrero.

Frank Braun se retiró de la ventana y olvidó en el acto al pequeño alférez, a sus compañeros de cautiverio y a toda la ciudadela.

Habló un momento con el revisor, se tendió cuan largo era en su departamento, cerró los ojos y se durmió.

El revisor tuvo que zarandearle de firme para despertarlo.

—¿Dónde estamos? —preguntó adormilado.

—En seguida entramos en la estación de la Friedrichstrasse.

Recogió su bagaje, bajó y tomó un coche que le condujo al hotel.

Pidió un cuarto, se bañó, se cambió de ropa y en seguida bajó al comedor.

En la puerta le salió al encuentro el doctor Petersen.

—Ah, ¿es usted, querido doctor? —exclamó éste—. Su Excelencia se va a alegrar mucho.

¡Excelencia! ¡Otra vez Excelencia! Estas cuatro ees le herían los oídos.

—¿Cómo está mi tío? —preguntó—. ¿Mejor?

—¿Mejor? —repitió el médico—. Su Excelencia no ha estado enfermo.

—¡Caramba, caramba!... —dijo Frank Braun—. ¿Conque no está enfermo? Lástima... Yo creía que estaba en la agonía.

El doctor Petersen le miró con asombro:

—No comprendo...

—No es preciso. Siento que mi tío no esté agonizando: sería tan bonito... Y yo heredaría algo, ¿verdad? Claro, suponiendo que no me haya desheredado, lo que también es posible, y aun muy probable.

Frank Braun contemplaba ante sí al espantado médico, gozando un momento con su turbación. Luego prosiguió:

—Dígame, doctor. ¿Desde cuándo es mi tío Excelencia?

—Desde hace cuatro días, con ocasión...

—¿De manera que desde hace cuatro días? ¿Y cuántos años hace que está usted junto a él sirviéndole... de mano derecha?

—Podrá hacer unos diez años —contestó el doctor Petersen.

—¿Y desde hace diez años viene usted llamándole
consejero
y hablándole de
usted;
y desde hace cuatro días es tan Excelentísimo para usted que ni aún estando a solas puede nombrarle de otro modo, ni hablar con él sino en tercera persona?

—Permita usted, señor doctor —dijo el ayudante aturdido y cortado—; permita usted... ¿qué quiere usted decir?

Pero Frank Braun le tomó del brazo y lo condujo a la mesa.

—Nada, doctor. Quiero tan sólo decir que es usted un hombre de mundo... con formas y maneras. Un hombre que tiene ingénito el instinto de la verdadera educación. Eso quería decir. Y ahora, doctor, vamos a desayunar y cuénteme usted lo que ha hecho usted durante todo ese tiempo.

El doctor Petersen se sentó satisfecho, completamente desagraviado y casi feliz. Este joven pasante, que él había conocido de chiquillo, era ciertamente un calavera y un vividor; pero, con todo, era el sobrino de... su excelencia.

El ayudante tendría unos treinta y seis años y era de mediana estatura.

Frank Braun pensaba que todo era mediano en este hombre: su nariz, ni larga ni corta; su rostro, ni hermoso ni feo; no era ya ni joven ni viejo, y su pelo ni rubio ni negro. No llegaba a ser tonto ni muy inteligente. No era precisamente aburrido ni conseguía divertir; sus vestidos, ni elegantes ni ordinarios. Así era en todo; un exacto término medio. Era el hombre que el profesor necesitaba: buen trabajador, bastante hábil para entender y realizar lo que de él se pidiera, pero sin bastante inteligencia para salir de estos límites y ver con claridad el juego complicado que su señor jugaba.

—¿Qué sueldo recibe usted de mi tío? —le preguntó Frank Braun.

—¡Oh!, no puede decirse que sea brillante; pero es suficiente —fue la respuesta—. Puedo estar contento. Por Año Nuevo he recibido, además cuatrocientos marcos de gratificación —dijo, notando, con cierto asombro, que el sobrino de Su Excelencia comenzaba su desayuno por la fruta y que comía una manzana y un puñado de cerezas.

—¿Qué cigarros fuma usted? —inquirió el pasante.

—Cuáles fumo? Oh, una clase intermedia, que no sea muy fuerte... —se interrumpió—. Pero ¿por qué pregunta usted todo eso?

—¡Hombre!... Pues porque precisamente me interesaba todo eso. Pero cuénteme usted lo que han hecho hasta ahora... ¿Le ha comunicado a usted el profesor sus planes?

—Pues claro —asintió con orgullo el doctor Petersen—. Y soy el único que los conoce; fuera de usted, naturalmente. El experimento es del más alto interés científico.

El joven carraspeó:

—¡Hm!... ¿Cree usted?

—Sin duda alguna —confirmó el médico—. Y es verdaderamente genial cómo ha calculado de antemano Su Excelencia el modo de ahogar toda posibilidad de ataque. Usted sabe lo cuidadoso que hay que ser con el necio vulgo profano que ataca a los médicos por algunos experimentos no del todo necesarios. Por ejemplo: la vivisección. ¡Dios! La gente se pone enferma de sólo oír la palabra. Todos nuestros experimentos con gérmenes patógenos, inoculaciones, etcétera, los tiene clavados, como una espina en un ojo, la prensa profana, aun cuando sólo trabajamos con animales. ¡Pues no sería nada, ahora que se trata de la fecundación artificial, y precisamente con seres humanos! Su Excelencia ha encontrado la solución: un ejecutado y una ramera, idónea y pagada para ese fin. Dígame usted si el pastor más humanitario querría dar la cara en defensa de ese material.

—Sí, es maravilloso —confirmó Frank Braun—. Tiene usted mucha razón al reconocer de ese modo la capacidad de su jefe.

El doctor Petersen le informó luego de que, ayudado por él, había hecho Su Excelencia en Colonia, por desgracia sin éxito alguno, diversos intentos para procurarse la mujer adecuada. Se puso de relieve que en las capas sociales de donde solían proceder aquellas criaturas, existían las más extrañas ideas sobre la fecundación artificial. Les había sido casi imposible iniciar a las mujeres en dicho asunto, y no digamos de inducir a alguna a prestarse a ello. Aunque el profesor había extremado toda su elocuencia, a pesar de haberles asegurado constantemente que no se trataba de nada peligroso, que ganarían una bonita suma de dinero y que prestarían un gran servicio a las ciencias médicas. Una había llegado a gritar que se... en toda la ciencia, y había proferido una feísima expresión.

—¡Uf! —dijo Frank Braun—. ¿Cómo pudo atreverse?...

Y ocurrió que Su Excelencia tuvo que venir a Berlín con ocasión del Congreso Internacional de Ginecología. Aquí, en una ciudad cosmopolita, se contaba con mucho más material donde elegir, y era de suponer también que las personas en cuestión no serían tan limitadas como en la provincia. También se encontraría entre estas mujeres menos miedo supersticioso a lo nuevo, más sentido práctico para el propio provecho y mayor interés ideal por la ciencia.

Especialmente, lo último —subrayó Frank Braun.

Y el doctor Petersen le dio la razón. Era increíble con qué atrasadas nociones habían tropezado en Colonia. Cualquier mona era infinitamente más comprensiva y razonable que aquellas hembras. Él había llegado a dudar de la inteligencia suprema de la humanidad; pero esperaba que su quebrantada fe se restauraría en la capital.

—Sin duda alguna —le decía Braun, animándole—. Sería una verdadera vergüenza que las zorras berlinesas se dejaran superar por las monas. Y otra cosa: ¿cuándo viene mi tío? ¿Se ha levantado ya?

—Hace ya rato —confirmó, con celo, el ayudante—. Su Excelencia ha salido ya. Tenía una audiencia en el Ministerio, a las diez.

—¿Y luego? —preguntó Frank Braun.

—No sé lo que durará. En todo caso, Su Excelencia me ha rogado que le espere a las dos en el Congreso. A eso de las cinco tiene una importante reunión aquí, en el hotel, con algunos colegas berlineses, y a las siete está invitado a comer en casa del rector. Quizá, señor doctor, podría entretanto...

Frank Braun meditó. En el fondo prefería que su tío estuviera todo el día atareado, pues así no se ocuparía de él.

—Haga el favor de decir a mi tío que nos encontraremos aquí, en el hotel, esta noche, a las once.

—¿A las once?

La expresión del ayudante era dubitativa.

—¿Pero no es demasiado tarde? A esa hora suele Su Excelencia estar ya en la cama. Y después de tanto trabajo durante el día...

—Su Excelencia tendrá hoy que fatigarse un poquito más. Dígale usted lo que le encargo, doctor —decidió Frank Braun—. La hora no tiene nada de tardía para nuestros planes; más bien es demasiado temprano... Mejor es a las doce. Si mi pobre tío está tan cansado, puede reposarse un poco antes de salir. Y ahora
addio,
doctor, hasta la noche.

Se levantó, hizo una leve inclinación y se fue. Cuando dijo la última palabra apretó los dientes, sintiendo lo pueril de todo lo que había charlado con el pobre doctor. ¡Qué pequeñas habían sido sus burlas y qué baratos sus chistes! Casi se avergonzaba. Todos sus nervios y tendones pedían a gritos ocupación, y él se dedicaba a mirar a las musarañas y forjaba chistes de estudiante, mientras su cerebro echaba chispas.

El doctor Petersen se quedó mirándolo largo rato.

—Es orgulloso —se dijo—; ni siquiera me ha dado la mano.

Volvió a servirse café, lo mezcló con leche y untó de mantequilla una nueva rebanada. Y luego, con íntima convicción se dijo:

—El orgullo precede a la caída.

Y muy contento de su sana sabiduría burguesa, mordió el blanco panecillo y se llevó la taza a la boca.

* * *

Era casi la una cuando apareció Frank Braun.

—Perdona, tío —dijo en tono ligero.

—Vamos, querido sobrino, ya nos has hecho esperar bastante.

El joven le miró de hito en hito:

—Sabe Dios si no he tenido mejores cosas que hacer, tío. Por lo demás, no me esperabas por mí, sino por tus planes.

El profesor le miró con sus ojos bizcos.

—¡Muchacho!... —iba a comenzar; pero se dominó—. Bueno, dejémoslo. Gracias por haber venido a ayudarme. Estás ahora dispuesto a acompañarnos?

—No —declaró Frank Braun, ciego en su infantil obstinación—. Primeramente tengo que tomar un whisky; tenemos bastante tiempo.

Era su manera de llevar todas las cosas. Vidrioso, sensible a la más pequeña palabra, al más ligero tono de reproche, le gustaba, sin embargo, soltar una fresca con el mayor descaro a todo el que encontraba. Siempre decía a la cara las mayores verdades y no podía soportar la más ligera.

Se daba perfecta cuenta de cómo hería al buen viejo. Pero precisamente el hecho de que su tío se molestara, de que se tomara en serio, y aun por lo trágico, sus maneras de chico alocado, era para él irritante y ofensivo. Consideraba casi denigrante que el profesor fuera tan poco comprensivo que no pudiera ver a través de su rubicunda y tozuda cabeza, más allá de la revuelta superficie. Y él necesitaba defenderse a todo trance, acentuar sus bravatas de bucanero. Necesitaba sujetarse la careta y seguir el camino que había encontrado en Montmartre:
épater le bourgeois.

Apuró lentamente su vaso y se levantó, con la negligencia de un príncipe melancólico que se aburre.

—¡Cuando los señores quieran!

Su gesto descendía de arriba a abajo, como si emprendiera algo que estaba infinitamente por debajo de él.

—¡Mozo! ¡Un coche!

El coche rodó. Su Excelencia callaba; sus abultados lagrimales se montaban sobre las mejillas; sus orejas se destacaban, muy separadas de la cara, y su ojo derecho relucía en la oscuridad con un verdor tornasolado.

—Parece una lechuza —pensaba Frank Braun—. Una lechuza, vieja y fea, al acecho de los ratones.

El doctor Petersen iba en el asiento delantero, con la boca abierta. Observaba, sin comprender nada, la actitud del sobrino frente a Su Excelencia.

Pero el joven volvió pronto a conseguir el equilibrio.

¿Para qué irritarse con aquel viejo asno? A fin de cuentas, también tenía sus lados buenos...

Ayudó al profesor a bajarse.

—¡Aquí! —gritó—. Hagan el favor de entrar.

En el gran rótulo, que iluminaba un arco voltaico, decía «Café de la Estrella». Entraron, pasando por entre largas hileras de pequeñas mesas de mármol, a través de una escandalosa muchedumbre de hombres y mujeres. Por fin se sentaron.

Era un buen mercado. Muchas prostitutas estaban sentadas alrededor, llamativas, con sus enormes sombreros y sus blusas de colores vivos. Inmensas masas de carne que esperaban comprador, desparramándose lo más posible, como en un escaparate.

—¿Es éste uno de los mejores locales? —preguntó el profesor.

El sobrino sacudió la cabeza:

—No, tío Jakob. Nada de eso. En ésos apenas encontraríamos lo que necesitamos. Quizá sea éste incluso demasiado bueno. Es necesario acudir a la hez más baja.

Detrás, un hombre, con un frac grasiento y deshilachado, tocaba al piano sin cesar, una tras otra, canciones callejeras. De vez en cuando un par de borrachos coreaban, berreando, la musiquilla; hasta que llegaba el director y conminaba al silencio, declarando que aquello no era tolerable en locales decentes. Pequeños camareros corrían de un lado a otro. En la mesa inmediata estaban sentados un par de burgueses provincianos que charlaban con las gordas rameras y se tenían por muy progresivos e inmorales. Y los repulsivos camareros se abrían paso por entre las mesas, sirviendo unas salsas oscuras en vasos y otras amarillas en tazas, a las que llamaban
bovillon
o
melange
, o garrafas llenas de licor, en las que con rayitas horizontales estaba marcada cada porción o copa.

Dos hembras se acercaron a la mesa de Braun y pidieron café. No se anduvieron con ceremonias, sino que se sentaron y pidieron.

—¿Quizá la rubia? —musitó el doctor Petersen.

Pero el joven denegó:

—No, no. Ésa de ningún modo. No es más que carne. Para eso, mejor las monas.

Por detrás, al otro lado del departamento, una pequeña le llamó la atención. Era morena y sus ojos ardían de concupiscencia. Frank se levantó y le hizo señas desde el pasillo. Ella se separó de su acompañante y se dirigió hacia él.

—Escucha —comenzó Braun.

Pero ella dijo:

—Hoy no. Mañana, cuando tú quieras.

—¡Déjale que se vaya! —instó él—. Vente con nosotros, vamos a un reservado.

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