La mandrágora (6 page)

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Authors: Hanns Heinz Ewers

BOOK: La mandrágora
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El viejo le interrumpió con cierta irritación, pero halagado:

—Deliras, muchacho, e ignoras si tendré o no ganas de hacer todas esas misteriosas cosas de que me hablas... y de las que yo no tengo todavía la menor idea.

Pero el estudiante no cedió. Su voz vibraba clara, confiada, rebosando convicción en cada sílaba.

—Sí, tío Jakob. Lo harás. Sé que lo harás. Lo harás porque no hay otro, porque tú eres el único hombre en el mundo capaz de llevarlo a cabo. Cierto que hay otros sabios que hacen análogos experimentos y que han llegado tan lejos como tú. Pero son hombres normales, secos, acartonados, hombres de ciencia que se reirían de mí y me tendrían por loco si acudiera a ellos con mis planes; o bien, me echarían a la calle por haberme atrevido a acercarme a ellos con semejantes ideas, que llamarían deshonestas, inmorales y despreciables: esas ideas que osan introducirse en la obra del Creador, que se burlan de toda la Naturaleza. Tú no, tío Jakob, tú no; ni te reirás de mí ni me arrojarás a la calle. A ti, como a mí, te incitará la idea. Por eso eres el único hombre capaz de realizarla.

—Pero ¿qué idea, por todos los dioses? ¿Qué es ello?

El estudiante se levantó y llenó las dos copas hasta el borde.

—Choca, viejo brujo —exclamó—; un vino nuevo debe manar de tus antiguos odres. Choca, tío Jakob: ¡viva... tu hijo!

Chocó su copa con la del anciano, la apuró de un trago y la arrojó contra el techo. Se oyó arriba un tintineo de vidrio y los añicos cayeron sin ruido sobre la muelle alfombra.

Aproximose aún más su sillón y dijo:

—Escucha. Estarás ya impaciente con tan largo preámbulo. No me lo tomes a mal. Me sirve para madurar, para amasar mis pensamientos, para hacerlos accesibles y tangibles.

»Yo los concibo así:

»Debes crear una mandrágora, tío Jakob. Debes hacer verdad la vieja leyenda. ¿Qué importa que sea superstición, fantasmagoría medieval, jerigonza mística de los viejos tiempos? Tú harás una verdad de la vieja mentira. La creas y la expones a la luz del día, accesible a todo el mundo... Ni el profesor más necio se atreverá a negarla.

»Fácil te será encontrar un criminal. Juzgo indiferente que haya muerto en la horca o en una encrucijada; hoy somos progresivos, y el patio de la cárcel y nuestra guillotina son mucho más cómodos. Cómodos también para ti, pues gracias a tus relaciones te será fácil conseguir ese difícil material y arrancar a la Muerte una nueva vida. ¿Y la Tierra? Descifra el símbolo, cuyo sentido es la fecundidad. La Tierra es la hembra que nutre la semilla confiada a su seno; la nutre, la hace germinar, crecer, florecer y dar fruto. Toma lo que es tan fecundo como la Tierra misma; toma la hembra.

»La Tierra es también la eterna ramera al servicio de todos. Es la eterna madre, la prostituta siempre venal, accesible a miles de millones. A nadie se niega su vientre lascivo; el que la quiere, puede poseerla; a través de milenios, cuanto tiene vida fecunda sus entrañas prolíferas.

«Por eso, tío Jakob, debes escoger una ramera. Escoge la más descarada, la más desvergonzada, una nacida para zorra; no la que ejerza su profesión por necesidad o la que haya caído víctima de una seducción. ¡Oh, no! Una así, no. Sino la que ya era puta cuando aprendió a andar, para quien su vergüenza es el único placer y la única vida. Ésa debes elegir. Su seno será como la Tierra. Tú eres rico, ¡oh, la encontrarás! No eres ningún niño de escuela en semejantes andanzas. Puedes darle mucho dinero, comprarla para tu experimento. Y si es la verdadera, se retorcerá de risa, y te estrechará contra su grasiento pecho, y te comerá a besos. Porque le ofreces algo que ningún hombre le ha ofrecido antes que tú. Lo que sigue lo sabes mejor que yo. Lo mismo que has hecho con los monos podrás hacer con seres humanos. Tienes que estar preparado para el momento en que la cabeza del asesino caiga, maldiciendo, en el saco.

Se había levantado y se apoyaba en la mesa, mirando al viejo con ojos fijos y penetrantes; y el profesor recogió aquella mirada, parándola con la suya oblicua. Era como si un roñoso y corvo sable turco se cruzara con un esbelto florete.

—¿Y luego, señor sobrino? —preguntó—. ¿Y luego? ¿Y cuando el niño venga al mundo? ¿Qué hacer entonces?

El estudiante vaciló. Sus palabras cayeron lentas, como gotas.

—Entonces... tendremos el ser mágico.

Su voz onduló ligera, flexible, como el sonido de una cuerda musical.

—Entonces... veremos lo que hay de verdad en la vieja leyenda. Podremos mirar las entrañas de la Naturaleza.

El profesor quiso hablar, pero Frank Braun le quitó la palabra:

—Entonces se demostrará si hay algo misterioso, superior a las leyes conocidas. Podrá saberse si la vida vale la pena de ser vivida, aun para nosotros.

—¿Aun para nosotros?

Frank Braun dijo:

—Sí, tío Jakob. Para ti y para mí, y para los pocos cientos de hombres que están sobre la vida y que, sin embargo, están obligados a seguir los caminos trillados por el rebaño.

Y, súbitamente, sin transición:

—Tío Jakob, ¿crees en Dios?

El profesor chasqueó la lengua, impaciente.

—¿Que si creo en Dios? ¿Y eso qué tiene que ver...?

Pero el sobrino le instaba, sin dejarle pensar:

—Contéstame, contesta. ¿Crees en Dios?

Se inclinó sobre el viejo, mirándole de hito en hito.

Y el profesor dijo:

—¿Qué te importa eso muchacho? Con la razón... después de todo lo que he conocido, seguramente que no creo en un Dios. Pero con el sentimiento, el sentimiento es una cosa tan incontrolable... tan...

—Sí, tío —gritó el estudiante—. Entonces con el sentimiento...

El profesor seguía defendiéndose. Se agitó en su sillón y dijo:

—Si he de decir verdad..., algunas veces..., muy raramente..., con largos intervalos...

Entonces gritó Frank Braun:

—Tú crees en un Dios. ¡Oh!, me lo figuraba. Todos los ten Brinken lo han hecho; todos hasta ti.

Levantó la cabeza y entreabrió los labios, mostrando los brillantes dientes. Y prosiguió, arrojando con dureza cada palabra:

—Entonces lo harás, tío Jacob. Entonces debes hacerlo; y nada podrá salvarte. Porque tú tienes la posibilidad que se ha negado a millones de hombres...:
la posibilidad de tentar a Dios. Si Él vive, tu Dios debe dar una respuesta a tu cínica pregunta
.

Calló y recorrió la sala a grandes pasos. Tomó su sombrero y se acercó al anciano:

—Buenas noches, tío Jakob. ¿Lo harás? —dijo, tendiéndole la mano.

Pero el viejo no reparó en ello. Tenía la mirada perdida y cavilaba.

—¡No sé!... —respondió por fin.

Frank Braun tomó de la mesa la mandrágora y se la puso al viejo en las manos. Su voz sonaba sarcástica y altiva:

—Consúltalo con ésta.

De repente cambió de tono, y dijo con tranquilidad:

—Sé que lo harás.

Fue hacia la puerta, se detuvo de nuevo y volvió sobre sus pasos.

—Todavía una cosa, tío Jakob. Si lo haces... Pero el profesor exclamó:

—No sé si lo haré.

—Bien —dijo el estudiante—; no pregunto eso. Sólo... en caso de que lo hicieras, ¿quieres prometerme una cosa?

—¿Qué? —inquirió el profesor.

Él respondió:

—No invites a verlo a la princesa.

—¿Por qué no?

Y Frank Braun dijo con suavidad y muy serio:

—Porque esto es algo... muy sagrado.

Y se marchó.

* * *

Salió de la casa y atravesó el patio. Un criado le abrió el portón, que volvió a cerrarse chirriando tras él. Frank Braun salió a la calle, se detuvo ante la imagen del santo y lo examinó inquisitivamente.

—¡Oh mi querido santo! —exclamó—. Los hombres te traen flores y aceite nuevo para tu lámpara; sólo la casa que te cobija no se cuida de ti. Se te estima en ella, a lo sumo, como una antigüedad. Bueno es para ti que el pueblo confíe aún en tu poder.

Y canturreó por lo bajo:

¡Juan Nepomuceno,

patrón de las aguas!

Contra las crecidas

protege mi casa.

Haz que en otra parte

revienten sus rabias,

¡Juan Nepomuceno,

protege mi casa!

—Ah, viejo ídolo —prosiguió—, para ti es fácil proteger de las inundaciones esta aldea, desde que está separada a tres cuartos de hora del Rin, que corre canalizado entre muros de piedra.

»Pero procura, bendito San Juan, salvar esta casa de las olas que sobre ella van a romperse. Yo te amo, imagen de piedra, porque eres el patrón de mi madre, que lleva tu nombre a más del de Hubertina, impuesto para librarla de las mordeduras de los perros rabiosos. ¿Te acuerdas de cuando vino al mundo en esta casa, en el día que te está consagrado? Por eso lleva tu nombre. Y porque la amo, santo mío, quiero tenerte prevenido... por ella.

«¿Sabes? Hoy ha entrado ahí dentro otro santo, o mejor dicho
non sancto,
un hombrecillo, no de piedra como tú, ni vestido de hermosa túnica plegada. De raíces está hecho y miserablemente desnudo. Pero es tan viejo como tú, quizá más viejo. Y se dice que tiene un extraño poder. Haz una prueba de tus fuerzas: uno de los dos tiene que caer, el hombrecillo o tú, y se decidirá quién ha de ser dueño de la casa de los Brinkens. Haz ver tu poder, santo mío.»

Frank Braun saludó santiguándose.

Y con una risita irónica, atravesó las callejuelas con pasos rápidos. Salió al campo y aspiró a pulmón pleno el aire fresco de la noche. Se encaminó hacia la ciudad. En las avenidas, bajo los castaños en flor, sus pasos se aminoraron, y caminó, ensoñadoramente, tatareando por lo bajo. De pronto se detuvo, vaciló un momento y se volvió; torció a la izquierda y enfiló el ancho camino de Baumschuler. Otra vez se detuvo, mirando a todos lados. Saltó de un brinco una tapia baja y corrió por un quieto jardín hacia una villa roja. Allí se detuvo de nuevo, miró hacia arriba, y su agudo y breve silbido rompió el silencio de la noche dos, tres veces, con cortos intervalos.

Un perro ladró a lo lejos, mientras sobre su cabeza una ventana abierta con cuidado dejaba ver una rubia figura femenina, envuelta en un blanco salto de cama.

Su voz musitó en la oscuridad:

—¿Eres tú?

—Sí, sí —contestó Frank Braun.

Ella desapareció y volvió en seguida con algo envuelto en un pañuelo blanco, que echó abajo.—Toma la llave. Pero cuidado, ten mucho cuidado, no se despierten mis padres.

—Toma la llave. Pero cuidado, ten mucho cuidado, no se despierten mis padres.

Frank Braun recogió la llave, subió la pequeña escalinata de mármol, abrió la puerta y entró. Y mientras tanteaba en la oscuridad, callada y cuidadosamente, sus jóvenes labios musitaban:

¡Juan Nepomuceno!

¡Santo valedor

contra los naufragios,

líbrame del amor!

Priva de tu amparo al lascivo,

déjame a mí en tierra, tranquilo.

¡Juan Nepomuceno,

líbrame del amor!

CAPÍTULO IV
Que refiere cómo dieron con la madre de Alraune

Frank Braun estaba preso en la ciudadela. Arriba, en Ehrenbreitstein. Ya llevaba dos meses y aún le quedaban tres por cumplir. Todo el verano. Y todo por haber agujereado el aire de un balazo, lo mismo que su adversario. Se aburría.

Estaba sentado en el pretil del pozo, en lo más alto de la áspera roca asomada sobre el Rin. Balanceaba las piernas, miraba al azul y bostezaba. Y exactamente lo mismo hacían los otros tres compañeros sentados junto a él. Ninguno hablaba una palabra.

Vestían chaquetas de dril amarillo que habían comprado a unos soldados; se habían hecho pintar por sus asistentes gigantescas cifras negras sobre la espaldas, que indicaban los números de sus celdas. Allí estaban el 2, el 14 y el 6. Y Frank Braun llevaba el 7. Subió un grupo de extranjeros, ingleses e inglesas, conducidos por el sargento de guardia, señalando a los pobres prisioneros, marcados con sus grandes números, y que tan atribulados se mostraban. La compasión se despertó y, entre exclamaciones conmiserativas, preguntaron al guía si se podría dar algo a aquellos miserables. El interrogado dijo que estaba severamente prohibido y que él no debía verlo. Pero, movido por la bondad de su corazón, dio media vuelta y se puso a describir la comarca a los señores. «Allí está Coblenz —decía— y allí Neuwied, y allá abajo, junto al Rin...» Entretanto, se acercaron las señoras y los pobres prisioneros tendieron las manos a sus espaldas y en ellas cayeron monedas, cigarrillos, tabaco; a veces, una tarjeta con una dirección.

Era el juego inventado e introducido allí por Frank Braun.

—Es humillante en realidad —dijo el número 14, comandante de Caballería barón Flechtheim.

—Eres un idiota —dijo Frank Braun—. Lo humillante es que nos hagamos los distinguidos, se lo demos todo a los suboficiales y nos quedemos sin nada. Si por lo menos no estuvieran tan perfumados estos malditos cigarrillos ingleses...

Se quedó contemplando la presa.

—Mira, otra libra esterlina. El sargento se alegrará. Ya podía aprovecharla yo mismo.

—¿Cuánto perdiste ayer? —preguntó el 2.

Frank Braun se echó a reír.

—Toda mi mensualidad, que acababa de recibir, y además algunos pápiros de boquilla..., ¡al diablo con el bacarrá!

El número 6 era un alférez, jovencillo, que parecía amasado de leche y sangre. Suspiró:

—¡Todo me lo he jugado!

—¿Crees que a los demás nos ha pasado otra cosa? —le refunfuñó el 14—. ¡Y pensar que esos tres sinvergüenzas se divierten ahora en París con nuestro dinero! ¿Cuánto tiempo crees que se quedarán allí?

El doctor Klaverjahn, médico de marina, prisionero en la celda número 2, dijo:

—Calculo que tres días. El dinero tampoco les alcanza a más.

Hablaban de los números 4, 5 y 12, que habían ganado mucho la noche anterior y que por la mañana se habían echado bonitamente monte abajo para poder salir a primera hora en el tren de París. En el fuerte se llamaba a esto descansar un poco.

—¿Qué vamos a hacer este domingo? —preguntó el 14.

—¡Estrújate por una vez esa cabeza estúpida! —gritó Braun al comandante.

Saltó del muro, atravesó el patio y llegó al jardín de los oficiales. Estaba de mal humor y silbaba para sí. No era la pérdida en el juego, que tantas veces había sufrido sin amilanarse. ¡Era aquella lamentable permanencia allá arriba, aquella insoportable monotonía! Cierto que las ordenanzas del fuerte eran bastante benignas y no había ninguna que los señores presos no infringiesen a todas horas. Tenían su casino, con un piano y un armónium, y dos docenas de periódicos. Cada uno tenía asistente y una amplia habitación, casi una sala, por celda, por la que pagaba el Estado un céntimo diario. Se hacían traer la comida de la mejor fonda de la ciudad y su bodega estaba en el mejor orden. Sólo una cosa tenían que censurar: no podían cerrar su puerta por dentro. Era el único punto en que la Comandancia se mostraba increíblemente severa. Desde una vez que hubo un intento de suicidio, se ahogó en germen todo intento de proveerlas de cerrojo.

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