Authors: Hanns Heinz Ewers
El doctor Mohnen llevó aparte a la llorosa criada, le cortó un mechón de cabellos, le lavó los entreabiertos labios de la herida y le atajó la sangre con algodones amarillos preparados con percloruro de hierro. No se olvidó de dar a la linda muchacha unas palmaditas en las mejillas, ni de agarrarla a hurtadillas por los turgentes senos. Le dio también vino a beber y le habló en voz baja al oído. El teniente de húsares se inclinó a coger del suelo el objeto que había causado el daño, lo levantó en alto y lo contempló por todos lados.
De la pared colgaban toda clase de extraños objetos. Un ídolo kanake, medio hombre medio mujer, pintado a rayas rojas y amarillas; un par de botas de montar, viejas, informes y pesadas, provistas de recias espuelas españolas; armas herrumbrosas de todas clases; y luego, impreso en seda gris, el diploma doctoral de un antiguo Gontram, de la Escuela Superior de los Jesuitas de Sevilla. De allí colgaba un maravilloso crucifijo de marfil, con incrustaciones de oro y un pesado rosario budista, hecho de grandes piedras de jade verde.
En lo más alto había estado colgado el objeto caído. Se veía muy bien una hendidura en el tapiz, rasgado por el clavo, al desprenderse de la desmoronada argamasa. Era un objeto oscuro, polvoriento, hecho de una raíz empedernida. Tenía el aspecto de un viejísimo y arrugado hombrecillo.
—¡Ah, es nuestra mandrágora! —dijo la de Gontram—. Suerte que ha sido precisamente Sofía la que pasaba, que es de Eifel y tiene la cabeza dura. Si llega a ser Wölfchen, ese asqueroso monigote es capaz de aplastarle la cabeza.
Y el consejero declaró:
—Hace ya unos cientos de años que la tenemos en la familia y ya ha hecho alguna vez otra tontería de éstas. Mi abuelo contaba que una noche le saltó a la cabeza. Pero es posible que estuviera borracho, pues siempre le gustaba beber una pinta de buen vino.
—Pero ¿qué es? ¿Qué se hace con eso? —preguntó el teniente.
—Pues trae dinero a casa —respondió el señor Gontram—. Es una vieja leyenda. Manasse se la contará a ustedes. Venga usted, señor colega; destápese usted, señor erudito. ¿Cómo es la leyenda de la mandrágora?
Pero el pequeño abogado no quería:
—Vamos, vamos. ¡Si todo el mundo lo sabe!...
—Nadie la sabe, señor Manasse —le dijo el teniente—. Exagera usted, en su estimación por la cultura moderna.
—Vamos, desembuche usted de una vez, Manasse —dijo la de Gontram—. Yo quisiera saber qué significa esa cosa tan fea.
Y él comenzó. Hablaba seca, ceñidamente, como si leyera un párrafo de un libro. No se precipitaba, apenas levantaba la voz, blandiendo en la mano derecha, como una batuta, el hombrecillo de raíces.
—Alraune, albraune, mandrágora, llamada también mandrágola
(mandragora officinarum),
planta de la familia de las solanáceas que se encuentra en la cuenca del Mediterráneo, en el SE de Europa y en Asia hasta la región del Himalaya. Las hojas y las flores contienen un narcótico y fueron usadas a menudo antiguamente como hipnótico y hasta empleadas en las operaciones por la célebre escuela médica de Salerno. También se fumaban las hojas y se administraban como afrodisíaco los frutos, que debían incitar a la lujuria para conseguir la fecundidad. Ya Jacob se valió de ese medio en su engaño con los ganados de Labán. El Pentateuco llama a esta planta
dudaim.
Pero en la leyenda corresponde a la raíz el principal papel. Pitágoras menciona ya su extraña semejanza con un viejecillo o con una mujeruca. Ya en su tiempo se creía que con su ayuda se podía llegar a ser invisible y se la empleaba en magia; y viceversa, como un talismán contra la brujería. La leyenda alemana de la mandrágora se desarrolló a principios de la Edad Media, a raíz de las Cruzadas. El criminal, ejecutado en completa desnudez en una encrucijada, pierde su último semen en el momento de quebrársele la cerviz. Ese semen se vierte sobre la tierra y la fecunda; y de él procede la mandrágora: un hombrecillo o una mujeruca. Por la noche se salía a arrancarla. Al dar las doce debía clavarse la pala debajo de la horca; pero era preciso taparse los oídos con lana o con cera, pues al ser arrancado, el hombrecillo gritaba tan horriblemente, que el espanto derribaba en tierra al que lo oía. Aún lo refiere Shakespeare. Se llevaba a casa la raíz, se conservaba cuidadosamente, se le daba un poco de cada comida y se la bañaba en vino todos los sábados. Llevaba la buena suerte en procesos y guerras. Era un amuleto contra la brujería y traía a casa mucho dinero. Hacía amable a quien lo poseyera. Servía para decir la buenaventura y prestaba a las mujeres atractivo y fecundidad y les daba fáciles partos. Pero en todas partes ocasionaba también dolores y tormentos. La desdicha perseguía a los demás habitantes de la casa y el poseedor se sentía impulsado a la avaricia, a la lascivia y a todos los crímenes, hasta arruinarse finalmente y hundirse en los infiernos. A pesar de todo, las mandrágoras eran muy populares y objeto de comercio, y llegaron a alcanzar muy altos precios. Se dice que Wallenstein llevó una consigo durante toda su vida; y lo mismo se cuenta de Enrique VIII, aquel rey de Inglaterra, tan mujeriego.
El abogado calló, arrojando la dura raíz sobre la mesa.
—¡Muy interesante! ¡Pero que muy interesante! —gritó el conde Geroldingen—. Le quedo a usted muy agradecido por esta corta disertación, señor Manasse.
Pero la señora Marion declaró que ella no toleraría en su casa ni un minuto semejante cosa. Y miraba con aterrados ojos supersticiosos la huesuda mascarilla de la señora Gontram.
Frank Braun se acercó rápidamente al profesor. Sus ojos brillaban. Sobreexcitado, puso la mano sobre el hombro del viejo:
—¡Tío Jakob! —murmuró—. ¡Tío Jakob!
—¿Qué pasa, muchacho? —preguntó el profesor.
Pero se levantó y siguió a su sobrino a la ventana.
—¡Tío Jakob! —repitió el estudiante—. Esto es... esto es lo que te falta. Esto es mejor que hacer tonterías con ranas, monos y niños pequeños. Aprovéchate y sigue el camino por donde nadie ha caminado antes que tú.
Su voz temblaba y despedía con nerviosa precipitación el humo de su cigarrillo.
—No comprendo ni una palabra —dijo el anciano.
—¡Oh, tienes que comprender, tío Jakob! ¿No has oído el relato? Crea una
Alraune,
una que viva, de carne y hueso. Tú puedes hacerlo, tío. Tú, o ningún otro en el mundo.
El profesor le contempló con mirada insegura e interrogante. Pero en la voz del joven había tal convicción, tal fuerza de fe, que se quedó cortado, contra su voluntad.
—Explícate más claro, Frank —dijo—. Verdaderamente no sé lo que quieres.
Su sobrino sacudió con vehemencia la cabeza.
—Ahora no, tío. Te acompañaré a tu casa, si me lo permites.
Se volvió con presteza hacia una criada que servía el café y apuró a grandes tragos una taza tras otra.
Sofía se había escapado de los consuelos del doctor Mohnen, que corría ahora de un lado para otro y estaba en todas partes, atareado como una cola de vaca en tiempo de moscas. Sentía siempre en los dedos la necesidad de agarrar algo, de frotar algo, y así tomó la mandrágora y la refregó con una gran servilleta, quitándole el polvo. Apenas lo consiguió; polvorienta desde hacía siglos, la mandrágora ensuciaba servilletas y servilletas, pero no adquiría brillo. El activo doctor la tomó por último y blandiéndola en alto la arrojó certeramente en medio del inmenso bol.
—¡Bebe, mandrágora! —gritó—. En esta casa te han tratado mal; de seguro tendrás sed.
Luego subió a una silla y pronunció un solemne discurso a las doncellitas. «Ojalá lo sigáis siendo eternamente —concluyó—; os lo deseo de todo corazón».
Mentía. No lo deseaba. Nadie lo deseaba. Las dos damitas menos que nadie. Pero ellas que charlaban con las otras, fueron hacia él, se inclinaron y le dieron las gracias.
El capellán Schröder estaba junto al consejero y ponía el grito en el cielo porque cada vez estaba más cercano el día de introducir el nuevo Código civil. Diez años más, y nada quedaría del Código napoleónico. Y entonces tendrían la misma legislación que arriba, en Prusia. No le cabía en la cabeza.
—Sí —suspiraba el consejero—. Y el trabajo que eso cuesta. Hay que aprendérselo todo de nuevo. Como si uno no tuviera ya bastante que hacer.
En el fondo le tenía todo sin cuidado y se ocuparía tanto de la lectura del Código civil como se había ocupado del estudio del derecho renano. Gracias a Dios, los exámenes quedaban ya lejos.
La princesa se despidió, llevándose en su coche a la señora Marion. Pero esta vez Olga se quedó también con su amiga. Todos los demás se fueron despidiendo.
—¿Te vas tú también, tío Jakob? —preguntó el estudiante.
—Tengo que aguardar —dijo el profesor—. Mi coche no ha llegado todavía. Vendrá de un momento a otro.
Frank Braun miró por la ventana. La pequeña señora von Dollinger corría escaleras abajo, ágil como una ardilla, a pesar de sus cuarenta años; cayó, se levantó de nuevo y se lanzó contra una recia haya, asiéndose al tronco con brazos y piernas. Y ya loca, ebria de vino y de lascivia, besaba el tronco con ardientes y deseosos labios, hasta que Stanislaus Schacht la soltó de allí como a un escarabajo adherido a una rama, sin rudeza, pero con fuerza; sereno, a pesar de la formidable cantidad de vino que había bebido. Y ella gritaba y se asía tenazmente, sin querer separarse del liso tronco. Él la levantó en vilo, tomándola en brazos; entonces ella le reconoció y, quitándole el sombrero, le dio un sonoro beso en medio de la calva.
El profesor se levantó y dijo unas breves palabras al consejero.
—Un ruego. ¿Quiere usted regalarme la mandrágola?
La señora Gontram ahorró a su marido la respuesta:
—No faltaba más. Llévesela usted. Estas cosas tienen más valor para un soltero.
Y sacó del bol al hombrecillo de raíces. Pero al sacarlo golpeó el borde y un claro tintineo llenó el salón, y el magnífico cristal se hizo añicos, derramándose su dulce contenido sobre la mesa y el suelo.
—¡María Santísima! —exclamó—. De seguro que lo mejor es que este maldito muñeco salga de una vez de la casa.
En el coche, el profesor ten Brinken y su sobrino permanecieron en silencio. Frank Braun, recostado, la mirada fija al frente, profundamente sumergido en sus pensamientos. El profesor le contemplaba, acechándole con su oblicua mirada.
El viaje duró apenas media hora. El coche rodó por la carretera, torció a la derecha, traqueteando sobre el desigual empedrado de Lendenich. Allí, en medio de la aldea, estaba la vasta casa solariega de los Brinken, una extensa finca casi cuadrangular, jardín, parque, y en medio, hacia la calle, una serie de pequeños e insignificantes edificios. Doblaron la esquina, pasando frente al patrón del pueblo, San Juan Nepomuceno, cuya imagen, adornada de flores y alumbrada por dos lámparas perpetuas, ocupaba su nicho, abierto en un esquinazo de la casa señorial. Un criado abrió el portón y acudió a franquear el estribo a los señores.
—Tráiganos vino, Aloys —ordenó el profesor—. Vamos a la biblioteca.
Y volviéndose a su sobrino:
—¿Quieres dormir aquí o hago esperar al cochero?
El estudiante sacudió la cabeza.
—Ni una cosa ni otra. Volveré a pie a la ciudad.
Atravesaron el patio y penetraron por la derecha en la casa, que consistía en una inmensa sala con una diminuta antecámara y unas cuantas pequeñas habitaciones accesorias. A lo largo de las paredes se levantaban inmensas estanterías atestadas de miles de volúmenes. Aquí y allá se veían vitrinas bajas de cristal, llenas de antigüedades romanas, procedentes de las excavaciones; en ellas se habían vaciado varias fosas, expoliadas de los tesoros avaramente guardados. Grandes alfombras cubrían el suelo; escritorios, sillones y sofás estaban desparramados, sin orden, por la sala.
Entraron; el profesor arrojó su mandrágora sobre el diván. Encendieron las bujías, aproximaron dos sillones y se sentaron. El criado descorchó una polvorienta botella.
—Puedes marcharte —le dijo su señor—. Pero no te acuestes. El joven se va pronto y tienes que cerrar la puerta.
—¿Y bien? —añadió, volviéndose hacia su sobrino.
Frank Braun bebía. Había tomado la raíz y jugaba con ella. Estaba un poco húmeda aún y parecía ahora casi flexible.
—Tiene bastante parecido —murmuraba—. Éstos son los ojos..., los dos. Aquí cuelga la nariz y aquí se abre la boca. Mira, tío Jakob, ¿no parece que hace una mueca? Los bracillos están algo desmedrados y las piernas han crecido juntas hasta la rodilla...
La alzó, mirándola por todas partes.
—Mira a tu alrededor, mandrágora —gritó—. Ésta es tu nueva patria; aquí, en casa del doctor Jakob ten Brinken, estás más en tu centro que entre los Gontrams.
—Eres ya vieja —prosiguió—; tienes cuatrocientos, seiscientos años, quizá más. A tu padre le ejecutaron porque era un asesino, o un cuatrero, o quizá porque hacía versos satíricos contra algún poderoso señor de coraza o casulla. Sea como quiera, en su tiempo pasaba por un criminal y le ejecutaron. Y derramó su última vida sobre la tierra y te engendraron a ti, extraña criatura. Y la madre Tierra recibió en su seno fecundo esa despedida del criminal y te concibió en el misterio. Y te parió... a ti; ella, gigantesca, todopoderosa..., a ti, un mezquino, feo homúnculo... Y te desenterraron a medianoche, en la cruz de los caminos, temblando de miedo, entre ululantes fórmulas de conjuro. Al salir por primera vez la luz de la luna, lo primero que viste fue a tu padre pendiente de la horca, huesos quebrantados y pútridas piltrafas. Y te llevaron consigo los que le habían colgado; te llevaron consigo a ti, porque tú debías procurarles dinero, placer: oro brillante y amor joven. Ya sabían que les acarrearía también dolores, miserable desesperación y por último, una muerte ruin. Lo sabían... y te desenterraron, y te llevaron consigo, y lo trocaron todo por un poco de amor y de oro.
El profesor dijo:
—Todo eso es muy bonito, muchacho. Eres un poco fantástico.
—Lo soy, sí —dijo el estudiante—. Lo soy... como tú.
—¿Como yo? —rió el profesor—. Creo que mi vida ha transcurrido bastante normalmente.
Pero su sobrino sacudió la cabeza.
—No, tío Jakob. No es así. Tú llamas muy real a lo que otras gentes llaman fantasías. Basta recordar tus experimentos. Para ti no son más que juegos, caminos que quizá conduzcan algún día a una meta. Nunca se le hubieran ocurrido esos pensamientos a un hombre normal. Sólo podrían ocurrírsele a un fantaseador. Sólo una cabeza desordenada, sólo un hombre por cuyas venas corre una sangre ardiente, como la de vosotros los Brinkens, podría atreverse a lo que tú debes hacer ahora, tío Jakob.