Authors: Hanns Heinz Ewers
Gritaba y le parecía blandir una fusta que hacía restallar en medio del rostro feo del viejo.
Sintió cómo hería el golpe, pero también cómo penetraba sin hallar resistencia, como si penetrara en espuma o en una baba pegajosa. Tranquilo, casi amable, el profesor repuso:
—Veo que sigues tan loco, hijo mío. Permite a tu viejo tío darte un buen consejo que quizá te ayude en la vida: cuando se quiere algo de uno, deben conocerse sus debilidades. Tenlo en cuenta. Hoy te necesito; y reconocerás que con ello recojo mucho de lo que tú me arrojaste. Pero ya ves que por esta vez ha salido bien y la situación es ya muy otra. Tú vienes ahora a pedirme y no piensas en recorrer el camino desde abajo. No es que yo crea que esto te hubiera servido conmigo. ¡Oh, no! Pero quizá otra vez te sirva con otros. Y entonces me darás las gracias por el buen consejo.
Y Frank Braun:
—Tío. Yo he echado por el camino de abajo y lo he hecho por primera vez en mi vida. Lo he hecho al rogarte. Así es: te he rogado. Y nunca más seguiré este camino. ¿Qué quieres? ¿Aún he de humillarme más ante ti? Vamos, basta ya. Dame el dinero.
El consejero dijo:
—Voy a hacerte una proposición, sobrino. ¿Me prometes oír tranquilo? ¿No sulfurarte por lo que te diga?
Y el joven, con firmeza:
—Sí, tío Jakob.
—Pues oye. Tú tendrás el dinero necesario para arreglar tus cuentas, tendrás mucho más. Sobre la suma, ya nos pondremos de acuerdo. Pero te necesito. Te necesito en casa. Ya arreglaré yo tus deudas en la fortaleza y conseguiré tu indulto.
—¿Por qué no? —respondió Frank Braun—. Lo mismo me da aquí que allí. ¿Cuánto ha de durar esto?
—Un año, poco más o menos. Quizá no tanto.
—De acuerdo —dijo el joven—. ¿Qué es lo que tengo que hacer?
—Oh, no es gran cosa. Se trata de una ocupación a la que estás acostumbrado y que no te resultará difícil.
—¿Qué es? —instó el joven.
—Pues mira. Yo necesito un ayudante para esa muchacha que me has buscado. Tienes razón: Se nos escapará. Seguro que se aburrirá mucho en el período de espera y que tratará de acortarlo a su modo. Tú has exagerado sobre nuestros medios de retenerla. Muy seguros, naturalmente, en un manicomio particular, donde se puede guardar a una persona mucho mejor vigilada que en un correccional o en un presidio. Desgraciadamente, no nos hemos instalado como para eso. Yo no puedo meterla en el Terrarium como a las ranas, o en una jaula como a las monas, ¿no te parece?
—Claro que no, tío. Tienes que buscar otro medio.
El anciano asintió.
—He encontrado lo que necesitaba: algo que la retenga. El doctor Petersen no me parece persona apta para interesarla mucho tiempo. Creo que sólo le bastaría una noche... Necesitamos un hombre. Y yo he pensado en ti...
Frank Braun oprimió el respaldo de la silla como si fuera a quebrarlo. Su respiración se hizo fatigosa.
—¡En mí!... —repitió.
—Sí, en ti —prosiguió el consejero—. Me parece que es una de las pocas cosas en que puedes ser de provecho. Tú podrás retenérnosla. Le contarás nuevas locuras y así tendrá tu fantasía una finalidad razonable. Y a falta de príncipe se enamorará ella de ti y tú podrás también satisfacer las exigencias de sus sentidos. Si esto no le basta, tú tienes bastantes amigos y conocidos que aprovecharán con gusto la ocasión de pasar un par de horas con una criatura tan linda.
Frank Braun jadeaba. Su voz sonó ronca:
—Tío. ¿Sabes lo que pides? Yo debo ser el amante de esa ramera mientras está embarazada del hijo del asesino. Y debo ser su alcahuete. Y ayuntarla de nuevo cada día con alguien. Yo debo...
—Ciertamente —le interrumpió tranquilo el profesor—. Lo sé muy bien. Parece ser lo único en el inundo para lo que sirves, hijito.
Frank no respondió. Sintió aquel arañazo y cómo sus mejillas se enrojecían y ardían sus sienes. Era como si en su rostro llamease el verdugón que la fusta de su tío había levantado. Y sintió muy bien que el viejo se vengaba.
El consejero lo notó y una mueca satisfecha se distendió por los colgantes rasgos de su rostro.
—Piénsalo con toda tranquilidad —dijo lentamente—. Ni tú ni yo tenemos nada que fingirnos y podemos llamar a las cosas por sus nombres. Yo quiero contratarte como chulo de esa ramera.
Frank Braun sintió la sensación de estar en el suelo, indefenso, inerme, miserablemente desnudo, sin poder moverse, y que el viejo le pisoteaba con sus sucios pies y le escupía venenosa saliva en sus heridas.
No tuvo palabras. Vaciló, se tambaleó, no supo cómo bajaba la escalera y se encontró en la calle, con los ojos en el claro sol de la mañana.
Apenas tenía conciencia de que andaba. Se deslizó por las calles, se arrastró por ellas unos momentos que le parecieron siglos. Se detenía ante las columnas anunciadoras y leía los carteles de los teatros, pero sólo veía palabras sin comprender nada.
Luego se encontró en la estación. Fue a la taquilla y pidió un billete.
—¿A dónde? —preguntó el empleado.
—¿A dónde? Sí, ¿a dónde?
Y se asombró de su propia voz al oír: «Coblenza.»
Buscó dinero en todos sus bolsillos.
—¡Tercera clase! —gritó.
Todavía alcanzaba.
Subió la escalera hasta el andén y entonces notó que estaba sin sombrero. Se sentó en un banco y esperó.
Vio cómo subían la camilla y cómo iba detrás el doctor Petersen. No se movió de su puesto, como si nada tuviera él que ver con aquello. Vio cómo entraba el tren, cómo hacía el médico abrir un departamento de primera y cómo los camilleros subían su carga con cuidado.
Él subió en el coche de cola. Su boca se crispaba en una carcajada.
—Así debe ser —pensó—. Tercera clase. Es lo que conviene al siervo... o al chulo.
Al sentarse olvidó de nuevo. Se metió en un rincón y fijó la vista en el suelo.
Aquella vaga opresión de su cabeza no desaparecía. Oía gritar los nombres de las estaciones y a veces le parecía como si vinieran tres o cuatro seguidas; como si el tren corriera vertiginoso, como una chispa por un alambre. Y luego una eternidad de una ciudad a otra.
En Colonia hubo de trasbordar y esperar el tren que remontaba el Rin. Pero esto no significaba para él una interrupción. Apenas notaba la diferencia entre estar sentado en el banco o en el tren.
Llegó a Coblenza; bajó y recorrió las calles. La noche caía y él pensó que debía subir a la ciudadela. Pasó el puente, trepó por la roca en la oscuridad, por el estrecho sendero de los cautivos, a través de la maleza.
Súbitamente se encontró arriba, en el patio del presidio; luego en su cuarto, sentado en la cama.
Alguien anduvo por el pasillo y entró en el cuarto con una bujía en la mano: era el fornido médico de Marina, doctor Klaverjahn.
—¡Hola! —gritó desde la puerta—. ¿De modo que el suboficial tenía razón? ¿Conque ya de vuelta, hermano? Vente para arriba. El comandante tiene la banca.
Frank Braun no se movió y apenas oía lo que el otro hablaba, el cual le sacudió enérgicamente por los hombros diciéndole:
—¿Te vas a echar a dormir, marmota? Déjate de tonterías y vente.
Frank Braun saltó; algo había allí que le sulfuraba. Levantó una silla y dio un paso:
—Vete —gritó—. Vete, bribón.
El doctor Klaverjahn le vio cerca de sí, miró aquellos rasgos pálidos y contraídos, aquellos ojos fijos y amenazadores. Algo del médico despertó de nuevo en él y le hizo reconocer la situación.
—De manera que... —dijo tranquilo—. Perdona. Y se marchó.
Frank Braun estuvo todavía un momento con la silla en la mano. Una risa fría colgaba de sus labios. Pero no pensaba en nada. Absolutamente en nada.
Oyó llamar a la puerta como si viniera el ruido de una lejanía infinita. Por fin, levantó los ojos. El pequeño alférez estaba ante él.
—¿Otra vez aquí? ¿Qué te pasa?
Se asustó, y como el otro no respondía, volvió con un vaso y una botella de burdeos.
—Bebe. Te hará bien.
Frank Braun bebió. Sintió cómo el vino batía en sus pulsos, cómo temblaban sus piernas, amenazando ceder bajo su peso; se dejó caer como un fardo sobre la cama.
El alférez le sostuvo:
—Bebe —instaba.
Pero Frank rechazó con un gesto.
—No, no —murmuró—. Me emborracha.
Y con una débil sonrisa:
—Creo que no he comido nada en todo el día.
Un ruido de risas y gritos penetró en el cuarto.
—¿Qué hacen? —dijo Frank con indiferencia.
El alférez respondió:
—Están jugando. Ayer vinieron dos nuevos.
Y echando mano al bolsillo:
—A propósito: ha llegado un telegrama para ti. Un giro telegráfico de cien marcos. Ha llegado esta tarde. Toma.
Frank Braun tomó el papel y tuvo que leerlo dos veces antes de comprender.
Su tío le enviaba cien marcos y le decía: «Considera esto como un anticipo.»
Se levantó de un salto. La niebla se rasgó. Ante sus ojos caía como una lluvia de sangre.
¡Anticipo!... ¡Anticipo!... Por..., por esa ocupación que le ofrecía el viejo. ¡Ah, por eso!
El alférez le tendió el billete:
—Ahí tienes el dinero.
Él lo tomó. Sentía cómo le quemaba los dedos. Y esa sensación, que él experimentó como un dolor físico, casi le hizo bien. Cerró los ojos y dejó correr aquella llama voraz, a través de los dedos, por la mano y el brazo. Se dejó devorar hasta la médula de los huesos por el fuego de aquella última afrenta, la más infame.
—Dame, dame vino —gritó.
Y bebió. Bebió y le parecía que el vino apagaba una crepitante llamarada.
—¿Qué juegan? —preguntó—. ¿Bac?
—No —dijo el alférez—; juegan a los dados. Al
siete alegre.
Frank Braun le tomó del brazo:
—Ven, vamos a subir.
Y entraron en el casino.
—Aquí estoy yo —gritó—. ¡Cien marcos al ocho! Y arrojó el dinero sobre la mesa.
El comandante agitó el cubilete. Salió el seis...
El doctor Petersen presentó al profesor un gran libro, lindamente encuadernado, que por orden suya había hecho preparar. La roja pasta de cuero ostentaba en un ángulo las armas de los Brinkens; en el centro brillaban las grandes iniciales en oro A. T. B.
Las primeras hojas estaban en blanco: el profesor se las había reservado para escribir en ellas los antecedentes. Comenzaba el libro con un CAPÍTULO, de la mano del doctor Petersen, en la que se refería la sencilla historia de la madre de aquel ser a cuya vida estaba el libro destinado. El ayudante se había hecho contar de nuevo la historia de la prostituta y la había trasladado en seguida al papel. Hasta los arrestos sufridos estaban allí consignados. Alma había sido condenada dos veces por vagabundeo, cinco o seis veces por transgresión de las ordenanzas impuestas por la policía a su profesión, y una vez por hurto. Respecto a la última condena afirmaba, sin embargo, haber sido inocente. Aquel señor le había regalado el alfiler de brillantes.
Además había escrito el doctor Petersen un segundo CAPÍTULO que trataba del presunto padre, el minero en paro Peter Weinand Noerrissen, condenado a muerte en nombre del rey por fallo del Jurado. La Fiscalía había puesto amablemente las actas, a disposición del médico, quien había podido extractarlas.
Según ellas, el citado Noerrissen parecía predestinado desde la niñez a tal fin. La madre había sido una notoria alcohólica; el padre, obrero de ocasión, condenado con frecuencia acusado de actos de brutalidad; por el mismo motivo, uno de sus hermanos llevaba ya diez años en la cárcel. Peter Weinand Noerrissen había sido llevado como aprendiz a casa de un herrero, el cual dio de él buenos informes en el curso de los debates, alabándole por su habilidad y por sus fuerzas extraordinarias. Tuvo, sin embargo, que despedirlo a causa de su carácter díscolo y porque molestaba constantemente al personal femenino de la casa. Después trabajó en una serie de fábricas y pasó últimamente a la mina
Phoenix,
en el Ruhr, luego de haber sido declarado inútil para el servicio militar a causa de un defecto de nacimiento: le faltaban dos dedos de la mano izquierda. No se adhirió a ningún movimiento obrero, ni a la antigua agrupación socialista, ni a los socialistas cristianos, ni al grupo Hirsch-Duncker, lo que el defensor había tratado de hacer valer como un testimonio de descargo. Fue despedido por haber dado una grave puñalada a un capataz con motivo de una huelga. En esta ocasión fue condenado por primera vez a un año de cárcel. Faltaban noticias sobre su vida desde el momento de ser puesto en libertad. Se supo que había pasado los Alpes dos veces y que había vagabundeado desde Nápoles hasta Ámsterdam, trabajando ocasionalmente. Fue detenido varias veces, casi siempre por vagabundo, otras por pequeños delitos contra la propiedad; pero en opinión de la Fiscalía, era presumible que en el curso de esos siete u ocho años hubiese cometido delitos mayores.
Los móviles del hecho que había motivado la condena no estaban muy claros. No se sabía si se trataba de un crimen por robo o si era la consecuencia de una violación. La defensa había tratado de explicarlo de esta manera: el acusado había visto venir al atardecer a la joven de diecinueve años, hija de un propietario rural, Ana Sibylla Trautwein, muchacha linda y elegante, y había tratado de violarla; luego, al intentar forzar a la joven, que era muy fuerte, y con el fin de poner fin a sus gritos, había tomado el cuchillo y la había derribado, poseyéndola en su desmayo y rematándola por miedo a ser descubierto. Después, cosa natural, con objeto de procurarse medios para la fuga, le había quitado el poco dinero y las alhajas que llevaba. El reconocimiento del cadáver se oponía en cierto modo a tal exposición de hechos, pues ofrecía una espantosa mutilación de la víctima por medio de cortes, algunos dados casi según las reglas del arte. El informe terminaba diciendo que la revisión del proceso había sido rechazada por el Supremo, que la Corona no había hecho uso de su prerrogativa y que la ejecución estaba decidida para el día siguiente a las seis de la mañana; que el delincuente se había ofrecido a los deseos del doctor Petersen después de haberle ofrecido éste dos botellas de aguardiente que debía llevarle por la tarde, a las ocho.
El profesor terminó la lectura y devolvió el libro.
—El padre es más barato que la madre —dijo riendo.