La mandrágora (16 page)

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Authors: Hanns Heinz Ewers

BOOK: La mandrágora
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Al cabo de dos horas el profesor le hizo entrar. Siempre hacía que la gente aguardara aún cuando nada tuviera que hacer. Decía: «Nada rebaja tanto los precios como hacer esperar». Pero esta vez estaba realmente ocupado: el director del Museo Germánico de Nüremberg estaba allí y le acababa de comprar una linda colección de antigüedades galas del país renano.

El consejero no dejó al cojo Brambach entrar en la biblioteca, sino que le retuvo en la antecámara.

—¿Qué traes por aquí?

Y el inválido, desatando su gran pañuelo rojo, depositó con cuidado su contenido sobre una apolillada silla de caña: muchas monedas, un par de restos de yelmo, una bocla de escudo, un encantador lacrimatorio. El consejero apenas se volvió, rozando con una oblicua mirada la ampolleta:

—¿Esto es todo Brambach?

Y como el viejo asintiera comenzó a reñirle con viveza. Tan viejo como era ya y todavía era tan tonto como un mocoso. Cuatro horas de camino hasta aquí y otras cuatro de vuelta, dos horas de espera, y todo por aquellas baratijas que no valían nada, que tendría que liar de nuevo y llevarse, pues nada daría por ellas. ¿Cuántas veces tendría que decir a aquellos necios campesinos que no vinieran a Lendenich con cualquier porquería? Que esperaran hasta tener algo reunido y luego que lo trajeran todo junto. ¿O es que era tan agradable arrastrar la cojera por aquel largo camino desde Filip, con aquellos calores? ¡Ida y vuelta; y todo para nada!

El inválido se rascaba detrás de las orejas y en su turbación daba vueltas a su gorra oscura. Hubiese dicho algo para cambiar el tono del profesor. Otras veces sabía muy bien charlar, ponderando sus mercancías; pero no se le ocurrió más que hablar del largo camino recorrido..., de lo que precisamente le hablaba el profesor como reproche. Estaba completamente aplanado y comprendía perfectamente lo tonto que era; así que nada replicó. Pidió tan sólo permiso para dejar allí las cosas, pues, así por lo menos no tendría que cargar con ellas de nuevo. El consejero consintió y le dio una moneda de cincuenta céntimos.

—Ahí tienes, Brambach. Por la caminata. Pero ya te digo. Otra vez sé más razonable. Vete a la cocina a que te den un bocadillo y un vaso de cerveza.

El viejo dio las gracias, bastante contento de que todo hubiera resultado así, y volvió a atravesar el patio hacia la cocina.

Pero Su Excelencia ten Brinken tomó con un rápido movimiento el lindo lacrimatorio, que limpió con un pañuelo de seda, contemplando atentamente por todas partes el fino cristal violeta. Luego, abriendo la puerta, volvió a la biblioteca, donde el conservador de Nüremberg seguía junto a las vitrinas, y agitó la botellita con el brazo en alto.

Vea usted, querido doctor —comenzó—. Aquí queda todavía un tesoro. Pertenece a la tumba de Tullia, hermana del general Aulus, cerca del campamento de Schwarzrheindorf. Ya le enseñé a usted otros hallazgos de allí.

Y le tendió la ampolleta, prosiguiendo:

Fije usted ahora su procedencia.

El erudito la tomó, acercose a la ventana y se puso las gafas: pidió una lupa y un trozo de seda, frotó y lavó, miró el cristal a contraluz dándole vueltas, y por fin, vacilando un poco, no muy seguro:

—¡Hm! Parece ser fabricación siria, de la fábrica de vidrios de Palmyra.

—¡Bravo! —gritó el consejero—. Con usted hay que tener mucho cuidado. Es usted un gran conocedor.

Si el de Nüremberg hubiera dicho Agrigento o Munda, el profesor hubiera asentido con el mismo entusiasmo.

—¿Y la época, doctor?

El conservador volvió a levantar la ampolleta.

—Siglo dos, primera mitad.

Su voz sonó esta vez con resolución.

—Mi felicitación —dijo el consejero.

—No creí a nadie capaz de determinarlo con tanta rapidez y acierto.

—Exceptuado Vuestra Excelencia —replicó el erudito halagado.

Pero el profesor dijo con modestia:

—Exagera usted mucho mis conocimientos. No he necesitado menos de ocho días de penoso trabajo para determinar con plena seguridad la procedencia y la época de este lacrimatorio, revolviendo para ello una multitud de volúmenes. No me pesa, pues es un hermoso ejemplar de mucha rareza y que me costó bastante caro. El que lo encontró hizo su suerte.

—Me gustaría llevármelo al museo. ¿Cuánto quiere usted por él?

—Para Nüremberg sólo cinco mil marcos —respondió el profesor—. Ya sabe usted que pongo siempre a los establecimientos alemanes precios especiales. En la semana próxima llegarán dos señores de Londres, a los que pediré ocho mil marcos, que obtendré de seguro.

—¡Pero Excelencia! —replicó el sabio—. ¡Cinco mil marcos! Usted sabe que no puedo pagar precios semejantes, que esto excede de mi consignación.

Y el consejero:

—Lo siento muchísimo, pero no puedo dar por menos la ampolleta.

El conservador de Nüremberg sopesaba en tanto el pequeño frasco.

—Es un lacrimatorio encantador. Estoy verdaderamente enamorado de él. Doy a Vuestra Excelencia tres mil marcos.

—No. Ni un céntimo menos de cinco mil. Pero le propondré a usted una cosa, señor director: Puesto que tanto le gusta el vidrio, permítame usted que se lo regale. Consérvelo usted como recuerdo de la precisión con que lo ha situado.

—¡Muchas gracias, Excelencia! ¡Muchas gracias! —exclamó el conservador, levantándose y estrechando con fuerza la mano del consejero—. En mi cargo, no puedo aceptar regalo alguno. Perdóneme usted si no lo acepto. Por lo demás, estoy dispuesto a pagar el precio exigido. Debemos conservar esta pieza en nuestra patria; no podemos dejársela a los ingleses.

Fue al escritorio y extendió un cheque. Antes de que se despidiera, el consejero le presentó los otros objetos, de menor interés, de la tumba de Tullia, hermana del general Aulus.

El profesor hizo enganchar el coche para su huésped, a quien acompañó por el patio hasta el carruaje. Al volver, vio a Alraune y a Wölfchen que estaban junto al buhonero, el cual les mostraba cromos de santos.

El viejo Brambach había recobrado su ánimo con la comida y la bebida, había vendido a la cocinera un rosario del que afirmaba estar bendecido por el obispo y que por eso costaba treinta céntimos más. Así, que su lengua, antes tan tímida, recobró vida. Y animándose, fue cojeando hacia el consejero.

—¡Señor profesor! —dijo con voz humilde—. Compre usted a los niños una estampa de San José.

Su Excelencia ten Brinken estaba de buen humor y respondió:

—¿Un San José? No. ¿Tienes un San Juan Nepomuceno?

No. No tenía a San Juan Nepomuceno. Brambach tenía a San Antonio y a San Juan y Santo Tomás y Santiago. Pero desgraciadamente no tenía a Nepomuceno. Y aquél tuvo que reprenderle de nuevo por no entender sus negocios. En Lendenich no se podía hacer negocio más que con San Juan Nepomuceno. Con ningún otro santo.

El buhonero quedó bastante cortado, pero hizo un último intento.

—¡Un décimo, señor profesor! ¡Tómeme usted un décimo! Es para la reconstrucción de la iglesia de San Lorenzo, en Dülmen. No cuesta más que un marco y cada comprador recibe cien días de indulgencia en el Purgatorio. Aquí está impreso.

Y le restregaba el billete por la cara.

—No —dijo el profesor—. No necesitamos ninguna indulgencia. Tal como somos iremos al cielo. Y lo que es ganar, nunca se gana en la lotería.

—¿Cómo? —respondió el buhonero—. ¿Qué no se gana? Pues hay trescientos premios y el primero de cincuenta mil marcos en metálico. Aquí se dice —y señaló con su sucio dedo el billete.

—El profesor se lo tomó de la mano.

—¡Qué necio! —dijo riendo—. Y aquí está también que hay quinientos mil billetes. Calcula las posibilidades de ganar.

Y se volvió para irse. Pero el inválido cojeó tras él cogiéndole de la levita.

—¡Pruebe usted, señor profesor! —rogó—. Nosotros también tenemos que vivir.

—¡No! ¡Que no! —gritó el consejero.

Pero el buhonero no cedía.

—Tengo la corazonada de que le va a tocar a usted.

—Esa corazonada la tienes siempre.

—Deje usted que la pequeña escoja el billete. Eso trae buena suerte —prosiguió Brambach.

Y el profesor se detuvo.

—Probaré —murmuró—. Ven aquí, Alraune. Saca un billete.

La niña se acercó, mientras el inválido, disponiendo los billetes en abanico, se los ofrecía.

—Cierra los ojos. Así. Y ahora tira.

Alraune extrajo uno y se lo dio al consejero, quien después de vacilar un momento, hizo seña al muchacho para que también se acercara.

—Saca tú otro billete, Wölfchen.

* * *

En el infolio informa Su Excelencia ten Brinken haber ganado 50.000 marcos en la lotería parroquial de Dülmen. Por desgracia no puede decir si fue el billete de Wölfchen o el de Alraune el premiado, pues los había dejado en su escritorio sin escribir en ellos los nombres de los niños. Sin embargo, apenas tiene dudas de que fue el de Alraune.

Por lo demás, se mostró agradecido con el viejo Brambach, que le había metido aquel dinero en casa casi a la fuerza. Le regaló cinco marcos e hizo que la Caja provincial de protección a antiguos soldados pobres le concediera una pensión regular de treinta marcos anuales.

CAPÍTULO VII
Que informa de lo que pasó cuando Alraune era ya una doncellita.

Desde los ocho a los doce años Alraune ten Brinken se educó en el Convento del Sacré Coeur de Nancy. Desde entonces hasta los diecisiete años, en el Pensionado de la señorita de Vynteelen, Avenue de Marteau, en Spa. Dos veces al año pasaba las vacaciones en la casa de los ten Brinken en Lendenich.

Al principio trató el consejero de educarla en casa, tomando para ella una institutriz, luego un maestro y poco después otro. Pero todos se desesperaron a los pocos días. Con la mejor voluntad, nada podía hacerse con la niña. No es que estuviera mal criada, ni fuera en manera alguna violenta o rebelde; pero nunca respondía y era imposible sacarla de su tenaz silencio. Se sentaba, quieta y tranquila, con la vista al frente, guiñando los ojos entornados, y no se podía saber siquiera si escuchaba. Si tomaba la pluma en la mano, no había manera de inducirla a hacer palotes, curvas o letras. Más bien dibujaba cualquier extraño animal con diez patas o un rostro con tres ojos y dos narices.

Lo poco que aprendió antes de enviarla el consejero al convento, se lo enseñó Wölfchen, que aunque en todas las clases se quedaba el último y era infinitamente perezoso en la escuela, y miraba con soberano desprecio todas las tareas escolares, en casa se ocupaba de su hermanita con indecible paciencia. Ella le hacía escribir largas hileras de números, los nombres de ambos, cientos de veces, divirtiéndose cuando su mano torpe se equivocaba, al hormiguearle ya de cansancio los sucios dedos. Con aquel motivo tomaba ella el pizarrín, el lápiz o la pluma, aprendía número por número, palabra por palabra, asimilándolo todo muy pronto, escribiéndolo y haciéndoselo repetir al muchacho horas enteras. Siempre tenía algo que reprenderle: unas veces era este rasgo, otras aquel otro, el que no estaba en regla. Así haciendo de maestra, aprendía. Como alguna vez viniera un profesor a quejarse al consejero de la deficiente aplicación de su pupilo, supo ella que la ciencia de Wölfchen no andaba muy segura. Y jugaba con él a la escuela, teniéndolo sentado hasta la noche, vigilándolo, sin oír sus quejas y haciéndole estar atento. Le encerraba sin dejarle salir hasta haber terminado su ejercicio, y hacía como si ella lo supiera todo, sin tolerar duda alguna sobre su superioridad.

Ella tenía una rápida facilidad de comprensión. No quería dejar ningún punto descubierto ante Wölfchen. Y así, estudió un libro tras otro, sin orden, más bien en completo desorden. Fue tan lejos que el muchacho, cuando no sabía alguna cosa, acudía a preguntárselo a ella, completamente convencido de que la sabía. Y ella le daba largas y le decía que debía discurrir y le reprendía. Así ganaba tiempo, buscaba en sus libros, y, si nada podía encontrar, corría a preguntárselo al consejero.

Cuando preguntaba al muchacho si no había dado por fin con la solución le resolvía la duda.

El profesor observaba aquel juego que le divertía y no hubiese pensado en mandar a la niña fuera de casa, de no haberle instado a ello la princesa insistentemente. Siempre buena católica, la princesa cada año se hacía más creyente. Era como si cada kilo de grasa acumulado aumentara su piedad. Insistió en que su ahijada había de educarse en un convento, y el profesor, que ya hacía años era su consejero en materias económicas y especulaba como con los suyos con los millones de la princesa, consideró prudente satisfacer aquel capricho. Así, marchó Alraune al Convento del Sacré Coeur de Nancy.

* * *

De este tiempo se encuentran en el infolio, aparte de breves anotaciones del puño del profesor, algunos informes más extensos de la
mère supérieure.
El profesor sonreía con una mueca al incluirlos, sobre todo cuando se trataba de pasajes laudatorios sobre los extraordinarios progresos de la muchacha. Él conocía los conventos y sabía que no había sitio en el mundo donde se aprendiera menos que entre las piadosas hermanas. Y le divertía que las alabanzas de un principio, que todos los padres reciben, dejaran bien pronto lugar a un tono bien diferente cuando la madre superiora se lamentaba más y más con volubles quejas sobre diversas crueldades de la niña. Y esas quejas tenían siempre la misma base: no era la conducta de la niña misma la que las motivaba, no eran sus acciones, sino el influjo que ejerció sobre sus condiscípulas.

«Es verdad —escribía la
reverende mère
—que no es la niña misma quien martiriza a los animales, por lo menos nunca se le ha sorprendido haciéndolo; pero es verdad igualmente que en su cabecita han nacido todas las pequeñas crueldades cuya culpa recae sobre las compañeras. Primeramente se sorprendió a la pequeña María, niña muy buena y dócil, en el jardín del convento, inflando una ranita con una paja.

«Interrogada por qué lo hacía, concedió que Alraune le había sugerido la idea. Al principio no lo queríamos creer, pensando que se trataba de una excusa, para sacudirse de cualquier modo la culpabilidad; pero poco después descubrimos a otras dos muchachas restregando con sal dos babosas de manera que los pobres animales, que al fin y al cabo son criaturas de Dios, se disolvían dolorosamente en una mucosidad. Las dos niñas declararon que Alraune las había inducido a ello. Yo misma la interrogué y ella confesó desde luego, diciendo que una vez lo había oído decir y había querido convencerse de ello. También confesó haber inducido a que inflaran la rana. Dijo que era muy bonito oírla estallar al lanzarla contra una piedra. Ella misma no lo hubiera hecho, pues era muy fácil que el animalito, al reventar, le salpicara las manos. Interrogada sobre si reconocía su pecado, declaró que no, que ella nada había hecho y que nada le importaba lo que las otras niñas hicieran.»

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