La Maestra de la Laguna (52 page)

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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

BOOK: La Maestra de la Laguna
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—Dios Santo —murmuró Elizabeth, arrodillándose para tomar al niño en sus brazos.

—No lo toque, señorita —dijo una voz grave, en la que se captaba también la compasión.

Elizabeth miró desde abajo la figura robusta de un hombre vestido con levita oscura y sin sombrero, mostrando sus cabellos canos peinados de lado y una barba que se confundía con las gruesas patillas.

—Deje que nosotros nos encarguemos del niño. Usted podría contagiarse.

Elizabeth se puso de pie y observó que el hombre no sólo era robusto sino muy alto, aunque se imponía, más que por el tamaño, por un halo de omnipotencia que parecía desprenderse de él. Confió de inmediato en aquel hombre.

—Ella... ha muerto —dijo, sintiéndose estúpida al remarcar lo evidente.

—Lo sabemos —contestó el hombre con amabilidad.

Recién entonces Elizabeth se dio cuenta de que no venía solo sino con otro hombre más joven, bien vestido, que se había quitado el sombrero en señal de respeto ante la difunta.

El muchachito, desde el umbral, los contemplaba con ojos asustados. El hombre robusto le dirigió una mirada de simpatía, en tanto que el otro se inclinó para recoger al bebé sollozante.

—Los llevaremos con el Padre O'Gorman —dijo el hombre mayor y luego, dirigiéndose a Elizabeth—: ¿Usted conocía a la familia, señorita?

—No, sólo pasaba, es decir, me dirigía a la sede de la Comisión Popular para recoger unos bonos para la familia Dickson. Mi tía, Florence Dickson, está presa de la fiebre también.

—Entonces vaya, pues. Deje que nosotros nos ocupemos de esta gente, señorita. No conviene que siga en contacto con los enfermos. Pronto habrá que quemar todo esto —y con un gesto abarcó el pobre cuarto repleto de bártulos destartalados. Un catre contra la pared cubierto de frazadas remendadas y con las sábanas manchadas por los accesos de la enfermedad, el baúl de viaje bajo la cama, algunos enseres domésticos mezclados con restos de comida y otras sustancias que, a juzgar por el olor, no deberían estar allí. Un ambiente ignominioso para ser habitado por un ser humano. Elizabeth sintió una repentina náusea, seguida de una debilidad en las piernas que la obligó a sujetarse del quicio de la puerta.

—Señora —exclamó el hombre más joven e intentó sujetarla, aun con el pequeño en brazos.

—No es nada, estoy bien. Sólo que... ¿qué será de estos niños? ¿No tienen un padre?

El hombre canoso miró hacia el camastro con pena infinita en los ojos. Allí donde Elizabeth creía que sólo había mantas, una figura postrada, deformados sus rasgos por la máscara de la agonía, se destacaba apenas entre la sucia ropa de cama. Sus manos crispadas sujetaban todavía la sábana, aunque ya los dedos tenían la rigidez de la muerte.

—Habrá sido el primero, y trajo la peste a su esposa. Elizabeth observó entonces que entre las cosas que atiborraban el lugar había algunas que indicaban que el señor de la casa era estibador en el puerto o algo parecido. Sin duda, habría contraído la enfermedad directamente de los barcos y, sin saberlo, la había llevado a su propia casa.

—Vamos, tratemos de salvar a los niños —dijo uno de los hombres, Elizabeth no supo cuál, pues salió de aquel lugar de espanto atontada, para encontrarse de nuevo en la calle, tan lúgubre como aquel sucucho.

—Yo puedo conseguirle los bonos, señorita. Sólo deme su dirección y así se evitará deambular por la ciudad corriendo riesgos.

El hombre robusto sacó de su bolsillo una libreta en cuyo membrete Elizabeth leyó: "Doctor Roque Pérez". Comprendió que se hallaba frente al mismísimo jurisconsulto, un hombre piadoso que, sin dudar, se había puesto al frente de una comisión de emergencia para atenuar los efectos de la peste, atendiendo a los enfermos y recaudando fondos para pagar a los médicos y enfermeros y comprar las medicinas necesarias.

¿No le había dicho Aurelia que el nuevo lazareto se llamaba San Roque? ¡Debía ser en honor a él! Lo miró con gratitud y quiso articular palabras de agradecimiento; en lugar de ello, brotaron de sus ojos ardientes lágrimas y se atragantó con ellas.

—Vamos, muchacha, tenemos que ser fuertes. Dígame a dónde debo llevar las provisiones y qué necesita.

Una vez que anotó los datos, Roque Pérez tomó del brazo a Elizabeth y la condujo hacia un coche de alquiler que aguardaba a varios metros.

—Hágame el favor, vuélvase a su casa en este carro y deje que el cochero regrese solo. El doctor Argerich y yo tenemos trabajo aquí, mientras tanto.

—Pero ¿y los niños?

—El Padre O'Gorman se encargará de ellos. ¿Lo conoce? Es el párroco de San Nicolás de Bari y tuvo la piadosa idea de fundar un hogar para estos pobres huérfanos. Vaya, muchacha, vaya con Dios y cuide de su tía. Más no se le puede pedir a una jovencita como usted.

La empujó con suavidad y Elizabeth se vio a bordo de un sulky que la condujo, entre saltos y bamboleos, hasta la mansión Dickson.

A medida que la tía Florence evolucionaba, la situación en la casa se volvía más difícil para Elizabeth. Su tío Fred parecía haber abandonado la voluntad de vivir y había que rogarle que se alimentara. Muchas veces, viendo que no abandonaba el estudio en todo el día, la joven le alcanzaba una bandeja con platos preparados por ella misma, pues las criadas de la cocina tampoco se mostraban serviciales, al faltar la mirada vigilante de los patrones. Roland salía todo el tiempo, visitando amistades que Elizabeth no conocía, aunque sospechaba que no eran recomendables, a juzgar por el estado en que regresaba, tarde por las noches. La muchacha temía que contrajese la enfermedad al exponerse de ese modo, si bien estaba más allá de sus fuerzas controlarlo. Roland se había convertido en una especie de paria que deambulaba sin hacer nada constructivo y sin molestarse en facilitar las cosas a su prima.

En cuanto a la enferma, había recuperado la conciencia y, al salir de su delirio y comprobar que era su sobrina la que la cuidaba, cayó en una devoción hacia Elizabeth que resultaba agobiante. A todas horas la llamaba, exigía saber en qué habitación pasaba la noche por si la necesitaba y no dejaba de atosigarla con preguntas sobre los demás miembros de la casa y de la vecindad: dónde se hallaba Freddie, por qué no la visitaba, que si la engañaban y se encontraba enfermo también, que Lydia no venía nunca, y el pobre Rolandito, tan solo debía sentirse... ¿Y dónde estaban sus amigas, las que se reunían a tomar el té con ella cada dos tardes? ¿Acaso tenían la fiebre también? ¿Y cómo Elizabeth no había mandado llamar al sacerdote? ¿Y si moría?

Una tarde, exhausta, decidió salir para distraer la vista de aquellas paredes que ya le resultaban odiosas. Se detuvo frente al espejo del ropero de su cuarto y la asustó verse tan pálida. Sin gozar del sol, sin poder comer con regularidad ni dormir lo suficiente, parecía un espectro reflejado en la luna en lugar de ella misma. Se pellizcó las mejillas para darles color y buscó las pinzas para dar forma a su cabello. Deseó tener en ese momento los odiados rizos de antaño, pues su cabello rojizo se veía deslucido. Lo recogió en un grueso rodete sobre la coronilla y lo sujetó con dos horquillas de carey. Ya vería qué hacer con él más tarde. Por fortuna, conservaba sus aceites y sus perfumes, aunque no había tenido tiempo de pensar en ellos desde hacía mucho. Mientras ajustaba el corpiño de su vestido violeta, sintió una punzada de dolor en el costado que le quitó la respiración. Asustada, se dejó caer sobre la cama y respiró hasta aliviarse. Aflojó un poco los cordoncillos y comprobó que estaba mejor. Para reanimarse, recurrió a su loción de lilas y hasta se permitió la frivolidad de colocarse unos pendientes de perla, regalo de su madre. Antes de salir, se contempló de nuevo en el espejo del recibidor, que le devolvió una imagen algo más decente que la anterior.

—¿Sales, sobrina? —dijo el tío Fred, asomando la nariz por la puerta del estudio.

—Sólo un momento, tío, aprovechando que la tía Florence duerme. Ya le indiqué a Micaela que la atienda si llama. Creo que se ha puesto algo melindrosa con la enfermedad.

Fred Dickson sacudió la cabeza como si le estuviesen dando una mala noticia y volvió a su refugio sin decir nada más.

Las calles no estaban más animadas que antes, aunque sólo con ver el cielo Elizabeth se sintió entusiasmada y por primera vez tuvo conciencia del estado a que se hallaba reducida en la casa de sus tíos. Se preguntó si no habría hecho mejor en partir con Julián y su madre. Sabía de ellos por la correspondencia que mantenían, lo único que le conservaba la cordura.

Mientras caminaba con lentitud, saboreando el placer de sentir los adoquines bajo sus pies, pensaba en las cartas de Julián. Todas tenían una posdata parecida: "No dejes de avisarme cualquier cosa que suceda", o "no olvides que correré a visitarte si te sientes mal". A veces la recomendación tomaba la forma de una orden: "Cuida de ti como si estuvieses enferma o te las verás conmigo". Aquellas indicaciones no tenían mucho sentido. Julián sabía que ella no contraería la fiebre de modo que, si temía que se sintiera mal, debía ser a causa de otra cosa.

Un chispazo de comprensión le demudó la expresión. ¡Julián sospechaba que ella podía estar encinta! No podía entenderse de otro modo tanta solicitud. ¿El propio Santos se lo habría comentado? La vergüenza la inundó al pensar que ambos hombres habían hablado de la posibilidad de que estuviese "en apuros". ¡A esas indecencias se veía reducida una muchacha que no se dejaba respetar! Si era sincera con ella misma, la posibilidad no era descabellada y debía reconocer que ocupaba un lugar en el fondo de su mente, aunque los acontecimientos de los últimos días no le permitieron pensar en ello.

Apuró el paso de manera inconsciente, queriendo huir de esa idea perturbadora, y no reparó en un carro desvencijado que doblaba a gran velocidad. El conductor lanzó epítetos groseros al ver que la joven se interponía en su camino. Elizabeth se hizo a un lado con rapidez, no sin que el barro salpicara antes el ruedo de su vestido.

—¡Qué bruto! —exclamó, y al levantar la vista descubrió que el carro llevaba varios ataúdes apilados y que el movimiento brusco había abierto la tapa de uno de ellos.

Horrorizada, se apretó contra la pared y se tapó los ojos con ambas manos, sin cuidarse de lo que pudiera pasarle. Era demasiado el espanto que le tocaba vivir en esos días, no podía soportarlo, no podía...

—Señorita, ¿está bien?

La voz, suave como un pétalo, se deslizó en su oído inspirándole un sosiego que hacía tiempo no sentía. Entre los dedos, atisbo un rostro angelical. Considerando la dulzura de aquella voz y el efecto que le produjo, creyó por un momento que se hallaba ante una presencia celestial, envuelta en un ropaje blanco.

—¿Se lastimó? —volvió a hablar el ángel.

Elizabeth se repuso al comprobar que, si bien los rasgos eran angelicales, el tacto de aquella figura era bien terrenal, pues la sujetaba del brazo con firmeza.

—No, no lo creo —respondió, más calmada.

La presencia volvió a sonreír, mostrando unos dientes parejos y delicados.

—Temí que ese carro la hubiese golpeado, como se echó usted hacia atrás...

Recién entonces Elizabeth prestó atención a un detalle que se le había pasado por alto: ¡la figura llevaba toca de novicia! El ángel salvador era una Hermana de alguna congregación. Y no era blanco el vestido como le pareció al principio, sino celeste, apenas más claro que sus ojos. Sólo la toca era de un blanco purísimo y formaba una especie de halo alrededor del rostro, la causa de que Elizabeth pensara en ella como una aparición.

—Iba distraída. Y ese carro... —Elizabeth sintió un escalofrío al recordar lo que llevaba el carretero en su vehículo.

La novicia miró hacia donde el carro había desaparecido y asintió, comprensiva.

—Venga, sentémonos —la animó.

Elizabeth la creyó loca, pues se hallaban en plena epidemia y nadie se entretenía en la vereda. La joven la condujo por una calle lateral embarrada hasta una vivienda sin ventanas, con un portal de gran tamaño, del estilo de las antiguas capillas españolas. Con una fuerza que desmentía su aspecto frágil, la novicia empujó una de las alas de la puerta y la hizo entrar a una habitación en penumbras en la que Elizabeth distinguió la luz titilante de unas velas. Al fondo se levantaba un altar pequeño, cubierto de flores blancas entre las que sobresalía una preciosa imagen de la Virgen esmaltada sobre fondo de oro. Era un cuadro al uso de las imágenes bizantinas y representaba a la Virgen Niña en una actitud de recogimiento conmovedora. La novicia caminó hasta una pila de mármol en la que hundió los dedos y se persignó, para después arrodillarse y musitar una plegaria. Elizabeth la imitó y, al inclinar la cabeza, observó que el suelo era de ladrillo cocido a mano y que no había bancos de misa sino cinco o seis sillas dispuestas en semicírculo. Lo poco que se apreciaba en la penumbra reflejaba sencillez espartana: un manto con flecos sobre el altar y un cuenco de porcelana con velas encendidas. Las paredes lisas, sin adornos ni imágenes, reflejaban la luz de las velas como figuras danzantes.

La extraña novicia indicó a Elizabeth dónde sentarse y después lo hizo a su lado, encendiendo un cirio que agregó al cuenco.

—Se necesita un respiro en medio de tanto sufrimiento, ¿no es cierto?

Elizabeth la observó con atención. Era más joven de lo que podía esperarse y más bonita. La esbeltez que se adivinaba bajo los hábitos y el cabello dorado que la toca no ocultaba del todo harían de la joven una belleza de las más renombradas. Sintió, a su pesar, una punzada de envidia. Elizabeth no se consideraba atractiva. Se veía demasiado bajita, voluptuosa, con un cabello rebelde y esas pecas... Odiaba sus pecas, que la hacían parecer una mocosa con trenzas. Se preguntaba si así la habría visto el señor Santos, pese a su seducción. La idea de que aquel hombre que llenaba todas sus horas con su recuerdo la viese como una chiquilla a la que podía manipular a su antojo le encendió las mejillas.

—Ah, ya veo que se siente mejor —comentó la novicia—. Allá afuera estaba muy pálida, parecía enferma.

—¿Y no teme usted contagiarse?

La joven descartó esa posibilidad con un gesto.

—La Virgen me protegerá, si es su voluntad que enferme. Me debo a ella. Soy una Hermana de la caridad, de las que llegaron al puerto de Buenos Aires hace poco.

Elizabeth había oído mencionar, entre tantas noticias que circulaban de boca en boca por esos días, que el gobierno había autorizado el desembarco de un grupo de religiosas acostumbradas a cuidar a los enfermos. Las llamaban "las monjitas", pero no sabía quiénes eran ni de dónde venían. Ahora tenía a una de ellas ante sí.

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