Julián guiñó un ojo a Elizabeth con picardía y extendió los brazos, ampliando la invitación a la negra Lucía, que se abanicaba algo confusa, por no saber qué lugar ocuparía ella en esa situación. Al ver que el mocito elegante las invitaba a ambas, se acomodó el chal, orgullosa, y pensó para sus adentros que, de ser aquel joven un miembro de la sociedad, ya le estaría echando el ojo para "Miselizabét".
El interior de la casa era fresco y acogedor. El piso embaldosado brillaba a fuerza de querosén y las paredes blanqueadas lucían enormes cuadros de animales pintados al óleo. Elizabeth observó que habían destinado el lugar de privilegio sobre la chimenea a un enorme toro negro que levantaba la testuz desafiante en medio de un prado.
—Ese es Caupolicán —explicó Julián, adivinando el pensamiento de aquella muchacha—. Nuestro mejor semental. Perdón —agregó, ruborizándose—. Estamos acostumbrados a hablar con libertad aquí en el campo. Como somos todos hombres, usted sabe...
Elizabeth mantuvo una expresión neutra mientras observaba el cuadro.
—Es un animal imponente. ¿Está muerto?
—¡Oh, no! Lo hemos hecho pintar para que, cuando lo esté, lo recordemos siempre. Acostumbramos a inmortalizar a algún animal del rodeo, sobre todo si nos ha hecho ganar buen dinero con sus servicios. Otros hacen pintar a sus caballos o a sus perros. Los ingleses aman eso, ¿verdad?
Elizabeth notó que el joven hablaba con desenvoltura de las costumbres de sus patrones. Sin duda, debían delegar en él con frecuencia el manejo de la hacienda.
—Supongo que sí. En mi familia la sangre es irlandesa, así que es más probable que pueda hablarle de las ovejas o de las hadas.
La sonrisa de Elizabeth cautivó a Julián. Justo cuando iba a preguntarle por su apellido irlandés, la casera entró con una bandeja repleta de exquisiteces y una gran tetera. La mujer hizo alarde de su habilidad para acomodar todo en una mesita china que arrastró hacia el centro del cuarto.
—Servido el té como a usted le gusta, señor. Traje café también, por si a las damas les apetece. Y las galletas acaban de salir del horno. Que lo disfruten.
—Gracias, Chela. Aunque el único bárbaro que toma café aquí es mi padre.
Julián las invitó con un ademán a ocupar los sillones junto a la chimenea. El propio joven sirvió con destreza el té y ofreció las galletas de avena, que tanto Elizabeth como Lucía apreciaron encantadas. Se apoltronó con aire satisfecho en un sillón y, mientras revolvía el azúcar, se dispuso a conversar con aquellas damas que, de manera insólita, se habían presentado en su puerta.
—Así que ustedes han venido a solicitar a mi padre.
Elizabeth se atragantó con el sorbo de té.
—¿Su padre?
Julián alzó las cejas, fingiendo asombro.
—¿No deseaban ver al patrón de El Duraznillo?
—Oh...
Lucía comenzó a abanicarse con ahínco. ¡Ya le parecía que un señorito así, tan fino, no podía ser otro que el mismísimo heredero! Bueno, a lo mejor, se le cumplía el deseo y "Miselizabét" lo atrapaba. El joven era uno de los "gavilanes" de los que ella hablaba, peligrosos cuando las muchachitas estaban solas, pero inofensivos y muy adecuados cuando había alguien haciendo de chaperona.
—Yo creía que... perdón, señor Zaldívar. En mi ignorancia, creí que era usted un encargado del lugar o un empleado de confianza.
Julián soltó una risa franca ante la turbación de Elizabeth.
—Es por mi facha, señorita. Cuando trabajo en el campo uso la misma ropa de los peones, más o menos, porque no me sentiría cómodo con cuello y camisa. Espero no haberla defraudado.
—Oh, no, por supuesto que no, todo lo contrario. Me será más fácil comunicarle mi propósito al venir aquí.
Elizabeth depositó el platillo con su taza sobre la mesita y cruzó las manos sobre el regazo, antes de empezar a explicar el motivo de su visita. Las primeras palabras que pronunció pasaron desapercibidas para Julián, que sólo escuchaba la voz de la joven con su seductor acento extranjero. A medida que fueron penetrando en su mente prestó más atención.
—¿Dice usted que vino aquí a dirigir una escuela que no existe?
—En realidad, no se me explicó qué edificio me aguardaba. Dictar las clases en la parroquia no me molesta, aunque preferiría tener un lugar propio para disponer a mi gusto, ya que no quiero importunar más al pobre Padre. Además, los alumnos necesitan conocer una verdadera escuela donde se pueda izar la bandera, pegar láminas en las paredes y guardar útiles en un armario. Todo eso forma parte de la enseñanza.
Julián continuó revolviendo el té con aire pensativo.
—Es extraño que no estuviese la escuela para recibirla. Por lo que sé, hay ya algunas construidas, aguardando al personal idóneo para funcionar. No entiendo cómo no hay siquiera un galpón destinado a su escuela. ¿Quiénes la escoltaron hasta aquí?
—Aparte de Eusebio, que me esperaba en la estación de Chascomús, se presentaron unos guardias que habían perdido el rumbo y nos encontraron en... ¿Cómo se llamaba el lugar, Lucía?
—Dolores —respondió de inmediato la negra, frunciendo la nariz al recordar la pulpería donde habían debido guarecerse en el camino.
Elizabeth también se sintió afectada con el recuerdo, tan ligado al ataque sufrido y a su salvador, el insoportable señor Santos. Julián captó la incomodidad de las señoras. Sabía que los viajes en diligencia a través de la pampa eran una tortura para las damas. Mientras no estuviesen tendidas todas las líneas del ferrocarril, otro anhelo del Presidente, seguirían a los tumbos las carretas y las galeras surcando las huellas de la tierra reseca.
—Ya veo. Un viaje difícil. Al menos, encontraron la hospitalidad de los Miranda, una gente muy querida por mi padre.
—¿Los conoce?
—¡Claro! Han sido puesteros de la estancia durante años. Ahora los liberamos, porque se han hecho mayores y les cuesta el trabajo duro, pero mi padre y yo los apreciamos mucho y no quisimos que se alejaran de nuestras tierras. Es más, les cedimos un terreno dentro de los límites de El Duraznillo, pero se halla cerca de la sierra y allí el aire es más frío que en la zona de la laguna. Zoraida prefirió un lugar más bajo, así que los dejamos partir con gran pena. ¿No lo sabían?
—Nos contaron que habían trabajado con un patrón muy bueno, no sabíamos que fuese su padre —repuso Elizabeth, conmovida.
—No hemos sido los únicos patrones. Seguro que les hablaron de Mister Lynch, un inglés aventurero que se puso a criar ovejas en medio de la pampa, hasta que arruinó las praderas y tuvo que trasladarse a otras tierras que adquirió, más al sur. Tengo entendido que le va bastante bien en la región del río Colorado, aunque los indios lo tienen a maltraer.
—¿Hay peligro con los indios en esa zona? —inquirió Elizabeth con aprensión.
El tema de los indios y los mentados "malones" no terminaba de convencerla. Julián dejó su taza y se inclinó hacia delante, como para exponer un tema delicado.
—El peligro no ha pasado, pese a que muchas tribus han sido corridas de los lugares poblados. A diferencia del gaucho, que se defiende solo contra la autoridad, como puede, el indio se agrupa para resistir. Se teme que estén organizando una resistencia mayor que las conocidas hasta ahora, porque en los fortines se ha dado aviso de desplazamientos sospechosos. Tengo amigos militares que me han confesado esos temores.
—¿Y no se puede tratar con ellos? En mi país, los cuáqueros han demostrado tener condiciones para convivir con los nativos. Claro que siempre hay tribus más feroces que no quieren dejar sus tierras. Le confieso, señor Zaldívar, no estoy del todo segura de que debamos quitárselas. Después de todo, ellos vivían aquí antes que nosotros.
Julián contempló el rostro femenino de grandes ojos y labios carnosos y pensó que aquella mujercita curvilínea debería estar sentada en una sala de costura, rodeada de hijos y con un marido atento y cariñoso que le brindara el bienestar que se merecía, en lugar de enseñar a unos niños perdidos en medio del campo, en momentos difíciles para la seguridad de las personas. Una oleada de ternura lo invadió y dejó que su mirada reflejase con claridad su pensamiento. El carraspeo de Lucía lo volvió a la realidad.
"Un gavilán y de los bravos", pensó la negra.
—Señorita O'Connor, éste es un tema donde resulta difícil separar a los buenos de los malos. El avance civilizador es inevitable y eso nunca se consigue sin el sacrificio de alguien. Si tiene alguna experiencia con los indios de su país, comprenderá lo que le digo. Desde que los españoles descubrieron este continente, la historia de América cambió para siempre. Tal vez ésta sea la oportunidad para organizar el futuro de la Argentina. Si el gobierno mandó traer maestros para dirigir escuelas es porque está pensando en cambios importantes. Tiempo atrás, esto era un caldero hirviente, peleando todos contra todos: Buenos Aires contra las provincias, unas provincias contra otras, blancos contra indios y también los indios junto con los blancos. Era imposible definir de qué lado se encontraban las lealtades, porque cambiaban de continuo. Hemos avanzado mucho, aunque todo está por hacerse. El indio no se adapta al cambio. Quiere su tierra del modo que la tenía antes, para recorrerla de lado a lado, y no admite que se instalen pobladores en ella. En cuanto a los pactos que usted dice —suspiró Julián—, a menudo se convierten en letra muerta, pues obedecen a las conveniencias del momento. Tanto indios como blancos los rompen cuando quieren y eso minó la confianza que podía tenerse en ellos.
Elizabeth escuchaba con atención, pues la historia le sonaba familiar. En Norteamérica se vivían las mismas crueles alternativas. Y los indios llevaban las de perder, al igual que allí.
—Tengo algunos alumnos indios, señor Zaldívar. Son afectuosos y desean aprender, aunque me temo que los padres no están muy de acuerdo con enviarlos a la escuela. De todos modos, hago algunos progresos. Viendo esto, se me hace difícil pensar en ellos como gente malvada o asesina.
—Sus alumnos y sus familias tal vez ya no lo sean. Si mandan a sus hijos a una escuela, a regañadientes o no, de seguro conviven con los pobladores. Los galeses del sur han tenido éxito en sus relaciones con los indios, pese a que se trata de tribus feroces, ya ve usted, todo es posible. Sin embargo, no se confíe. Hay caciques mansos que llevan años de convivencia con las autoridades, y también rebeldes que no vacilan en saquear poblaciones si ven la oportunidad. Se llevan animales, objetos de valor y... también mujeres.
Un estremecimiento recorrió la espalda de la negra Lucía. Ella conocía casos de cautivas, mujeres que jamás aparecían o que, si eran recuperadas, perdían la cordura o bien eran tratadas con suspicacia por sus propios familiares. Muchas historias se hilaban sobre el trato dispensado a las cautivas en las tolderías. Con frecuencia los caciques las reclamaban como esposas y las hacían concebir hijos propios. Así, muchos capitanejos eran en realidad mestizos, incluso bautizados a pedido de la madre, curioso caso de mezcla de valores y de sangre.
Elizabeth se mostró preocupada.
—Espero que nuestra zona no sea codiciada por esos rebeldes que usted dice, señor Zaldívar. En el tiempo que llevo aquí nada grave ha sucedido, salvo... —y aquí se detuvo, indecisa.
—¿Salvo...? —la instó Julián, intrigado, y Lucía también la observó con interés.
—Oh, nada serio, me preguntaba si el hombre que vive solo junto a la laguna, al lado del mar, será uno de esos salvajes.
—¿Un hombre? ¿En la laguna? —la voz de Julián sonaba ansiosa.
—Se trata de un tal Santos. Al menos, es el nombre que dio. Lo conocimos durante nuestro viaje a través de la pampa y debo decir que se mostró muy cortés, aunque no le gustó que invadiésemos su territorio con los niños el día que fuimos de excursión.
Lucía clavaba sus negros ojos en "Miselizabét" sin poder dar crédito a lo que oía. ¿El fulano aquel vivía en la laguna? ¿Y la niña lo había visto? Julián Zaldívar, por su parte, adoptó un aire concentrado, como si estuviese decidiendo algo.
—Así que vive un hombre en la laguna. Y dice usted que no es nada amistoso.
—Creo que el pobre hombre debe estar medio loco, porque se enfureció cuando vio a los niños. Sin embargo, cuando me caí del caballo...
—¿Se cayó usted del caballo?
No podría haberse dicho quién de los dos estaba más conmocionado, si Julián o Lucía, pues ambos saltaron sobre sus asientos al escuchar el relato de la joven. Lucía pensó que "Miselizabét" debía llevar una doble vida, pues cada tarde, cuando regresaba de la escuelita, parecía una dulce maestra agotada después de una jornada de trabajo. Jamás creyó que tuviese encuentros peligrosos ni que cabalgase hasta la laguna. En cuanto a Julián, mil pensamientos giraban en su cabeza, a cuál más alocado. ¿Francisco se había enfrentado a esa criatura adorable? ¿La había hecho caer de un caballo? ¿Y se inventó una personalidad secreta? No podía aguardar a que llegara la noche para hacerle una visita y averiguar qué estaba sucediendo allí.
—Nada serio, de verdad —aclaró Elizabeth, arrepentida de haber soltado prenda—. Sólo quise cabalgar en los médanos y no me di cuenta de lo difícil que es dominar al caballo en ese sitio. Una imprudencia de mi parte.
No quería entrar en detalles porque habría debido contar también la presencia de Jim Morris y su caballo moteado, y la pelea entre ambos hombres, todo lo cual habría desencadenado un soponcio en la negra Lucía y quién sabe qué conclusiones en el señor Zaldívar. Y ella debía cuidar su reputación como maestra.
—Santo Dios —murmuró Lucía hipnotizada, mientras miraba a la joven.
—Le diré qué haremos, señorita O'Connor —dijo de pronto Julián—. Para su tranquilidad, iré hasta la zona donde usted dice que vive ese señor Santos, ya que su tierra está bastante cerca de las mías, y averiguaré qué se trae entre manos. Si veo que es una persona decente, se lo haré saber para que en adelante no tenga temor de llevar hasta allí a los niños.
—Ni falta que hace que los lleve de nuevo —terció Lucía, ofuscada.
Elizabeth suspiró. Había actuado de manera impulsiva, como le sucedía cuando se sentía en confianza, no podía culpar al señor Zaldívar de su preocupación, ni tampoco quería causar problemas a Santos, por odioso que fuera. Después de todo, el hombre vivía allí.
—Por favor, le ruego que no se tome esa molestia por mí. Es evidente que ese hombre busca la soledad y no debo profanar su santuario. Me he dado cuenta de que no debí llevar a los niños hasta allí, pese a que me lo advirtió la primera vez.