Compartiendo el mismo banco de madera, se hallaba "el Morito", un muchachito al que todos llamaban así por no estar bautizado. Elizabeth dudaba de que los demás lo estuviesen y, sin embargo, le endilgaban el mote al Morito. El chico era larguirucho, moreno y muy vivaz, el que más rápido aprendía, sobre todo los números. Respondía el primero, lo que irritaba a Luis, que quería impresionar a la maestra y no lo conseguía.
Un mocito serio levantó la mano como Elizabeth les había enseñado, pidiendo permiso para hablar.
—A ver, Remigio, dinos qué ves aquí.
—Parecen gaviotines, Misely.
—¡Quiá! —gritó Luis de nuevo, socarrón—. ¡Parecen chicharrones, eso parecen!
Las carcajadas amedrentaron a la autora del dibujo y enfurecieron a Remigio, que se sintió burlado. Elizabeth se apresuró a calmar los ánimos.
—¿Los vimos el otro día en la laguna?
Los chicos se tornaron silenciosos. En el recuerdo de aquella excursión había puntos oscuros que parecían no agradar a la maestra. No esperaban que ella misma sacase el tema.
—¿Qué dibujaste, Marina? ¿Gaviotines o biguás?
—"Biguá", no biguás —corrigió Marina.
—Marina, no debes corregir a tus mayores —la reprendió Elizabeth—. No es correcto hacerlo enfrente de todos. Si digo algo mal, debes explicármelo en privado, sólo a mí.
—¡Qué zonza! —exclamó Luis.
—Luis, lo mismo vale para ti. No debes decir en voz alta lo que piensas de otros, a menos que sea un elogio.
Elizabeth suspiró. Esa mañana había empezado torcida. Soplaba un viento del norte que la hacía transpirar bajo la ropa y su cabello lucía horrible, le dolía la cabeza, pues había recibido la visita mensual de las mujeres, y Eliseo no había vuelto a clase desde el día de la excursión, cosa que la preocupaba. El otro niño que faltaba era el mellizo de Marina, el pequeño Mario. El niñito era enfermizo y casi nunca asistía. Si no tenía erupciones en la piel, padecía inflamación en los pulmones o le goteaba la nariz. A Elizabeth le dolía ver llegar a la hermanita sola en el carro de Eusebio, cada mañana. El niño se atrasaba mucho pues, aunque ella le explicaba los ejercicios las pocas veces que concurría, nunca estaba en condiciones de atender demasiado la clase. Los ojitos oscuros se le cerraban de cansancio. Elizabeth sospechaba que el niño era castigado con frecuencia. Su padre, que vivía como puestero al igual que Eusebio, empinaba el codo más de la cuenta y ese estado de embriaguez lo impulsaba a abusar de sus hijos. Quizá descargaba su furia en el niño porque lo fastidiaba verlo enfermo tanto tiempo. La madre, una mujer escuálida, no parecía reaccionar ante los insultos y golpes del esposo. Elizabeth deseaba entrevistarse con ellos, aunque postergaba el encuentro por temor a que retirasen también a la niña de la escuela. Cada alumno de esa clase era como una piedra preciosa que esperaba ser pulida, todos tenían cualidades y merecían descubrirlas.
—Si nadie me dice lo que ve en este dibujo, lo diré yo misma. Los niños rodearon la mesa, interesados, y Elizabeth fingió pensar antes de dar su opinión:
—Estoy viendo una gran laguna que el viento mece formando ondas. Aquí, volando sobre las aguas verdes, veo un flamenco rosado. Más allá, veo un... biguá, ¿no? —Marina soltó una risita al ver confirmado su dibujo—. Y justo aquí, donde empieza el médano, veo... veo...
—¡Un gaviotín! —insistió Remigio.
—Sí, y algo más. Este redondel más pequeño... ¿qué era lo que don Eusebio nos preguntó el otro día? ¿Si habíamos visto qué?
—¡Cangrejos! —estalló Luis, muy excitado.
—Eso mismo. Aquí hay un cangrejo muy orondo, caminando hacia el mar.
—Nooo, Misely, los cangrejos están en la laguna. Si mete un dedo, se lo muerden. ¿Por qué no vamos de nuevo y le muestro? Yo sé pescarlos con una rama, un piolín y una piedra. ¡Se prenden de a dos y de a tres!
Los chicos, entusiasmados, comenzaron a aclamar la buena idea de Luis. Elizabeth se sintió agobiada. El hombre solitario le había dejado en claro que no era bienvenida, a pesar de que en un momento dado se mostró amistoso y accedió a acompañarlos. Quizá no estuviese muy cuerdo y cambiaba de parecer a cada rato. Sin embargo, lo recordaba muy centrado durante el viaje a través de la pampa. Y la había defendido del borracho en la pulpería. Elizabeth frunció el ceño. Ese misterio le intrigaba más de lo que hubiese querido admitir. Sólo de pensar en su torso desnudo y su cabello al viento sentía un hormigueo en la boca del estómago. ¡Qué estupidez! Era un paisano sin educación que no sabía tratar a las mujeres. Sin atender al bullicio de los niños, dejó vagar su mente hacia el rostro y la figura de aquel hombre. Delineó cada rasgo en su imaginación y, de repente, un fogonazo de comprensión le demudó el rostro: ¡los ojos! Esos ojos dorados, ella los había visto mucho antes de encontrar a Santos en el camino, fue una tarde en Buenos Aires, cuando aquel caballero se había lanzado a la calle sin mirar el carruaje que venía. ¿Cómo no se había dado cuenta? ¡Qué tonta había sido! Se trataba del mismo hombre. Era, pues, un joven de buena familia, como lo evidenciaba la ropa que llevaba y el hecho de que salía de una casa de alcurnia. Estaba claro que frecuentaba la sociedad porteña. ¿Qué hacía en la laguna, viviendo como un ermitaño, cuidando de la casa de otro? Algo no encajaba en esa situación. Quizá sería buena idea la excusa de pescar cangrejos para hacerle otra visita.
Elizabeth sonrió. Otro día de paseo no le haría mal a ninguno. Y si Santos se proclamaba dueño de esas tierras, ella solicitaría del Presidente un permiso para visitarlas, siempre cumpliendo con su programa educativo, por supuesto.
Amaneció límpido y fresco, un día perfecto para la caminata que tenía planeada. Elizabeth se lavó en la pileta del patio, mojó sus rizos con agua de lilas y los escondió bajo su toquilla. Por si el viento marino soplaba con fuerza, se echó un chal negro sobre los hombros, anudándolo a la manera española. Lo había visto en las mujeres del lugar y le parecía práctico. Se calzó sus botines acordonados, que ya reclamaban algo de lustre. Tendría que usar un poco de la cera que Eusebio aplicaba a las monturas de cuero. Buscó sus guantes y su bolsito, prendas que jamás dejaba de usar ni aun viviendo en el desierto, y revisó el contenido de su portafolio para asegurarse de que había hojas y lápices para todos los niños. Dejó sobre la mesa el libro que había mostrado a Zoraida el día anterior, contando con la curiosidad de la mujer para que indagara sobre las historias que vería dibujadas. Era una estrategia que utilizaba también con los niños: en lugar de insistirles, les dejaba a la vista cosas que llamaran su atención.
—Zoraida, ya me voy —anunció, asomándose al patio de tierra donde se alzaba el horno de barro, redondo como nido de hornero. La mujer se encontraba retirando las últimas hogazas.
—Lleve éstas, señorita, las reservé para los niños. ¡Quién sabe si comen algo esos pobrecitos al amanecer!
Zoraida envolvió los panes en una cesta y la colocó en el carro de Eusebio, que aguardaba paciente el momento de partir.
—Vamos ya, Eusebio, o llegarán los niños antes que yo.
El hombre chasqueó la lengua y los bueyes echaron a anclar sin apuro. Durante el trayecto, el día luminoso y el aroma de los panes tibios la inundaron de entusiasmo. Los recelos de la noche anterior habían desaparecido, sólo contaba la jornada de trabajo y, aunque no quería reconocerlo, gran parte de su alegría se derivaba de la excursión que tenía planeada a la laguna.
—Humm...
—¿Qué ocurre, Eusebio?
La carreta se bamboleaba al rozar las zanjas que el arenal iba formando al capricho del viento. A lo lejos, la Grande era un resplandor platinado por el sol, denunciado por bandadas de gaviotas chillonas que giraban en círculos. Elizabeth alzó su cara. El invierno allí era menos riguroso que en su Massachusetts y la joven estaba acostumbrándose al calor del mediodía, que en la tarde cedía ante el avance de las sombras. "Bonito clima", pensó satisfecha.
Eusebio continuaba mascullando en medio de la polvareda que levantaba el carro.
—Intrusos —anunció.
Elizabeth de repente se sintió desasosegada y miró a su alrededor. El panorama era el mismo de siempre: el desierto, matizado por arbustos achaparrados y algunos árboles retorcidos que ella había oído llamar "caldenes" y que parecían reclamar agua al cielo con sus ramas sarmentosas. Eran árboles resistentes que alimentaban al ganado, solventando la escasez de la región. Elizabeth disfrutaba de la vista de sus espigas anaranjadas, encendidas como vainas de fuego al atardecer.
Sólo veía la capillita, que desde lejos parecía un terrón de azúcar, y el cielo sin nubes, preludiando un día glorioso. Eusebio, en cambio, veía otros signos.
—Fuego —dijo, señalando un montículo de ceniza.
Había que gozar de muy buena vista para identificar ese montoncito en medio de la arena mezclada con "uña de gato", la plantita carnosa de la costa marítima. Elizabeth se inclinó sobre el costado de la carreta y trató de ver lo que el hombre estaba tan seguro de haber encontrado.
—¿Será algún indio, Eusebio?
—Tal vez —contestó el hombre con su modo escueto.
Elizabeth descendió de un salto, tomó la canasta de panes y su portafolio y gritó sobre el hombro, antes de desaparecer tras la pared del huerto:
—Vuelva a las cinco, por favor, que hoy tendremos merienda campestre.
Eusebio masculló su disgusto ante las idas y venidas de la maestra. Bastante tenía él con sus viajes al pueblo. La maestra era una muchacha amable y su Zoraida se veía más contenta que nunca al tener "gente fina" para conversar, la cosa era aguantar también a Ña Lucía, que no se quedaba callada y se metía en todo. "Caray con esta gente", pensó, "no tienen suficientes problemas y vienen a buscarse más a estos pagos".
Volvió por donde había venido para revisar las huellas. Estaba seguro de que alguien había dormido a la intemperie y, a juzgar por la disposición de los restos del fuego, no era de por allí.
El Padre Miguel manejaba la azada en el huerto cuando vio a la maestra doblando la esquina. Se quitó el sombrero de paja que usaba en sus faenas al aire libre, pues su cabeza tonsurada no soportaba muchas horas al sol, y soltó la sotana, que llevaba arremangada hasta las rodillas para estar cómodo. ¡Qué chiquilla esa, gastando su juventud entre la gente miserable! Si bien los niños no eran salvajes, tampoco se comportaban de manera civilizada. Ninguno pisaba su capilla, a pesar de que él los visitaba cada semana y les pintaba las torturas del infierno si no se acercaban a Dios, Esa actitud recalcitrante lo hacía parecer mayor de lo que era. Había sido enviado a San Nicolás para ejercer su ministerio y, por cuestiones de jerarquía, quedó sepultado en ese lugar perdido donde él sabía que no salvaría a nadie, pues estaban todos condenados de antemano. La llegada de Elizabeth O'Connor era un soplo de frescura y pese a que él le discutía la necesidad de enseñar a unos pocos desahuciados, en el fondo admiraba el tesón de la joven y deseaba que permaneciera en la Grande. Su compañía lo reconfortaba. Al menos, no habían enviado a una maestra protestante, como en otros lugares. Con una irlandesa católica, por desafiante y moderna que fuese, podía arreglárselas.
—Buenos días, Padre. ¿Le apetece un panecillo caliente?
El cura se limpió la frente con la manga antes de acercarse.
—Claro que sí. El pan es de Dios y no se rechaza nunca.
Elizabeth sonrió con picardía.
—Sobre todo a la mañana temprano, cuando se ara la tierra, ¿no?
—Niña, no empiece a discutirlo todo. A ver qué ha hecho la señora hoy.
—Pancitos para los niños. Hay de sobra. Sírvase dos, Padre.
El cura tomó los crujientes panes y aspiró con fruición antes de hincar el diente en el primero. Detrás de él, una doble hilera de surcos mostraba las entrañas oscuras de la tierra.
—¿Qué está plantando?
Con la boca llena, el Padre Miguel respondió:
—Ajíes.
Elizabeth admiró el pequeño huerto de la capilla. Hierbas aromáticas, coles, calabazas, papas y hasta limones y quinotos crecían junto a la pared, formando un cerco. Elizabeth sabía que el cura preparaba sus sopas y sus guisos con verduras de la huerta y que los niños de alrededor nunca echaban en falta una buena comida al menos una vez al día. Sólo por eso, tenía toda su gratitud.
—Hoy iremos a la laguna de nuevo. ¿Podremos llevar algo para merendar?
El cura tragó su último bocado y carraspeó.
—Es un largo viaje. ¿Para qué hacerlo de nuevo?
—Me gusta que los niños se mantengan entretenidos. Si les enseño a escribir lo que ven, tendré más éxito que obligándolos a copiar las frases de mis libros. De todos modos tendrán que copiarlas, pero estarán más entusiasmados. ¿Ha venido alguno ya? —preguntó ansiosa.
—Pues sí, los de siempre.
—Oh... Pensé que hoy contaría con la presencia de todos.
—Espera mucho de esta gente, señorita O'Connor. La prevengo una vez más: puede hacer cuanto esté a su alcance, que el día que se vaya, estos salvajes volverán a descarriarse. No hay nada aquí que los mantenga civilizados.
—Eso lo dirá el tiempo, Padre. Yo me conformo con avanzar pasito a paso. Claro que si vinieran todos juntos alguna vez...
—Dios nos pone a prueba en lo que más nos duele, para hacernos santos. Si fuera fácil su tarea, no tendría sentido que usted hubiese venido hasta aquí. Yo sólo quiero evitar que se ilusione.
"Como lo hice yo", le faltó decir, y Elizabeth percibió el desánimo en su voz.
—Es un día hermoso para pensamientos pesimistas, Padre. Como decía mi madre: "La luz de adelante es la que ilumina". Veamos lo que nos depara el día, que ya el mañana se arreglará sólito.
—Sabias palabras para una mujer tan joven. Vamos, entonces, a ver si los sabandijas están sentados como deben en la casa del Señor o desmadrados, como es costumbre en ellos.
Se encaminaron al saloncito donde funcionaba la "escuela de Misely", como le decían los habitantes de la zona. Elizabeth observó que faltaban Mario y Eliseo. Sintió sobre todo la ausencia de éste, porque temía que el muchachito hubiese decidido no volver más.
El salón parroquial poseía la sencillez de un convento: sus paredes de adobe y su piso de barro amasado se parecían a cualquier casa de los alrededores, pero el viguerío del techo estaba construido con madera de algarrobo y chañar, lo que daba una impresión de solidez ya no tan común. Sobre el blanco de los muros colgaba un crucifijo de madera esmaltada que el Padre Miguel había recibido de las misiones jesuíticas. Sobre los bancos de misa se hallaban encaramados los cinco niños: Marina, el Morito, Luis, Livia y Remigio, todos alborotando en torno a algo que Luis tenía entre manos. El chico esperaba a su maestra, sin duda deseando sorprenderla. Elizabeth se aproximó seguida de cerca por el sacerdote, que ya fruncía el ceño. Luis acunaba entre sus manos sucias un manojo de ramas que le llegaba a la barbilla.