La Maestra de la Laguna (22 page)

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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

BOOK: La Maestra de la Laguna
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—¡Mire, Misely, robó un nido! —exclamó Marina, con su entusiasmo habitual.

La palabra "robó" hirió los oídos de Elizabeth y transformó su incipiente sonrisa en un gesto adusto.

—¿Cómo es eso?

Luis mostró lo que había conseguido de camino a la escuela: un enorme nido de cotorras ¡con los huevitos adentro! El niño alzó su ofrenda, ansiando la aprobación.

—Lo he tomado para usted, Misely, yo sólito.

Elizabeth no tuvo corazón para reprenderlo y prefirió utilizar la situación como una enseñanza.

—Muy impresionante, Luis, lástima que tenga inquilinos ese nido.

Ninguno de los niños sabía el significado de la palabra, de modo que se mantuvieron expectantes. Ella prosiguió.

—Conservaré el nido como regalo cuando hayan nacido los polluelos. ¿Podrás devolverlo a su sitio, mientras?

Luis se mostró compungido.

—No, Misely, me costó mucho bajarlo. Lo boleé desde el suelo y me salió redondo el tiro. Para subirlo hay que trepar y está muy alto.

—Es uno de esos nidos que hacen las cotorras en lo alto —intervino el Padre Miguel—. Es un milagro que los huevos no se hayan roto.

Elizabeth contempló apenada los tres huevitos de color celeste moteado.

—Tu regalo es muy bonito, Luis, te lo agradezco. Me gustaría que lo pusieras en algún lugar donde la madre pueda encontrarlo y completar su tarea de empollar los huevitos. ¿No sería magnífico vigilar a los pichones mientras rompen el cascarón? Porque dudo que puedan sobrevivir sin el calor de la mamá.

Luis asintió, perplejo.

—No pensé que a la mamá le importase. Hay tantos árboles para poner huevos...

—Pero estos son únicos. Aunque pusiera otros, siempre habría perdido estos. Y yo no quiero que se pierda ni uno de estos pájaros, como tampoco quisiera perder a ninguno de ustedes en mi clase.

—¡Si son todos iguales! —protestó el Morito.

—Eso es lo que crees. En la naturaleza, cada madre identifica bien a su cría, salvo, tal vez... —dudó Elizabeth, dispuesta a no mentir a los niños ni siquiera a propósito de una lección.

—¿Cuándo no distinguen a su cachorro? —se interesó Livia. Rara vez intervenía en las discusiones, así que Elizabeth le dedicó especial atención.

—Bueno, yo he visto a las ovejas dudando al reconocer a sus corderitos, allá en mi tierra, sobre todo si pasaron por un arroyo y se lavaron el vellón.

—Mi padre tiene ovejas y son tontas —dijo Luis.

—Quizá no son tontas, es que saben que, tarde o temprano, sus hijos se separarán de ellas. La naturaleza las prepara para aceptar eso de buena gana, ¿no creen?

Los niños quedaron pensativos. Cada uno buscaba ejemplos de madres olvidadizas o indiferentes. Elizabeth rogaba para que las comparaciones no los condujesen a alguna conclusión sobre sus propias familias. Sabía tan poco sobre esos niños...

Luis entendió que su regalo no era bienvenido y quiso remediarlo.

—Yo podría subirlo si fuera alto, pero...

—Yo soy alto —intervino Remigio.

Elizabeth no permitiría que ninguno corriese peligro subiendo a un árbol, así que se volvió hacia el Padre Miguel en busca de una idea.

El sacerdote retrocedió, sintiéndose de golpe exigido a meterse en un terreno que no le era familiar.

—¿Podremos fabricar una horquilla, Padre?

—Bueno, si se busca la rama apropiada...

—¿Qué les parece, niños? ¿Quién busca la rama más larga para alcanzar la copa del árbol donde estaba el nido?

—¡Yo! ¡Yo! —dijeron varias voces exaltadas. Las clases se estaban poniendo lindas con Misely.

—¡Pronto, antes de que la mamá cotorra encuentre su árbol vacío!

Los chicos salieron disparados en todas direcciones, dejando a la maestra y al cura solos en el recinto que recuperó de pronto su severidad conventual.

—Se ha metido usted en un gran lío, Misely —dijo con sorna el cura.

—Y usted también, Padre, porque va a ayudarme.

Y Elizabeth salió detrás de sus alumnos con la misma celeridad, dejando al Padre Miguel boquiabierto ante su atrevimiento.

El árbol en cuestión era un tala de los que a veces crecen solos en medio de la llanura, lejos de su monte natural, por obra de las aves que comen su semilla y la desperdigan. Impresionante en su altura, el tala ostentaba pequeñas flores verdosas que se convertirían pronto en frutos amarillos. Hasta entonces, seguiría siendo un árbol espinoso y poco atractivo. Sin embargo, la vida que bullía en su interior lo volvía único. Cotorras, calandrias, patos barcinos y hasta mariposas azules demostraban la hospitalidad del viejo tala. Elizabeth contempló la algarabía que engalanaba la humilde copa. Se preguntaba cómo lograrían enganchar de nuevo el nido de cotorras en el lugar de donde lo había volteado Luis, cuando la voz de Marina, siempre alerta, los distrajo:

—¡Ahí viene!

Un jinete se acercaba galopando. Al principio, Elizabeth se ilusionó pensando que podía tratarse de Eliseo, pero a medida que se aproximaba, la silueta demostró ser más alta y corpulenta. Con cierta aprensión, la joven acercó a la pequeña Marina y a Livia, las dos únicas niñas, pues si bien hasta el momento no habían corrido peligro, no ignoraba que la gente vivía con la escopeta tras la puerta, una costumbre en aquellas inmensidades.

—No es
huinca,
Misely —dijo en voz baja Remigio.

Elizabeth miró al Padre Miguel para que le aclarase aquella afirmación, mas el sacerdote se encontraba preocupado, como si temiese que detrás del jinete viniese una horda de salvajes. Antes de que la joven maestra pudiese averiguar qué había querido decir Remigio, se perfiló ante ellos un hombre de piel oscura y cabello lacio, vestido a la usanza de cualquier paisano, aunque con un aire distinto que no pasó desapercibido al padre Miguel ni a Remigio, que frunció el entrecejo. El hombre desmontó sin detener al caballo, un animal extraordinario con los cuartos traseros blancos moteados de castaño.

—Jim Morris —murmuró incrédula Elizabeth al descubrir, bajo el ala del chambergo, las facciones afiladas de su compañero de viaje.

Varias veces desde su desembarco había pensado en aquel caballero cuyo acento le resultaba indefinible. Jamás imaginó que pudiera encontrárselo en medio de la pampa cabalgando. ¿Dónde había quedado el hombre de modales corteses y refinado traje? ¿Y qué aspecto tendría ella, con su falda revoloteando al viento, cubierta de tierra como siempre, y los rizos sueltos alrededor de su cara?

"Hermosa", pensó Jim. Se la veía como él suponía que era, una hembra salvaje disfrazada de gatita, incapaz de ocultar su fuego, que destellaba a través del cabello cobrizo.

—Señorita —dijo, tocándose el ala del sombrero en un gesto que resultó cómico a los niños.

—Señor Morris, ¿qué hace usted aquí?

Elizabeth tendió la mano al recién llegado ante el estupor de todos, que la habían escuchado pronunciar un nombre extraño.

—Parece que estamos destinados a encontrarnos —dijo él con lentitud.

Elizabeth se ruborizó por lo que pudiese pensar el sacerdote a su espalda, y el propio Jim la sacó del apuro:

—He venido para traerle algo que olvidó en la ciudad —y aclaró, para resultar más convincente —. Sus tíos me enviaron. Temían que necesitase las direcciones que trajo usted desde Boston.

¡Las direcciones! Debió haberlas olvidado en la mansión Dickson. Por fortuna, no había precisado recurrir a nadie, así que no las echó en falta. Jim le entregó el papel que había recogido en la cubierta del
Lincoln,
y conservó el diario de trabajo para sí.

—Es usted muy gentil al venir hasta aquí sólo por eso —farfulló Elizabeth.

—No es sólo por eso, aunque debo reconocer que me desvié de mi camino para encontrarla. Y no fue fácil, en un lugar como éste —agregó, mirando en derredor, tanto la soledad del páramo como la rueda de niños que lo observaban, curiosos.

—Padre, el señor Morris fue mi compañero de viaje en el vapor donde vine. Tuvo la gentileza de llevar mis baúles a la casa de mis tíos en Buenos Aires.

Jim oprimió la mano del sacerdote en un apretón decidido.

—A su servicio, señor.

El Padre Miguel carraspeó y optó por presentarse él mismo, pues era evidente que la señorita O'Connor había quedado conmocionada por la llegada de aquel hombre singular.

—Y éstos son sus alumnos, por lo que veo.

Los niños miraban admirados al extranjero, salvo Remigio, que se mostraba desconfiado.

—Una parte de ellos. No siempre logro que vengan todos.

—Yo no faltaría a una clase dictada por usted —dijo de modo repentino el hombre.

El tono de las palabras provocó un nuevo carraspeo en el Padre Miguel, que se apresuró a organizar un refrigerio en el salón parroquial.

—¡Pero Misely! —saltó Luis—. ¡Tenemos que devolver el nido!

Jim contempló al muchachito que sostenía la maraña de ramas y advirtió que otro de los niños, un negrito de cabeza rizada, portaba una rama torcida como si fuese una lanza.

—¿Se ha caído un nido? —preguntó.

Luis se ruborizó bajo la suciedad de sus mejillas.

—Eh... bueno, se cayó, sí, pero...

—Él lo boleó para dárselo a Misely, pero ella dice que ahí arriba está mejor. Íbamos a ponerlo cuando usted llegó —soltó Remigio de un tirón, frustrado por la tarea interrumpida.

Jim Morris se hizo cargo de la situación.

—¿Y cómo piensan subirlo hasta allí?

—Estábamos construyendo una horquilla —explicó Elizabeth, tan entusiasmada como sus alumnos.

Jim apreció la animación en el bonito rostro. Se la veía más apetitosa ahora que el sol había dorado su tez, dándole un aspecto de gitana que sin duda ella reprobaría.

—Buen intento, claro que para usarla habrá que trepar. ¿Puedo? —agregó, dirigiéndose al conjunto de niños.

—¡Sí, sí! —clamaron cuatro de ellos, pues Remigio se mantuvo distante.

Jim Morris se despojó del sombrero, dejando al descubierto la cabellera que llevaba sujeta por una tira de cuero, y le siguieron el poncho y las botas. Descalzo y arremangado hasta los codos, tomó la vara de manos del Morito y, apretándola entre los dientes, subió hasta que su cabeza rozó las primeras ramas. Soltó entonces un brazo y extendió la vara hacia abajo, a fin de que Luis enganchase en el extremo el nido de cotorras. Elevó luego el nido hasta la mitad de la copa, donde se veían otros canastos parecidos colgando de las ramas. Ni bien logró acomodar la preciosa carga en una de ellas, se deslizó hasta el suelo como si fuese un oso que roba un panal y huye de las abejas.

—No quiero que las aves me vean tocar el nido —se justificó—. O no querrán criar a los pichones.

Elizabeth se quedó mirándolo, embobada. Ese hombre había logrado en sólo segundos lo que a ellos les hubiese llevado la mañana entera, acabando con el proyecto de merendar en la laguna. Los alumnos prorrumpieron en gritos de alborozo y hasta Luis, que no estaba seguro de devolver el nido, participó del entusiasmo sin reparos.

—Le debemos un agasajo, señor Morris. Permítame invitarlo a compartir nuestra merienda. Tenemos planeada una excursión —dijo, movida por un impulso del que de inmediato se arrepintió.

Aquel hombre había llegado hasta allí para hacerle un favor, no podía abusar y pedirle que, además, los acompañara hasta la costa. Algo la impulsó a solicitar la escolta del señor Morris, sin embargo, quizá el temor de encontrarse de nuevo con el hombre que tan hostil se había mostrado con ella la vez anterior. Jim Morris se caló el sombrero y cruzó el poncho sobre el pecho, a modo de bandolera. A través de la camisa entreabierta su torso, liso y bronceado, relucía con una capa de sudor fino. Dada la parsimonia con que recogía su ropa, Elizabeth supuso que se negaría, pero el hombre la sorprendió tomando las riendas de su caballo y plantándose en ademán de aguardar la señal de partida.

—Cuando guste.

Los niños se entusiasmaron al contar con semejante compañero de viaje, capaz de trepar hasta lo alto para colocar un nido.

—Bien, vamos entonces, niños. El Padre Miguel les dará algo para comer en la orilla. Yo he traído panecillos de la señora Zoraida y un poco de miel.

—¡Yuuuuuuuuu! —aulló Luis, siempre exaltado y dispuesto a cualquier aventura.

Todos corrieron por delante, sin aguardar a Misely, que se apresuró a buscar en el salón su bolso, la sombrilla y el portafolio sin el cual la excursión no podría ser educativa. Al salir, descubrió que el señor Morris la aguardaba en la misma posición, sin preocuparse en absoluto por los niños, que ya eran motas lejanas en el paisaje.

—¡Se han ido! —exclamó Elizabeth preocupada—. Debieron esperar.

—Vamos, señorita O'Connor, llegaremos antes que ellos.

Y sin que Elizabeth pudiese prever lo que ocurriría, Jim la tomó por la cintura, la calzó sobre el lomo de su
appaloosa y
brincó tras ella, rodeándola con sus brazos morenos mientras manipulaba las riendas para que el caballo enfilara hacia el este, donde el resplandor de la laguna se veía dorado por el sol.

El Padre Miguel quedó de pie en medio de la polvareda levantada por los cascos del caballo.

—Dios bendito, quién lo diría —resopló, incrédulo.

Francisco contempló su obra, satisfecho. El cobertizo serviría para guardar leña y para que Gitano se guareciese en los días de lluvia. Levantaría dos tabiques para delimitar un sector con paja en el suelo y un abrevadero en el rincón. El trabajo físico lo ayudaba a no pensar y alejaba los dolores. Si mantenía ese ritmo constante...

Una algarabía retumbó de pronto en su cabeza y le crispó los nervios. Sintió una punzada en el costado izquierdo, junto a la oreja. Apretó los puños hasta que las uñas atravesaron la piel de las palmas y se volvió, furioso, hacia el lugar de donde provenía el ruido. Ya sabía lo que verían sus ojos y no alcanzaba a entender el descaro de aquella mujer al invadir nuevamente su cubil. La visión superó sus expectativas.

Los niños corrían y gritaban como la primera vez, aunque la señorita O'Connor no iba entre ellos sino detrás, a lomos de un magnífico caballo conducido por un experto jinete.

Francisco amaba los caballos, cualidad que no compartía con nadie en la familia, ya que sus hermanos rehuían todo contacto con los animales y Rogelio, por su parte, había sufrido una caída en su juventud que lo alejó para siempre de las jineteadas. Ni siquiera soportaba un paseo por la costa a paso tranquilo. Francisco, en cambio, sentía que a lomos de un caballo podía escapar de sí mismo y olvidarse de todo. Más de una vez se había apartado de su grupo y emprendido una galopada feroz hasta que tanto él como el animal quedaban empapados en sudor. Se preguntaba si aquello no sería ya un síntoma de locura.

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