La llave del abismo (14 page)

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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

BOOK: La llave del abismo
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Llevaba recorrida la mitad del trecho cuando descubrió algo. En las dos inspecciones previas había mirado al nivel del suelo, ya que suponía que la entrada a un sitio alto debía de estar, como mínimo, en la superficie. Pero en aquel momento vislumbró, en una hondonada llena de rocas, unos agujeros estrechos como madrigueras que le recordaron las aberturas de las catacumbas de Wonn.

Se le ocurrió que era típico de la extraña dualidad japonesa: para subir, debías descender. Tenías que llegar hasta el fondo si querías alcanzar la cima.

Bajó por la hondonada, se puso en cuclillas e introdujo la cabeza por uno de los agujeros. Olió a moho, pero comprobó que franquearlo no era tan difícil como había supuesto: tras un corto pasadizo, la abertura se ensanchaba. En aquel punto flotaba un tenue resplandor.

Apoyó el vientre en el suelo, se deslizó y comenzó a reptar. Por fortuna la tierra, blanda y húmeda, no le arañaba. Tosió al recibir una nube de moho en el rostro y tuvo que cerrar los ojos, pero siguió arrastrándose.

La muerte, ese túnel por el que solo puedes avanzar reptando.

El recuerdo de tenebrosas leyendas lo aturdía. Decidió que no era el lugar más apropiado para tener memoria, y se esforzó en concentrarse solo en sus movimientos.

Estaba llegando al final cuando oyó las voces.

Resonaban como ecos profundos procedentes del subsuelo. No decían nada coherente, o nada que él pudiese entender, pero eso no le ahorró el terror. Sintiendo que el miedo resultaría mortal si se quedaba paralizado en medio del trayecto, puso todo su empeño en seguir moviendo mecánicamente brazos y piernas. Al fin sacó la cabeza por la abertura del fondo.

Se hallaba en una especie de vasto salón. No podía precisar del todo sus contornos, pero distinguió montículos, trozos de escaleras que ascendían hasta los confines de la mirada y paredes pintadas bajo la única y fantasmal luz que poblaba todo el recinto, proveniente de las cabinas de dos ascensores centrales. Las voces venían de allí.

Las cabinas estaban abiertas, eran espaciosas y se hallaban muy iluminadas. Al acercarse a la primera, un horrendo espectro verde apareció ante él y lo miró a los ojos. Cundo logró calmarse descubrió el espejo en la pared del fondo. Su cuerpo estaba cubierto de cabeza a pies por salpicaduras de diversos tonos verdosos, como si dos pintores locos lo hubiesen torturado con sus brochas. La tierra por la que se había arrastrado, además de ensuciarlo, le había colgado del pelo retorcidas raíces de plantas y había removido sus dos prendas un par de centímetros hacia abajo hasta casi arrancárselas.

Por contraste, en el reluciente ascensor todo parecía nuevo y limpio. Era, a la vez, cuarto de baño y ascensor. En este último había un mapa en una pantalla, pero no de la torre sino del parque que la rodeaba, así como tres botones. El baño era de una blancura cegadora, y contenía el espejo, una ducha y un retrete japonés de baja altura. Las voces, mezcladas entre sí, emergían del techo. Una decía:
Pulse, pulse, pulse, pulse...,
sin cesar. Otra elaboraba más su mensaje:
Por favor, quítese los zapatos... Está en terreno sagrado...
Una tercera daba la bienvenida. Una cuarta y última exigía respeto y limpieza al visitante. Daniel pulsó cada uno de los botones sin que nada ocurriera. Comprendió que tendría que obedecer las instrucciones.

Pasó al interior del baño, se desnudó, entró en la ducha y se desprendió el moho del estómago, el pecho y los muslos, así como la tierra que tenía adherida al pelo. Luego cogió las dos prendas rojas y las limpió lo mejor que pudo. Después de secarse volvió a ponerse los fajines rojos, pero no se calzó las sandalias.

Cuando regresó a la zona del ascensor, comprobó que la segunda y cuarta voces habían desaparecido. Pulsó el segundo botón, y la puerta se cerró.

Llegó a su destino con tanta rapidez que apenas pudo creer lo que vio cuando las puertas se abrieron.

Se hallaba en una plataforma al aire libre que daba al vacío. El lugar solo contaba con suelo y techo, sin paredes. Vio destellar la enjoyada superficie de la ciudad a lo lejos, y dedujo que debía de estar a más de doscientos metros de altitud. Nunca antes había visto una ciudad de aquella forma. Pensó que tanto horizonte a su disposición no podía ser saludable. Se había acostumbrado a vivir en la trinchera de las ventanas angostas, las paredes altas y el hormigón protector. Pero, en aquella desnudez cósmica, ¿quién impediría que el cielo se abriera como un mar invertido y lo arrastrara? Sin embargo, no fue ese espectáculo lo que le pareció más extraordinario.

Lo fascinante era que toda la plataforma estaba tapizada de fósiles. Del techo pendían volutas enormes de arcaicos moluscos y helechos de piedra. En algunos salientes se estampaban esqueletos de peces como peines de púas finas. Era como una escultura del fondo del mar. Recordó entonces lo que le había contado el doctor Schaumann sobre la permanencia de la torre bajo el océano durante siglos.

Decidió recorrer aquella primera plataforma antes de subir al tercer piso, para asegurarse de que no lo esperaban allí. Salió de la cabina y empezó a moverse con cuidado sobre las pirámides de valvas. Durante un tramo hubo de gatear, porque un dosel de esponjas de piedra restaba altura al techo. Estaba descalzo y apenas vestido, pero su cuerpo diseñado le protegía de los pinchazos y rozaduras, así como de la gelidez del viento que atravesaba, inclemente, toda la plataforma. Supuso que, de encontrarse en la misma situación, el pobre Héctor Darby no habría podido dar un paso.

La plataforma era circular, pero no necesitó recorrerla por completo para cerciorarse de que no había nadie, ya que apenas existían lugares donde esconderse. Regresó al ascensor y pulsó el tercer botón.

Las puertas se abrieron sobre un Tokio más remoto, el Tokio que conocían las gaviotas y rozaban las nubes. Pero fue la propia plataforma, de nuevo, lo que más le asombró. Colmenas de cristales coloreados y abigarrada geometría cubrían cada resquicio. En ocasiones sobresalían en forma de anémonas rígidas multiplicando la luz de una luna en creciente. Era una hermosa pesadilla de vidrieras rotas.
La zona de corales,
recordó. Allí debía de ser la cita, pues no había más pisos por encima. O quizá sí, ya que existía un techo, pero tendría que descubrir el modo de seguir subiendo.

Avanzar entre aquella florescencia era como hacerlo por el interior de una lámpara hecha pedazos. En un momento dado su camino se vio obstaculizado por un gran montículo. Se disponía a sortearlo cuando se detuvo.

El montículo tenía cuernos, ojos y boca.

Los ojos estaban vacíos, la caverna de la boca mostraba los dientes. A la luz de la luna parecía un monstruo, pero se trataba, sin duda, de un fósil de animal de gran tamaño, un viejo buey, quizá. Daniel intentó imaginar su destino: atrapado bajo toneladas de agua durante los cataclismos y empujado por poderosos torbellinos, terminaría cayendo sobre la plataforma sumergida y allí habría permanecido durante eones, visitado por peces y cangrejos, convirtiéndose al fin en una carcasa de moluscos. Manos aviesas habían colgado guirnaldas de sus cuernos, tal vez para que no fuera «animal-del-todo», o con algún otro propósito desconocido que no importó a Daniel. Una extraña tristeza lo invadió al contemplar a aquella criatura, tan inmensa y tan muerta.

Entonces oyó un ruido.

La figura se hallaba de pie más allá del montículo, junto al borde de la plataforma. Un segundo después, o quizá menos, se deslizó hacia la izquierda y desapareció en un silencio de pez detrás del hinchado bloque central de cristales. Pero Daniel, rígido de terror, no necesitó más tiempo para reconocerla.

—Yun —dijo.

• •
4.9
• •

Todo se transformó para él en una frenética carrera sobre un espejo partido.

Tras dar la vuelta a la plataforma volvió a verla frente a un pilar de metal herrumbroso. Los reflejos orlaban sus cabellos y el contorno de su cuerpo, pero negaban las facciones.

—¡Yun! —llamó Daniel.

Oyó una risita. La figura alzó los brazos y desapareció en el techo. Al acercarse, Daniel comprendió que había trepado por el pilar y, contorsionándose como un papel que se arruga, se había introducido por una abertura superior.

Buscó a su alrededor y vio una escalera de metal en buen estado que ascendía hasta otra abertura. Se apresuró a usarla. El nivel superior era de menor diámetro que las dos plataformas previas. Cuando Daniel salió por la trampilla, la figura había llegado al borde de la nueva plataforma y permanecía quieta, como sabiendo que no tenía escapatoria.

Daniel se acercó con cautela. Todavía no podía ver sus facciones, pero ya no estaba tan seguro de que fuera Yun: era más alta, de pelo algo más largo...

—¿Por qué me persigues? —preguntó la sombra con una voz que, desde luego, no era la de Yun ni tenía su acento, por mucho que sonara como la de una niña.

—¿Y tú, por qué huyes? —Daniel jadeaba.

Aquel intercambio de dudas pareció sumir a la figura en cierta paz. Dejó de mostrar actitud defensiva y apoyó las manos en la cintura. Daniel se acercó más y por fin la contempló.

Era como mirar una ilusión, un trampantojo humano. No era Yun, ni lo parecía, pero en aquel estanque de formas incompletas una confusión así era posible.

Tenía estatura y voz infantiles, pero los senos, turgentes, denunciaban a una muchacha mayor. En la penumbra del pubis se advertían genitales de hombre y mujer, como en los cuerpos divergentes. El rostro podía ser de ambos, y en eso no se diferenciaba de Daniel ni de ningún otro diseñado, aunque en su caso lo llevaba dividido por una línea desde la frente a la barbilla, cada mitad pintada de un color: la izquierda de algo que parecía blanco, la derecha de algo que parecía rojo. Su edad era ambigua; podía ser muy joven, pero el destello de su mirada indicaba experiencia. Solo llevaba encima un par de pendientes en forma de anillo, enormes, que casi rozaban sus pequeños hombros.

—¿Quién eres? —preguntó el desconocido.

—Me llamo Daniel. ¿Y tú?

—¿Qué hacías persiguiéndome, Daniel? —dijo el divergente sin contestar.

Daniel no creía que aquel niño-hombre, o lo que fuese, tuviera relación alguna con los que habían secuestrado a su hija, pero decidió que era mejor no meterse en nuevos líos.

—Pensé que eras... alguien.

—Soy
alguien —dijo el ser intermedio en tono ofendido.

—Alguien que conozco —precisó Daniel.

—Oh, eso suele suceder. —El rostro dividido sonrió—. La gente ve en mí lo que más desean. Mi nombre es Neizra. Al principio te confundí con un ritualista. ¿Qué haces en la torre?

—Tengo una cita. —Daniel, impaciente, estaba deseando marcharse—. ¿Sabes si hay otra plataforma sobre...?

—Una cita... —lo interrumpió Neizra—. ¿Ya qué hora es esa cita, Daniel?

—A las nueve.

—Llegas casi quince minutos tarde —dijo Neizra—. Tu hija va a morir.

Daniel sintió que las piernas se le doblaban.

—No... Lo siento, yo...

El ambiguo semblante de Neizra parecía complacido con su reacción.

—Ven —ordenó.

La criatura se apartó del borde y caminó con presteza por la plataforma. Daniel lo siguió apresuradamente. No veía a nadie más aparte de aquel ser, pero Moon le había dicho que solo le devolverían a su hija después de la revelación, a medianoche. Yun no tenía por qué encontrarse allí.

—Quiero hablar con mi hija... —pidió mientras seguía a Neizra.

—Cállate.

Habían llegado a una pared en ruinas que, sin embargo, no parecía tan antigua como el resto de la torre. Consistía en un simple muro de ladrillos blancos erigido a un lado de la plataforma, como formando parte de una construcción ya derruida.

—Quédate ahí. —Neizra señaló el muro—. Date la vuelta.

—Por favor, he hecho lo que he podido... Te suplico...

—La vuelta. —Giró un dedo Neizra—. Apoya las manos en el muro.

Daniel obedeció. El viento, con olor a río nauseabundo, agitó su melena rubia. Creyó que era su propia melena lo que le rozaba la espalda, pero eran unos dedos. Entonces los dedos se deslizaron bajo su prenda inferior.

—Separa las piernas —dijo Neizra a unos centímetros de su hombro, mientras apoyaba la otra mano en la espalda de Daniel—. No te muevas... He dicho: no te muevas... ¿No has aprendido aún la postura de separación? ¿O quizá no eres de aquí? ¿De dónde se supone que vienes, Hombre Completo?

—Alemania —gimió Daniel.

La pequeña mano de Neizra abarcó sus genitales.

—¿Dónde está eso?

—Europa, el Norte...

—«Europa, el Norte.» —Neizra pareció relamerse con los nombres, como si fueran dulces—. Nunca he estado en «Europa, el Norte».

La estatura y complexión de Neizra (apenas llegaba a los hombros de Daniel), así como su tono de voz, hacían pensar a Daniel en un niño, pero, a juzgar por la forma en que acariciaba sus partes como solo Bijou y ciertos hombres y mujeres con los que había tenido orgasmos habían hecho, semejaba alguien mucho mayor. Le sorprendió que Neizra pareciera querer gozar carnalmente con él, ya que lo que menos esperaba de los individuos que habían raptado a su hija era que desearan causarle placer. Pero quizá Neizra solo pretendía demostrar que podía hacerle cualquier cosa.

—¿Y por qué has venido a Japón, Hombre Completo? —preguntó Neizra.

Algo en aquellas preguntas hizo que Daniel Kean volviera la cabeza. No supo cómo ni por qué, pero al sorprender el rostro dividido y advertir la expresión de sus facciones pintadas, creyó comprender lo que sucedía.

—No me mires y responde cuando te pregunte —dijo Neizra, hosco, y acentuó la orden con un fuerte tirón que hizo gemir a Daniel.

—Busco a mi hija —respondió Daniel mirando de nuevo hacia la pared, mientras, para sus adentros, tomaba una decisión. Pensó que, si todo estaba perdido, daba igual acelerar la pérdida.

—Es cierto, tu hija... Separa más las piernas...

Su captor se distraía con el curioso cierre de su prenda. Decidió aprovechar la oportunidad y giró el codo derecho hacia atrás. La desesperación aumentó sus fuerzas, y el ruido que escuchó le hizo pensar que había ganado de un solo golpe. No fue así, pero al menos Neizra perdió el equilibrio. Daniel se abalanzó sobre él, y durante el forcejeo le resultó evidente que, por muy avezado que Neizra pareciera, no era más que un niño.

—¡Dónde está! —jadeó Daniel, a horcajadas sobre sus pechos—. ¡Mi hija! ¡Dónde está!

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