—Podría afirmarse, entonces, que nos estamos acercando a la vida
real —
propuso Héctor Darby en la oscuridad de la cabina del vehículo.
—Prefiero llamarla «vida», a secas, Héctor —dijo Schaumann—. No tengo claro lo que es la realidad.
Se hallaban detenidos en la última esclusa desde hacía varios minutos, casi los mismos que el doctor Schaumann había empleado en recordarles los detalles científicos del lugar por el que iban a viajar. Desde la cabina solo podía contemplarse un tramo de carretera flanqueado de luces que se introducía entre dos paredes monstruosas, hinchadas, cortadas por una sola línea vertical, sobre cuya superficie se derramaba el agua de la condensación del aire. Un rumor como de ronquidos de dioses dormidos lo hacía vibrar todo, pero no era constante: parecía la respiración de algo poderoso, iba y venía.
Héctor Darby, de pie, acariciándose la barba, podía ver las luces traseras del baño-vehículo de sus compañeros. Meldon Rowen, junto a él, estiraba su morena anatomía sentado frente a los controles. Anjali Sen, la oscura india, hacía ejercicios arrodillada sobre el asiento, flexionando los brazos. El viaje se había hecho lento, fatigoso. Darby sabía que la aparente atmósfera cordial era forzada: seguían sin saber dónde se encontraba Daniel, y el trayecto hasta el laboratorio no estaba exento de peligros.
—Sin duda nos llevan bastante ventaja —dijo Anjali.
—Ya contábamos con eso —resopló Rowen.
El rostro pecoso de ojos cerrados de Maya Müller sustituyó a Schaumann en la pantalla.
—Héctor, Meldon, Anja... Se me ocurre que podríamos probar a dividirnos más allá de la Máscara: nosotros seguiríamos por la carretera hacia Kioto, en previsión de una posible emboscada, y vosotros cambiaríais de rumbo, por ejemplo, en la encrucijada de Gifu. De este modo...
—De este modo, complicaríamos más las cosas —dijo Anjali. Darby sabía que había una inofensiva aunque incesante rivalidad entre las dos mujeres. El temperamento controlador de la creyente india chocaba con la terca obstinación de Maya—. Opino que no debemos separarnos.
—A mí tampoco me gusta —reconoció Darby—. ¿Qué es lo que pretendes, Maya? ¿Servir de cebo mientras nosotros escapamos por una vía alternativa?
—Pretendo que no sirvamos de cebo todos —replicó la muchacha.
Su plan fue recibido con un silencio escéptico.
—Déjanos unos minutos para decidirlo —propuso Rowen.
—De acuerdo. —Maya cortó la comunicación.
—Estoy preocupado por Daniel —confesó de pronto Darby. Anjali, que seguía flexionando los brazos iluminada por las pantallas que quedaban encendidas, se detuvo y lo miró—. No solo no le hemos contado la verdad sobre lo que hicimos..., tampoco le hemos dicho lo que va a encontrar en la Zona Hundida.
—No creo que eso importe, Héctor —objetó Anjali—. Lo custodiarán hasta el laboratorio. No va a pasarle nada.
—Excepto si... —Darby se mesaba la barba—. Excepto si intentara huir...
Hubo un silencio. Rowen y Anjali parecieron meditar en aquella inesperada posibilidad.
—Esperemos que no lo haga —sentenció al fin Rowen—. No sobrevivirá si intenta huir.
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5.5
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—No sobreviviremos si intentamos huir, Daniel.
—Tampoco si esperamos aquí encerrados hasta llegar al laboratorio, Ina —replicó Daniel—. Ya has oído a Moon. No tenemos nada que perder.
—Te ha mentido para provocarte. Estoy segura de que tu hija aún vive...
—Quizá, pero si es así quiero averiguarlo por mí mismo. Hace un momento dijiste que conocías varios atajos para llegar a pie al laboratorio antes que este vehículo. Si llegamos antes de medianoche, quizá todavía no se hayan atrevido a dañar a mi hija y podríamos tratar de rescatarla.
Sabía cómo sonaba lo que estaba diciendo, pero aun así aguardó la reacción de Ina, deseoso de que ella aceptara.
Tras una reflexión, la muchacha negó con la cabeza.
—Nada ni nadie nos protegería. Estamos
dentro
del mar, en la Zona Hundida, donde las cosas son distintas al mundo que conoces. El mar contiene a Dios y al Color, y su realidad no es la nuestra...
—Se trata tan solo de un lugar acristalado a cierta profundidad bajo el agua, nada más. El resto son pensamientos de creyentes.
—Yo soy creyente —afirmó Ina cambiando de tono.
—Yo no —dijo Daniel Kean—. Yo solo quiero salvar a mi hija, igual que tú a tu maestra, y ninguna creencia va a obligarme a marchar hacia la muerte con las manos atadas al cuello, sometido al capricho de ese criminal. ¿Puedo contar con tu ayuda o debo hacerlo solo?
Se hallaban en extremos opuestos de la cabina rojiza: Daniel sentado en el suelo, sin nada encima salvo la cadena que lo ceñía; Ina de pie en una esquina, con su túnica a rayas agitada por los jadeos. Daniel ni siquiera sabía si les estaban escuchando, y en cierto modo le daba igual. Su desesperación había dado paso a un sentimiento de extraña invulnerabilidad. Sin embargo, no quería intentar nada sin la ayuda de la chica.
Ina lo miró un instante. Luego bajó la vista.
—No conozco el mecanismo de cambio de color de esta cabina —dijo en voz baja—. Solo sé que, mientras sea roja, nada en el mundo nos permitirá salir. Es completamente hermética en este estado.
—El aire entra por algún sitio: tu pelo se mueve, lo siento en toda la piel...
—Es como una red de pequeños poros, pero eso no quiere decir que sea frágil.
—Empecemos por intentar liberarme. —Daniel se apoyó en la pared para ponerse en pie—. Quizá con tu ayuda lo...
De súbito el cubo rojizo se convirtió en una trampa mortal de muros que avanzaban hacia sus cuerpos. Ina lanzó un grito. Daniel logró alzar las manos antes de golpearse, pero Ina no tuvo tanta suerte y giró hasta caer al suelo en medio de un torbellino de su túnica de seda. Hubo un nuevo balanceo. Instantes después, toda la cabina vibraba.
—¿Qué está ocurriendo? —vociferó Daniel.
—¡Quizá hemos chocado! —dijo Ina.
—Pero seguimos moviéndonos...
Entonces la habitación se hizo azul, la puerta se abrió y entró el guardián. Todo retornó al rojo en un parpadeo. De pie frente a ellos, con los dedos en las hebillas de sus largas calzas rojas, el guardián tenía el cabello de un color similar al de la prisión. Llevaba una pieza ceñida en negro, además de las calzas. Cruzadas a su espalda, dos fundas de armas, una de fuego y otra de acero afilado. Su aspecto era el de un joven de complexión muy delgada, pero Daniel sabía que podía tener más edad y fuerza de las que aparentaba.
—¿Quién ha gritado? —preguntó.
Era la primera vez que Daniel lo oía hablar, y se estremeció. Pese a que había pronunciado con lentitud cada palabra, el conjunto había resultado tan ajeno a oídos de Daniel como si su garganta estuviese llena de insectos. Conocía historias sobre hombres que se operaban en Japón para que sus voces sonaran como gruñidos de animales, a imitación de los participantes de la orgía del Cuarto Capítulo, pero hasta ese momento no las había considerado del todo ciertas.
—¿Tú, héroe? —El guardián lo miró.
Daniel no respondió y el guardián dio un paso hacia él.
—He sido yo —dijo Ina de repente—. Me he caído.
—Te has caído... —El guardián cambió de rumbo y se dirigió a ella. Hablaba como si tuviera la cabeza dentro de una bolsa llena de tierra. La chica lo esperó de pie, apoyada en la pared, tensando la túnica con cada inspiración. Al llegar junto a ella el guardián levantó una mano bruscamente haciendo que Ina apartase la cara, pero se limitó a sujetarla de la túnica—. Te explicaré la situación —susurró, arrastrando las frases—. Había un árbol en el camino. Nos hemos desviado. Quizá haya denebianos cerca. Tus gritos los atraerán. No vuelvas a gritar, pase lo que pase, aunque te caigas y te rompas tu bonita cabeza... —La otra mano del guardián señaló la cabeza de Ina. Entonces, de manera imprevista, la golpeó. La bofetada apenas sonó en el espacio sin ecos de la cabina, pero hizo que Ina girara el rostro hacia el lado opuesto y gritara—. Has gritado otra vez... —El castigo se repitió. Ina apretaba los dientes—. Ahora, mucho mejor... ¿Y ahora?
El guardián parecía estar jugando: hacía flotar una mano mientras aferraba de la túnica a Ina con la otra, amagaba varios golpes y de repente descargaba uno de verdad. Sonreía cuando cogía desprevenida a la chica. Una de las bofetadas hizo que Ina casi cayera al suelo y su túnica se desprendiera del cuello con un seco sonido de desgarro. El guardián soltó la prenda, que quedó colgando de la cintura de Ina.
—¡Mira lo que has hecho, estúpida! —rugió—. ¡Vuelve a vestirte! ¡Vístete! —Y empezó a golpearla con ambas manos, sin pausa, por todo el cuerpo, mientras Ina intentaba inútilmente anudarse los extremos de la túnica rota al cuello.
Lo hizo en ese instante. No por él. Tampoco por Yun. Lo hizo porque le resultaba imposible seguir contemplando cómo aquella chica, a quien apenas acababa de conocer, era maltratada salvajemente.
Carecía de un plan previo, confiaba más en su voluntad que en sus fuerzas. Extendió las piernas poniéndose en pie de un salto y logró llegar hasta su objetivo antes de que este se diera cuenta de lo que sucedía. Colocó las manos atadas delante del cuello del guardián. El tirón hacia delante hizo que las cadenas se activaran y comenzaran a estrangularlos a ambos.
Tomado por sorpresa, el guardián realizó pobres forcejeos. Quizá hubiese conseguido liberarse, pero Ina hundió una rodilla en su vientre y, sin transición, golpeó con ambos puños su rostro. Un segundo después Daniel sostenía un cuerpo exánime.
—¡Tiene una llave cromática colgada del cuello! —exclamó Ina ayudándolo a dejar el cuerpo en el suelo.
Se movieron torpemente. Daniel perdió tiempo manipulando la pequeña llave hasta que comprendió que era Ina quien tenía que cogerla y abrir las cadenas. Ella lo hizo, y Daniel se sintió aliviado al encontrarse libre. Dieron la vuelta al cuerpo y sacaron sus armas. Ina se quedó con el cuchillo y le entregó la pistola a Daniel. Luego ella volvió a anudarse la rasgada túnica y Daniel examinó la pieza negra del guardián: era casi transparente, pero estaba formada de recias anillas flexibles.
—Protege de las balas —dijo Ina.
Daniel se la quitó y probó a ponérsela. Era pequeña, pero se adaptaba muy bien a su torso. Luego se colgó la funda del arma en el hombro y miró a Ina.
—¿Y ahora?
—Si salimos de aquí, es posible que podamos abrir la puerta exterior y saltar del vehículo en marcha —sugirió ella.
—No tiene ninguna llave más —dijo Daniel—. ¿Cómo abrió la puerta?
—No necesita llaves para eso. La puerta es porosa, como el resto de la cabina, solo puede abrirse si logramos que aparezca, lo cual quizá ocurra al contacto con su mano. Ayúdame a llevarlo hasta la entrada...
Comenzaron a arrastrar el cuerpo. En ese momento la mitad de la cabina se hizo azul y la puerta se abrió.
—En efecto, la cabina es porosa —dijo Moon, de pie en el umbral—. Todo lo que habláis puede ser escuchado.
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5.6
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A Moon lo escoltaban dos de sus hombres, o quizá mujeres; era difícil determinarlo pese a que uno de ellos fuera Botas Puntiagudas y mostrara genitales de mujer bajo una corta pieza amarilla. Ambos iban armados, igual que Moon, aunque Moon aparentaba no necesitar más armas que su sonrisa. Permanecía en medio de la entrada, las manos desgarbadamente colocadas en el marco de la puerta, y miraba con fijeza a Daniel, como si solo este se hallara presente. Un vistoso medallón de plata y ónice brillaba en su pecho desnudo.
—Ahora os explicaré lo que ha pasado, por si no pudisteis comprender la pronunciación de Yamu —dijo Moon—. Nos topamos con un árbol bloqueando la carretera, probablemente una trampa denebiana, y tuvimos que desviarnos campo a través, si es que puede llamarse «campo» a esta zona particularmente desagradable e inhóspita que hemos tenido la delicadeza de no mostraros... Nos hallamos a casi ochocientos metros bajo el mar, bordeando el Color, a punto de entrar en él, en un área plagada de denebianos y otros ritualistas de diversa índole. Pero nosotros no somos menos peligrosos. A mi derecha, Lam es creyente del Segundo como yo y dispara muy bien; a mi izquierda, Send dispara mejor que Lam. Ambos llevan armas sensibles al calor corporal. ¿Sabe un empleado de tren lo que significa eso? Explícaselo, Ina.
—No pueden fallar —dijo la chica secamente—. Son atraídas por la temperatura del cuerpo.
—Podríamos acertaros con los ojos cerrados a cien metros de distancia —tradujo Moon—. Y ahora... Ya tenemos bastantes problemas de fondo intentando no caer en las trampas denebianas. Soltad las armas y a Yamu. Por cierto, Daniel: devuélvele la pieza de defensa. Te queda fatal.
Cuando Moon acabó de hablar, ni Daniel ni la chica hicieron nada.
—¿Ninguno de los dos quiere ser el primer cobarde? —Moon volvió la cabeza hacia el guardia a quien había llamado Lam. Este se hallaba enfundado en un abrigo negro que solo permitía ver sus manos de uñas largas y rojo-plateadas y la compleja pistola. En ese momento extendió el codo al apuntar.
La bala destrozó por completo la cabeza del guardián al que Daniel y la chica aún sujetaban. No fue simplemente un agujero: el cerebro de Yamu estalló como una burbuja dejando al aire la superficie de la lengua y los dientes de la mandíbula inferior. Las paredes, la pieza que llevaba Daniel y la túnica de Ina quedaron envueltas en sangre. Ambos soltaron el cuerpo a la vez.
—Todos
somos prescindibles, incluyendo nosotros, ya os lo dije —recalcó Moon—. No lo repetiré: soltad las armas. —Sus palabras y su aspecto podían resultar pretenciosos, pero en aquellos ojos opacos Daniel percibió algo mucho más inquietante. Era como si los ojos de Moon fuesen un vehículo moviéndose a gran velocidad y, al mirarlo, Moon embistiera con ellos.
El tren oscuro.
Un ruido lo sobresaltó: Ina había arrojado el cuchillo al suelo. Él aún sostenía la pistola.
—¿Y bien, gran héroe? —indagó Moon sin dejar de
(matarlo)
mirarlo con aquellas pupilas carbonizadas—. ¿Qué quieres hacer?
En realidad, quería hacer muchas cosas, pero los ojos de Moon le dejaban pocas opciones, o más bien ninguna: eran como trampas pegajosas donde su voluntad quedaba atrapada. Comprendió que lo ocurrido antes con el cuchillo se había debido a eso. Ina tenía razón: Moon lo engañaba. Nunca le hubiese dejado obrar con libertad.