Le permitió un par de minutos para terminar de vestirse con la ropa que había sobre la silla, luego lo acompañó a un salón espacioso. Daniel quedó abrumado por la enorme biblioteca. A diferencia de Bijou, a él no le gustaban los libros. En su casa tenía, tan solo, una edición de la Biblia y algunos textos rituales. En cambio, en la oficina donde trabajaba Bijou, los volúmenes se apilaban por doquier. Pero Daniel pensó que en aquel salón había muchos más. Los veía apretujarse casi con obscenidad, lomo contra lomo, hinchados, desproporcionados. Podía escuchar, con el silencio suficiente, lo que Bijou denominaba la «respiración»: crujidos de viejos legajos, distensión de gruesos tomos, estertor de los finos al ser aplastados. Lo que no eran libros, eran antigüedades. En el centro del salón destacaba un globo terráqueo enorme. Se escuchaba el tictac de un ronco y pesado reloj de pared.
Héctor Darby lo invitó a sentarse en una butaca de patas de hierro, frente a un mural que quizá representaba la pequeña villa de Königshafen. La muchacha se les unió enseguida. Se había puesto una larga y elegante pieza negra de escote recto y su cabello, peinado, ondeaba luminoso. No abría los ojos al caminar, pero su paso era firme y exacto. La mirada de Daniel iba de uno a otro, grande, absorta. La luz gélida de los amplios ventanales le informó de que el mediodía debía de estar cerca.
—¿Qué te sorprende tanto? —preguntó Darby percatándose de su expresión, mientras servía unas copas.
—Sería más fácil decirle lo que no me sorprende —contestó Daniel.
—Soy un hombre biológico —dijo Darby—. Supongo que habrás visto muchos.
—Algunos.
Recordó que, de vez en cuando, los atendía en el Gran Tren. Resultaban llamativos, y eran indicio de linaje y riqueza. Diseñar una criatura podía resultar caro, pero no diseñarla en absoluto era un verdadero lujo. Permitir que la célula fecundada se desarrollara a su arbitrio, con escaso control exterior, en las vitrinas de los centros genéticos, no estaba al alcance de todos. Daniel pensó que era comparable a adquirir una de las antigüedades de aquel salón: algo innecesario, valioso, frágil. El embrión podía morir durante el crecimiento, y a lo largo de sus vidas los hombres y mujeres biológicos sufrían diversas enfermedades y la vejez los deterioraba con escalofriante premura. En cuanto a la apariencia física...
—Esto de aquí —explicó Darby en tono burlón, tocándose la cara— se llama barba, y esto —llevó la mano a la cabeza— es una calvicie natural. Mis brazos, piernas, torso y pubis también están cubiertos de pelo. Tengo cincuenta y dos años, se me abulta el vientre, me acatarro, mi voz es ronca, sé que soy feo y estoy muy contento de no poseer esa silueta estilizada de los hombres diseñados como tú, de larga cabellera, preciosas facciones, cuerpo curvilíneo sin briznas de vello y extremidades largas y torneadas, que apenas delatáis la edad, vais desnudos en pleno invierno sin sentir frío, y de lejos, y muchas veces de cerca, os parecéis tanto a las mujeres. O quizá habría que decir que las mujeres se parecen tanto a vosotros. ¿Satisfecha tu curiosidad, Daniel Kean?
—Sí, yo...
—¿Deseas saber también algo sobre Maya Müller? —Señaló a la muchacha, que les daba la espalda, de pie frente a la ventana—. No abre los ojos porque no los necesita para mirarte: sus ojos son la totalidad de sus otros sentidos.
—¿Qué?
—Es una forma de decir que es ciega.
Daniel la contempló —la silueta menuda, anchos hombros, el pelo corto y rubio—, recordando que la había visto combatir contra hombres armados en las catacumbas. Dedujo que no debía de provenir del Norte, donde la ceguera incurable era una rareza.
La muchacha seguía de pie frente a la ventana. Afuera había empezado a nevar.
—Oh, ve mucho mejor que tú y que yo, precisamente porque no usa los ojos —dijo Darby percibiendo su sorpresa—. Pero permíteme que te diga que lo que Maya vea o no, no te importa en este momento. Hablemos de lo que
sí
te importa. —Le entregó una copa de oloroso licor.
—¿Dónde está mi hija? —preguntó Daniel, rechazando la copa—. Eso
sí me
importa.
—Lo ignoramos. —Darby hizo una mueca y bebió un sorbo—. Pero no van a hacerle ningún daño. Todavía no. Te necesitan.
—¿Quiénes?
—Los que contrataron a Olsen y Moon. En una palabra: «ellos» —definió—. Mis amigos, Maya y yo, somos «nosotros». Te diré en qué consiste la diferencia, para que no te debatas en dilemas morales: con ellos, tu hija y tú moriréis; con nosotros, tienes una posibilidad de quedar vivo y salvar a tu hija.
Daniel dejó caer su torso en el respaldo, como si de alguna manera las palabras de Darby fuesen un empellón. Flexionó las piernas y apoyó las sandalias en el borde de la butaca. Permaneció así largo tiempo, los muslos desnudos bajo el corto faldellín, juntos y alzados.
—Quieren obligarte a que les ayudes a encontrar algo —prosiguió el hombre biológico tras una pausa—. Nosotros queremos lo mismo. Ambos estamos dispuestos
a cualquier cosa
por conseguirlo.
Sus frases recordaron a Daniel, por un momento, las de Olsen. Se envaró.
—¿Y cómo voy a ayudaros?
—Guardas una información clave.
—Te refieres a lo que todos creéis que me dijo ese loco en el tren...
El hombre biológico asintió lentamente.
—¡Pero no me dijo nada! —exclamó Daniel, impaciente—. Movió los labios y...
—En eso te equivocas. —Darby hizo un vaivén, interrumpiéndolo—. Te transmitió una clave, y tú lo dirás cuando llegue el momento. En concreto... —consultó su reloj, un anticuado artefacto que sacó del bolsillo, unido a una cadenilla—... dentro de unas treinta horas...
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3.4
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Daniel negó con la cabeza. En su memoria no había lugar a dudas: recordaba el movimiento de los labios de Klaus, recordaba el sorprendente silencio. Nada más.
—Te dijo algo —insistió Darby—. Lo que ocurre es que, al mismo tiempo que te lo dijo, te hizo olvidarlo. Lo enterró en tu inconsciente, de donde tú mismo lo extraerás cuando llegue el momento.
—No se puede obligar a nadie a olvidar algo. Es imposible.
Héctor Darby se plantó ante él, con el semblante deformado por el globo de cristal de la copa. Tras beber hasta apurarla, ordenó:
—Mira a tu alrededor y dime qué ves.
—Un salón.
—¿Qué hay en ese salón?
—Libros, un...
—¿Qué es lo que dicen todos esos libros?
—No lo sé. No los he leído.
—¿Por qué no los lees ahora mismo y me lo dices?
—Son demasiados. —Daniel parpadeó, sin comprender lo que pretendía Darby—. No puedo.
Una lenta, fea sonrisa, partió la extraña barba del hombre biológico.
—De modo que no puedes saber lo que dicen estos libros porque son demasiados. Y sin embargo, presumes de saber qué dice la realidad, mucho más vasta que mi pobre biblioteca, más compleja, más eterna. —Darby caminó lentamente hacia la mesa de licores y rellenó su copa—. Yo sí he leído estos libros, Daniel Kean, y te puedo contar lo que dicen. —Se llevó la copa a los labios—. Dicen: «Lo imposible no existe».
—Esa es la opinión de un creyente —replicó Daniel con desprecio—. Debí imaginarme que seguía tratando con ellos...
Darby se quedó mirándolo con la copa en la mano.
—Tienes un temperamento juvenil e irreflexivo, Daniel Kean.
—¿Es su manera de decir «no creyente»? —espetó Daniel con rabia.
—Es mi manera de decir «estúpido».
—El señor Kean no nos conoce, Héctor —dijo la muchacha en tono de reproche hacia Darby. Se había sentado sobre un velador de mármol, de cara a la ventana, y su silueta recortada por la luz mostraba las simetrías de una escultura—. Y, teniendo en cuenta sus circunstancias presentes, no se merece tus ironías...
—Me disculpo. —Darby sonrió—. No quiero ofenderte, Daniel, pero tú también deberías pensar un poco antes de hablar. Te diré: Maya sí es creyente, yo no. No lo he sido, no lo soy, no lo seré nunca —agregó machaconamente, en un tono que indicó a Daniel que aquel tema resultaba especial para él.
—¿Qué es usted?
—Yo solo soy raro —dijo Darby muy serio—. Como puedes ver, colecciono y leo muchos libros. Todos los que leemos somos raros: ello es debido a que leer nos ayuda a saber, y como lo que abunda es la ignorancia, los pocos que sabemos resultamos cada vez más raros. —Sonrió—. Sin embargo, gracias a ese saber, soy capaz de asegurarte que los creyentes hacen cosas que a los no creyentes nos parecen milagros...
—Conozco a varios creyentes, y no hacen más de lo que puedo hacer yo.
—Porque solo conoces a los superficiales, que son la mayoría. En este mundo hay grados de creencia, igual que de terror. —Darby caminó hacia una estantería y extrajo un volumen grueso, de lomo negro y letras bellamente labradas en oro. No necesitó mostrárselo a Daniel para que este lo reconociera de inmediato—. Esta edición es muy simple, ni mucho menos de las mejores de mi colección. Se trata de la Biblia, la, así llamada... —leyó el título—... «Sagrada Biblia de Amor y Arte», Nuestro Libro, el libro que describe la realidad. Supongo que la has leído —añadió, sin duda irónicamente, ya que Daniel no conocía a nadie que no la hubiese leído al menos una vez—. Tiene Catorce Capítulos, catorce fábulas o parábolas que conforman la suma del universo. Existen creyentes de cada uno de los Capítulos, o de varios a la vez. Muy pocos son creyentes profundos de uno solo, y de estos, aún menos llegan a serlo de más de uno. Mi amiga Maya Müller es creyente profunda del Segundo, el que describe la Ciudad subterránea de la muerte. Ayer siguió tu rastro desde el tren hasta Wonn caminando bajo tierra.
—Eso es impos...
Daniel se detuvo. Darby sonrió al agregar:
—Si crees con todas tus fuerzas, consigues lo que quieres. Y la persona que te ha utilizado para guardar esa información es creyente profundo de
varios
Capítulos, además de uno de los sabios más extraordinarios de la historia.
—¿Se refiere... a Klaus Siegel?
—Me refiero a quien utilizó a Klaus de mensajero para transmitirte la información y luego la hundió en tu inconsciente de tal manera que ni la tortura pudiera arrancártela. Luego te hablaré de él.
—¿Y por qué hizo eso?
—Porque para ir de esta habitación a la siguiente, el camino más corto es atravesar la pared, pero los seres humanos debemos conformarnos con abrir puertas, dar rodeos, usar los pasillos... —Darby parecía vagamente irritado—. La información tenía que llegar de un punto a otro, y Klaus y tú sois las puertas y pasillos.
—Pero ¿por qué utilizarme a mí? Ni siquiera soy creyente...
—¿Por qué son elegidos los elegidos, como diría el bueno de Klaus? —Darby se encogió de hombros—. Para el caso, la elección de ese pobre soñador loco que fabricó una bomba absurda es también incomprensible. Pero no importa la forma que tengan las puertas y pasillos si sirven para transmitir la información...
—Y esa información...
—Es la clave de lo que estamos buscando —zanjó Darby con displicencia. Pese a su frialdad, un burbujeo de emociones tensaba su voz—. ¿Por qué no nos ofreces tu versión de lo ocurrido, Daniel?
Le pareció que contaba por enésima vez su entrevista con Klaus Siegel; luego relató el interrogatorio de Olsen. Su anfitrión reanudó los paseos mientras escuchaba. Vestía un llamativo batín de color granate con solapas en tono rubí y pañuelo morado al cuello. No era ropa común en ningún hombre o mujer: a Daniel le hacía pensar en tiempos arcaicos, brumosos, como la atmósfera del salón donde se hallaban.
Otorgar palabras a su tragedia le hizo sentirse mejor, pero al llegar al asesinato de Bijou apenas pudo proseguir. Entonces percibió algo. La muchacha había ladeado la cabeza en dirección a Darby, y este la miraba a ella. Parecía que la historia les afectaba de algún modo.
—Sentimos mucho lo de tu esposa, Daniel —dijo Darby en tono apesadumbrado—. Maya y yo sabíamos el día, la hora y el lugar en el que tendría lugar la transmisión del mensaje, pero ignorábamos quiénes serían sus protagonistas. Decidimos que ella iría en el tren y yo permanecería al alcance del transmisor, dentro de un vehículo. Ellos, por su parte, enviaron a Olsen. Tras recorrer el tren, Maya logró identificaros, aunque, por desgracia, no con la suficiente rapidez como para impedir que Olsen y Moon te interceptaran. La supuesta bomba lo complicó todo, ya que a Maya le fue imposible penetrar en la sección donde estabais, controlada por Seguridad. Intentó abordarte en las ruinas, pero Olsen se adelantó de nuevo. Era lógico que tú confiaras en unos agentes de Seguridad antes que en una desconocida. Cuando llegó a las catacumbas, Maya logró eliminar a Olsen y a uno de los agentes, pero Moon y el otro escaparon con tu hija. Entonces Maya cargó contigo y con tu esposa, os sacó a la superficie, me llamó y os trajimos aquí. Si hubiésemos sospechado... que ellos iban a utilizar a tu familia para amenazarte... —Una súbita indignación crispó su semblante—. ¡Fue algo... bárbaro y estúpido! ¡Sabían, igual que nosotros, que no ibas a poder decir nada!
La voz de Maya Müller volvió a interrumpirlos, densa, profunda.
—Quedan quince minutos —dijo con tanta seguridad como si lo estuviese leyendo en la nieve del exterior.
¿Quince minutos para qué?,
se preguntó Daniel.
Darby se volvió hacia Daniel.
—Hay un transmisor en un pedestal cerca de esa ventana. —Señaló—. Sonará dentro de quince minutos y es conveniente que seas tú quien responda... Llamarán aquí porque saben que estas en mi casa, pero solo les interesas tú.
—¿Quiénes llamarán? —preguntó Daniel.
—Los que han secuestrado a tu hija. No sabemos nada sobre ellos, salvo que se trata de gente muy similar a nosotros, que buscan lo mismo que nosotros pero que tienen mucha menos piedad que nosotros. Antes de que despertaras me llamó ese tal Moon y me dijo lo que querían de ti... Te citarán en un sitio concreto mañana por la noche. Deberás acudir a esa cita, sea donde sea. En caso contrario, matarán a tu hija.
Daniel se quedó mirándolo y creyó comprender.
—Porque mañana por la noche revelaré la clave que, según dices, Klaus escondió en mi interior —murmuró.
Darby asintió, y su rostro biológico acentuó la expresión de tristeza.
—A mis amigos y a mí también nos interesa conocerla —dijo—. Si nos ayudas, haremos todo lo posible por salvar a tu hija. Tú decides.