No me consideraba el tipo de persona que necesita a los demás. Mi madre siempre fue muy independiente y, cuando murió mi abuelo —yo tenía diez años—, Mamie siempre estaba ocupada con la panadería, demasiado ocupada para seguir contándome cuentos de hadas y para que yo le hablara de la escuela y de mis amigos y de todo lo que me pasaba por la imaginación y, como a mi madre nunca le habían interesado demasiado aquellas historias, poco a poco me acostumbré a no contarlas.
«No necesito a nadie», me decía a mí misma a medida que iba creciendo. No hablaba con mi madre ni con mi abuela sobre las notas, los chicos, las decisiones académicas ni nada. Las dos parecían demasiado absortas, cada una en su propio mundo, y yo me sentía como una intrusa en los dos, de modo que creé mi propio mundo.
Solo cuando nació Annie aprendí a dejar entrar a otra persona y, ahora que mi hija ronda la edad a la que tuve que aprender a valerme por mí misma, me he dado cuenta de que me aferro a ella con más fuerza: no quiero que las circunstancias la alejen de mi universo y la metan en uno exclusivamente suyo, como me pasó a mí, y eso —me doy cuenta— es lo que me diferencia de mi abuela y de mi madre.
Sin embargo, ahora que Mamie ha experimentado una regresión y se ha vuelto casi como una niña, a medida que el
alzheimer
le roba la vida, he visto que va volviendo también a mi universo y me he dado cuenta de que no estoy dispuesta a quedarme solo con Annie, sino que necesito aquí a Mamie un poco más de tiempo.
—Regresa, Mamie —le susurro a mi abuela—. Vamos a tratar de localizar a Jacob, ¿vale? Pero tú tienes que volver con nosotros.
Cuatro días después, el estado de Mamie no ha cambiado y, cuando acabo de abrir la panadería, pasa Matt con un montón de papeles en la mano. Me invade la desesperación. Después de acontecimientos tan dramáticos como el derrame cerebral de Mamie y el descubrimiento de la existencia de Alain y de Jacob, casi me había olvidado de que mi negocio estaba en apuros.
—Voy a ir directamente al grano —dice Matt, cuando hemos intercambiado unos saludos tensos—: a los inversores no les gustan las cifras.
Me lo quedo mirando fijamente.
—De acuerdo… —digo.
—Y, para serte sincero, que te marchases y te fueses a París justo cuando se estaban planteando la decisión de invertir ha sido… digamos que… bastante insensato.
Suspiro.
—Tal vez lo sea, desde una perspectiva comercial…
—¿Y qué otra cosa está en juego justo ahora?
Bajo la vista a la bandeja de Star Pies que tengo en las manos desde que Matt ha entrado.
—Todo —digo con suavidad.
Sonrío a los pasteles por un momento, antes de introducirlos en el exhibidor.
Matt me mira como si yo hubiese perdido el juicio.
—Se echan atrás, Hope. Han echado cuentas y han llegado a la conclusión de que eres poco rentable, en el mejor de los casos. Estaban indecisos y he hecho todo lo posible por hablarles en tu favor, pero, cuando se dieron cuenta de que habías cerrado así, de improviso… pues… aquella fue la gota de agua que colmó el vaso.
Asiento con la cabeza y advierto que el corazón me late con fuerza. Me doy cuenta de lo que me está diciendo —que tal vez haya perdido la panadería— y me invade una sensación que se parece un poco al pánico, pero no estoy tan inquieta como habría pensado y eso me preocupa un poco. ¿No debería estar más afligida al ver que están a punto de arrebatarme el negocio familiar, en el que he trabajado toda mi vida? Por el contrario, tengo la extraña sensación de que las cosas se van a resolver de alguna manera, aunque no sé muy bien cómo.
—¿Me estás escuchando, Hope? —pregunta Matt y me doy cuenta de que ha seguido hablando, mientras yo pensaba.
—Perdona, ¿qué decías? —pregunto.
—Te estaba diciendo que no puedo hacer mucho más. ¿Te haces una idea de lo mucho que me he esforzado para conseguir que vinieran hasta aquí? Pero no van a invertir, Hope. Lo lamento.
Matt no dice nada mientras acomodo en silencio los dulces en el exhibidor. Suena la campanilla de la puerta y entra Lisa Wilkes, que trabaja en la papelería de la esquina, acompañada de Melixa Carbonell, dependienta de la tienda de animales de Lietz Road. Las dos iban unos cuantos años después que Matt y yo en el instituto y vienen juntas como mínimo una vez a la semana.
Matt guarda silencio mientras Lisa pide un café y Melixa un té verde, que tardo unos minutos en preparar, porque tengo que enchufar el hervidor. Mientras tanto, discuten sobre si se partirán un trozo de
baklava
o una porción de tarta de queso. Para solucionarlo, me ofrezco a cobrarles el trozo de
baklava
y a regalarles una porción de tarta de queso.
—Por eso te van mal los negocios, ¿te das cuenta? —dice Matt cuando se han marchado.
—¿Cómo?
—No puedes ir dándole a todo el mundo pasteles gratis. Se estaban quedando contigo.
—No se estaban quedando conmigo —respondo, indignada.
—Claro que sí. Eres demasiado generosa. Sabían que, si lo discutían delante de ti, serías amable y les darías las dos cosas, que es lo que hiciste.
Suspiro. Ni siquiera me molesto en explicarle que hoy no me acabaré el resto de la tarta de queso, de todos modos.
—Mi abuela siempre llevó esta panadería como si fuera su cocina y los clientes, sus invitados —le digo.
—No es un buen modelo de negocio —dice Matt.
Me encojo de hombros.
—Nunca he dicho que lo fuera, pero estoy orgullosa de esa tradición.
Vuelve a sonar la campanilla de la puerta y, cuando alzo la vista, veo entrar a Alain arrastrando los pies. Le ha dado por venir a pie él solo por las mañanas. Me preocupa que lo haga, a su edad —es una caminata de más de un kilómetro y medio—, pero él parece estar muy sano y me asegura que todos los días, en París, camina mucho más.
Pasa detrás del mostrador y me da un beso cariñoso en la mejilla.
—Buenos días, querida —me dice y entonces advierte la presencia de Matt. Lo saluda—: Hola, joven. —Se vuelve hacia mí y me dice—: Veo que tienes un cliente.
—Matt estaba a punto de marcharse —le digo.
Fulmino a Matt con la mirada: a ver si entiende —espero— que no quiero que hable de negocios delante de Alain. Evidentemente, ni se da cuenta.
—Soy Matt Hines —dice y extiende una mano hacia Alain por encima del exhibidor—. ¿Y usted es…?
Alain vacila antes de estrechar la mano de Matt.
—Alain Picard, el tío de Hope.
Matt parece confundido.
—¿Cómo puede ser? Conozco a Hope desde que somos niños y no tiene ningún tío.
Alain le sonríe con frialdad.
—Pues se equivoca, joven. En realidad, soy su
arrière-oncle
, su tío abuelo, como dirían ustedes.
Matt frunce el ceño y me mira.
—Es hermano de mi abuela —le explico— y ha venido de París.
Matt mira fijamente a Alain por un segundo y después se vuelve hacia mí.
—Esto no tiene ningún sentido, Hope. ¿Me estás diciendo que te has ido a París porque sí, que estás a punto de perder el negocio por eso y que, de golpe y porrazo, has vuelto con un pariente que ni siquiera sabías que tenías?
Siento que me arden las mejillas y no sé si es porque da la impresión de que me está insultando o porque acaba de anunciar delante de Alain que estoy a punto de perder la panadería. Me vuelvo lentamente y miro a Alain, con la esperanza de que no lo haya entendido, pero clava en mí una mirada gélida.
—¿Qué ha dicho, Hope —pregunta en voz baja—, sobre perder el negocio? ¿Tienes problemas con la panadería?
—No te preocupes por eso —le digo.
Miro a Matt con irritación y al menos tiene el detalle de parecer ligeramente avergonzado. Carraspea y se vuelve, como para concedernos, a Alain y a mí, un poco de privacidad.
—Hope, somos de la familia —dice Alain—. ¿Cómo no me voy a preocupar, si algo va mal? ¿Por qué no me lo has dicho?
Respiro hondo.
—Porque ha sido culpa mía —digo—. He tomado algunas decisiones financieras equivocadas. Mi capacidad crediticia se ha ido al garete y eso está vinculado con el crédito de mi negocio.
—Pero eso no justifica que no me lo hayas dicho —dice Alain. Da un paso al frente y me apoya en la mejilla una mano cálida y nudosa—. Soy tu tío.
Siento que se me llenan los ojos de lágrimas.
—Perdona. Es que no quería preocuparte. Con todo esto de mi abuela…
—Razón de más para apoyarte en mí —dice. Me roza la mejilla con la palma de la mano y se vuelve para llamar a Matt—: ¡Joven!
—¿Sí?
Matt se vuelve, con los ojos como platos, como si no hubiese estado prestando atención a cada palabra.
—Ya se puede marchar. Mi sobrina y yo tenemos que hablar.
—Pero yo… —empieza a decir Matt.
Alain lo interrumpe también.
—No sé quién es usted ni qué tiene que ver con todo esto —dice Alain.
—Soy el vicepresidente del Bank of Cape Cod —dice Matt, envarado, y se yergue un poco más—. Hemos concedido un préstamo a Hope y, lamentablemente, ahora tenemos que reclamarle que lo devuelva. La decisión no ha sido mía, señor. Es una cuestión comercial.
Trago saliva y miro a Alain, que ha enrojecido.
—Conque así es, ¿no? —le dice a Matt—. ¿Y los sesenta años de tradición? Mi familia ha cocinado para este pueblo durante sesenta años y, de pronto, ustedes deciden que ya está bien. ¿Y ya está?
—No es nada personal —dice Matt y me mira—. En realidad, he tratado de colaborar. Hope se lo dirá, pero los inversores que había logrado interesar se echaron atrás cuando Hope se fue a París. Lo lamento, pero creo que la tradición ha llegado a su fin.
Bajo la mirada hacia el suelo y cierro los ojos.
—Joven —dice Alain al cabo de un momento—, el legado no consiste en esta panadería, sino en la tradición familiar que representa. Eso no tiene precio. Hace setenta años, unos hombres que no entendían nada de familias ni de conciencias, sino que solo sabían de órdenes y de riqueza, nos quitaron nuestra primera panadería y, gracias a mi hermana, a su hija y a su nieta, la tradición ha sobrevivido.
—No entiendo qué tiene que ver esto con un préstamo —dice Matt.
Alain me coge la mano y me la aprieta.
—Usted y su banco están cometiendo un error, joven —dice—, pero Hope saldrá adelante, porque es una superviviente, igual que su abuela. En eso consiste nuestra tradición y también sobrevivirá.
Siento como si el corazón se me fuera a salir del pecho. Alain me coge suavemente de la mano y me conduce hacia el obrador.
—Ven, Hope —me dice—, vamos a preparar un Star Pie para llevarle a Rose. Seguro que este joven sabe encontrar por sí mismo la salida.
Aquella tarde, provista de la fecha de nacimiento de Jacob Levy, me pongo a llamar por teléfono a las organizaciones interconfesionales que he encontrado en Google. Lo había estado postergando, porque reconozco que es una posibilidad muy remota, pero mi desilusión ha llegado al límite. Me siento como si todas las respuestas que recibo fuesen negativas.
¿Puedo salvar la panadería? No.
¿Sabemos si Mamie despertará alguna vez? No.
¿Es probable que aún esté a tiempo de darle la vuelta al follón que es mi vida? No.
Empiezo por la Alianza Ecuménica y, siguiendo mi lista, continúo con el Consejo para un Parlamento de las Religiones del Mundo, la Red Ecuménica Estadounidense, la Iniciativa de las Religiones Unidas y el Congreso Internacional de la Fe. A la persona que me atiende le cuento brevemente la historia de que Jacob llevó a Mamie con un cristiano que le buscó refugio entre musulmanes, le doy el nombre y la fecha de nacimiento de Jacob y le digo que, aunque sé que la probabilidad es remota, estoy tratando de encontrarlo y me parece posible que esté vinculado con alguna organización interconfesional en Estados Unidos. Todos reaccionan ante mi historia con exclamaciones de sorpresa y admiración y me dicen que transmitirán mi información a las personas adecuadas y que, si averiguan algo, se pondrán en contacto conmigo.
El domingo por la mañana, a eso de las ocho, Annie y yo estamos solas en la panadería, estirando la masa en silencio, cuando suena el teléfono. Annie se limpia las manos en el delantal y coge el auricular.
—Panadería Estrella Polar, habla Annie —dice. Escucha por un minuto y me extiende el auricular con una expresión curiosa—. Es para ti, mamá.
Me limpio las manos y cojo el teléfono.
—Hola, Panadería Estrella Polar, dígame —digo.
—¿Hablo con Hope McKenna-Smith?
Es una voz de mujer y tiene un ligero acento.
—Sí —digo—. ¿En qué puedo servirla?
—Me llamo Elida White —dice— y llamo de la Asociación Abrahámica de Boston. Somos un consejo interreligioso.
—Ajá —digo. No es ninguno de los grupos a los que he estado llamando últimamente. El nombre no me suena—. ¿Abrahámica? —pregunto.
—La religión musulmana, la judía y la cristiana descienden de Abraham —explica—. Nosotros pretendemos reunir estos tres grupos y trabajar a partir de nuestras similitudes, en lugar de nuestras diferencias.
—Ajá —repito—, muy bien. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Le explico —dice—: esta semana, nuestra organización recibió una llamada del Consejo Ecuménico de Estados Unidos y me la remitieron a mí. Me hablaron de su abuela y me dijeron que una familia musulmana la ayudó a huir de París.
—Así es —digo en voz baja.
—He consultado todos nuestros registros y entre nuestros miembros no figura ningún Jacob Levy cuya fecha de nacimiento coincida con la que nos ha dado —dice.
—Ajá —le digo, abatida. Otra vía muerta—. Muchas gracias por mirarlo, pero no hacía falta que llamara.
—Ya sé que no hacía falta, pero es que aquí hay alguien que quisiera conocerla y, además, nos gustaría ayudarla. Es nuestra obligación. ¿Puede venir a vernos hoy? Tengo entendido que su abuela está delicada de salud y que el tiempo es de fundamental importancia. Me doy cuenta de que no le aviso con antelación, pero veo que está usted en el cabo Cod, de modo que no tardará más de una hora o dos en llegar. Yo vivo en Pembroke.
Conozco Pembroke y sé que queda en South Shore, junto a la autopista que conduce a Boston. Tardaría menos de una hora y media en llegar hasta allá, pero no comprendo para qué tengo que ir, si no figura ningún Jacob Levy en sus registros.
—Me temo que hoy no va a poder ser —le digo—. Tengo una panadería y no cierro hasta las cuatro.