—¿Cielo? —le pregunto tímidamente. Me he detenido en la puerta entre la cocina y el salón y la miro con preocupación—. ¿Hablabas con alguno de los Levy?
—No —dice.
—¿Era una de tus amigas?
—¡No! —dice, esta vez con voz más tensa—. Era papá.
—Vale —digo—. ¿Hay algo de lo que quieras hablar?
Permanece en silencio un buen rato, mirando la alfombra, y me doy cuenta de que hace millones de años que no le paso el aspirador. Las tareas domésticas no son uno de mis fuertes. Sin embargo, cuando alza la mirada hacia mí, parece tan enfadada que doy un paso atrás sin querer.
—¿Me puedes decir por qué nos has metido en esto? —me interpela.
Se pone de pie en un santiamén y los puños cerrados quedan junto a sus piernas largas y delgadas, que aún no han dejado de ser las de una niña para convertirse en las de una mujer joven.
Parpadeo, sorprendida.
—¿En qué nos he metido? —pregunto, antes de que se me ocurra que, en calidad de madre, debería decirle que no me puede hablar de aquella manera.
Sin embargo, ya se ha disparado.
—¡En todo! —grita.
—¿A qué te refieres, cielo? —pregunto con cautela.
—¡A que no vamos a encontrar nunca a Jacob Levy! ¡Es imposible! ¡Y ni siquiera te importa!
Me da un poco de pena. Le he vuelto a fallar, por no haberla preparado mejor para la probabilidad de que aquello sea como buscar una aguja en un pajar, que Jacob podría estar muerto o que tal vez haya desaparecido porque no quiere que nadie lo encuentre. Sé que Annie prefiere creer en el amor verdadero que dura para siempre —es probable que necesite un antídoto contra el asiento de primera fila que ha ocupado durante el desmoronamiento de mi matrimonio—, pero yo había esperado no tener que abrirle los ojos y decirle la verdad tan pronto. Cuando yo tenía doce años, también creía en el amor verdadero. Hasta que fui mayor no me di cuenta de que todo era una patraña.
Trago saliva.
—Claro que me importa, Annie —empiezo—, pero cabe la posibilidad de que Jacob no esté…
Me interrumpe antes de que las palabras salgan de mi boca.
—¡No es solo eso! —exclama. Sigue agitando los brazos largos y delgados y no se da cuenta de que la correa rosa de su reloj de pulsera se le queda enganchada en el pelo un minuto. Se limita a pegar un tirón para soltarlo y pone un breve gesto de dolor antes de continuar—: ¡Es todo! ¡Lo arruinas todo!
Suspiro.
—Annie, si me lo dices por los días que estuve en París, ya te he dicho lo mucho que aprecio que fueses tan responsable durante mi ausencia.
Pone los ojos en blanco y golpea con fuerza el pie izquierdo contra el suelo.
—¡Ni siquiera sabes de lo que estoy hablando! —dice y me fulmina con la mirada.
—De acuerdo, ¡supongo que soy imbécil! —digo. Finalmente siento que pierdo los estribos. Hay un límite estrecho entre afligirme por mi hija y molestarme por su comportamiento y siento que en este momento estoy flotando por encima de ese límite—. ¿Qué es lo que he hecho mal esta vez?
—¡Todo! —grita.
Se le enrojece el rostro y, por una fracción de segundo, en un
flash-back
extraño y fugaz, me veo con ella en brazos, cuando era bebé y tenía retortijones, tratando de calmarla en plena noche para que Rob —él siempre tenía entre manos algún caso importante para el que tenía que descansar— pudiera dormir. ¿Por qué le permití que me tratara así? Creo que, durante los tres primeros meses, no dormí más de dos horas seguidas, mientras que él siempre parecía conseguir como mínimo seis horas de sueño. Muevo la cabeza de un lado a otro y vuelvo a centrarme en mi hija.
—¿Todo? —pregunto con cautela.
—¡Todo! —repite enseguida—. ¡No querías a papá lo suficiente para que vuestro matrimonio funcionara! ¡No lo querías como Mamie y Jacob! ¡Y ahora mi vida es un desastre! ¡Por culpa tuya!
Me siento como si me hubiera pegado un puñetazo en el estómago y por un momento me quedo sin aire. La miro fijamente.
—Pero ¿qué dices? —pregunto, cuando por fin recupero la voz—. ¿Ahora me vas a echar a mí la culpa del divorcio?
—¡Claro que sí! —chilla. Se lleva las manos a las caderas y vuelve a golpear el pie contra el suelo—. ¡Todo el mundo sabe que la culpa es tuya!
Tampoco estoy preparada para lo duras que me resultan sus palabras.
—¿Cómo?
—Si hubieses querido a papá, ¡él no estaría viviendo del otro lado del pueblo ni tendría una novia boba que me detesta! —dice Annie.
Entonces lo comprendo: esto no tiene que ver con Rob y conmigo, sino con la manera en que la nueva novia de Rob hace sentir a Annie y, aunque mi hija me está causando mucho daño en este momento, estoy más dolida por ella que por mí misma.
—¿Por qué dices que su novia te detesta? —pregunto con suavidad.
—¿Y a ti qué te importa? —farfulla Annie, desinflándose de pronto.
Arquea la espalda hacia delante y cruza los brazos sobre el pecho, mientras encorva los hombros. Mira al suelo.
—Me importa, porque te quiero —digo al cabo de un momento—, y tu papá te quiere y, sea quien sea esta mujer, si se comporta como si no le cayeras bien, es obvio que está chiflada.
—Es igual —murmura Annie—. A papá no le parece que esté chiflada. Según él, Sunshine es perfecta.
Respiro hondo. Muy propio de Rob. Es como un niño pequeño: se extasía por un tiempo con cosas nuevas y brillantes. Coches, casas, ropa, barcos y, en otro tiempo, yo. Sin embargo, yo sé la verdad —que estos caprichos siempre son pasajeros—, pero Annie es lo único en su vida que —se supone— ha de ser permanente.
—Seguro que tu papá no la considera perfecta —le digo—. Él te quiere, Annie. Si ella hace algo que te molesta, díselo a tu padre. Él lo arreglará.
No espero demasiado de Rob en estos momentos, pero como mínimo espero eso.
Sin embargo, Annie se queda mirando al suelo.
—Es que se lo he dicho —dice en voz baja.
Ya no hay ira en su voz y los brazos le caen flácidos e inertes. Agacha la cabeza y no me mira a los ojos.
—¿Y qué ha dicho él? —pregunto.
—Ha dicho que tengo que aprender a respetar más a las personas mayores —dice Annie y suspira— y que tengo que aprender a llevarme mejor con Sunshine.
Me hierve la sangre y cierro los puños. Annie no es perfecta y no me extrañaría nada que se las haga pasar canutas a la nueva novia de su padre, pero aquello no es excusa para que Rob se ponga del lado de su novia y en contra de su hija, sobre todo cuando es probable que a Annie le provoque confusión que su padre tenga una nueva pareja tan pronto.
—¿Qué es exactamente lo que hace Sunshine para hacerte pensar que no le caes bien? —pregunto con cautela.
Annie se carcajea y eso la hace parecer mayor y más fuerte de lo que es.
—Qué es lo que no hace, más bien —dice con desdén y aparta la mirada. Cuando vuelve a hablar, lo hace con tristeza—: Jamás me dirige la palabra. Habla con papá, como si yo fuera invisible, ¿no? A veces se ríe de mí. El otro día me dijo que la ropa que llevaba era estúpida.
—¿Te dijo que tu ropa era estúpida? —repito, incrédula—. ¿De verdad dijo que era estúpida?
Annie asiente con la cabeza.
—Pues sí y el otro día, cuando ella se marchó y traté de hablarlo con papá, me pareció que él lo entendía. Me pareció, o sea, que se había enterado, pero esa noche, cuando volví a casa después de la panadería, fui al cuarto de baño, ¡a mi cuarto de baño!, y allí, encima de la repisa, había un collar de plata que él le había comprado a Sunshine con una nota que él le había escrito, que decía: «Lamento que Annie te haya hecho sentir mal con lo que te dijo. Me encargaré de eso. No quiero que te haga sufrir».
Me la quedo mirando fijamente.
—¿Le contó a ella lo que le dijiste? —pregunto.
Annie asiente.
—Y, encima, va y la compra un regalo —dice y escupe la última palabra como si le diera asco—. ¡Un regalo! Para que se sienta mejor. ¿Y entonces qué hace ella? Lo deja en mi cuarto de baño, como si fuera un error, pero yo sé que lo hizo adrede: para demostrarme, o sea, que papá siempre la elegiría a ella antes que a mí.
—Estoy segura de que no es así —murmuro.
Pero claro que lo es. Me da la impresión de que Sunshine es una arpía manipuladora. A mí no me importa, si lo que pretende es manipular a mi ex —ya no me corresponde ocuparme de él y, para ser sincera, pienso que ya era hora de que alguien lo manipulara y lo usara a él—, pero lo que no soporto es una mujer que se toma la molestia de hacer daño a una niña de doce años y, si la niña de doce años es hija mía, me pongo hecha un basilisco.
—¿Y qué dijo tu padre? —le pregunto a Annie—. ¿Le dijiste que habías encontrado el collar?
Asiente lentamente y mira hacia abajo.
—Me dijo que no debía hurgar en las cosas de Sunshine. Traté de decirle que ella lo había dejado bien a la vista en mi cuarto de baño, pero no me creyó. Pensó que yo, o sea, que había fisgado en su bolso, ¿no?
—Entiendo —digo, tensa, y respiro hondo—. De acuerdo. Vamos a ver, cielo, es evidente que a tu padre se le ha ido la olla. No hay absolutamente ningún motivo para poner a nadie por delante de una hija y menos a una zorra como Sunshine.
Annie me mira impresionada.
—¿La has llamado «zorra»?
—La he llamado «zorra» —confirmo—, porque es evidente que lo es. Ya hablaré con tu padre al respecto. Comprendo que te cueste entenderlo así, pero esto no tiene nada que ver contigo. Lo que pasa es que él es inseguro e insensato. Te garantizo que, dentro de seis meses, Sunshine habrá desaparecido del mapa. Los intereses de tu padre son efímeros. Créeme. Mientras tanto, no tiene ninguna excusa para tratarte de esta manera ni para dejar que ninguna imbécil te trate de esta manera y me voy a ocupar de eso. ¿De acuerdo?
Annie me mira fijamente, como si no estuviera segura de si creerme o no.
—De acuerdo —dice por fin—. ¿De verdad vas a hablar con él?
—Sí —le digo—, pero basta ya de echarme a mí la culpa de todo, ¿eh, Annie? Esto no puede seguir así. Ya sé que estás disgustada, pero no me puedes usar a mí como cabeza de turco.
—Ya lo sé —murmura.
—Y el divorcio no ha sido culpa mía —digo—. Tu padre y yo hemos dejado de querernos. La cosa ha sido bastante pareja, ¿vale?
En realidad, no había sido pareja en absoluto. Daba la impresión de que me había dejado pisotear durante una década hasta que por fin me di cuenta y decidí hacer valer mis derechos y entonces resultó que a la persona que me había estado pisoteando no le gustó que su felpudo mostrara un poco de dignidad. Sin embargo, no hace falta que Annie sepa todo esto. Quiero que ella siga queriendo a su padre, aunque yo ya no lo quiera más.
—Eso no es lo que dice papá —musita Annie, mirando hacia abajo—. Ni papá ni Sunshine.
Muevo la cabeza de un lado a otro, incrédula.
—¿Y qué es lo que dicen tu padre y Sunshine?
—Que has cambiado —dice—, que has dejado de ser la misma y que, cuando cambiaste, dejaste de quererlo.
Desde luego que su padre tiene razón, en cierto modo: sí que he cambiado. Aunque eso no significa que el divorcio sea culpa mía. Sin embargo, no se lo explico a Annie, sino que me limito a decir:
—Ajá, pero creer lo que dicen un par de idiotas es una idiotez, ¿no te parece?
Ríe:
—Pues sí.
—De acuerdo —le digo—. Hablaré con tu padre. Lamento que él y su novia te hagan daño y lamento que estés disgustada por lo de Mamie en este momento, pero, Annie, ninguna de estas cosas te da derecho a decirme cosas horribles.
—Perdona —murmura.
—Está bien —le digo.
Respiro hondo. No me gusta hacer el papel de mala, sobre todo cuando está recibiendo de todos lados, pero, por ser su madre, no puedo pasar por alto su conducta.
—Chicuela, lamento comunicarte que estarás castigada dos días. Y tampoco podrás usar el teléfono.
—¿Me vas a castigar? —dice, incrédula.
—Ya sabes que no me tienes que hablar de esa manera —le digo— ni cabrearte conmigo. La próxima vez que algo te aflija, vienes y me lo cuentas, Annie. Siempre puedes contar conmigo.
—Ya lo sé. —Hace una pausa y me mira con angustia—: Oye, ¿eso significa que no puedo seguir llamando a los Levy?
—Durante los próximos dos días, no —le digo—. Puedes volver a comenzar el martes por la tarde.
Se queda boquiabierta.
—¡Qué mala eres! —dice.
—Ya me lo han dicho.
Me fulmina con la mirada.
—¡Te odio!
Suspiro.
—Vale y tú también eres un encanto —respondo—. Ve a tu habitación. Me voy a hablar con tu padre.
Cuando llego a la casa en la que vivía, lo primero que advierto es que las rosas japonesas rosadas del jardín delantero, que durante ocho años cuidé con tanto esmero y ternura, han desaparecido. Todas. Estaban allí la última vez que vine, hace pocas semanas.
Lo segundo que advierto es que en el jardín hay una mujer vestida con la parte superior de un biquini rosado y unos pantalones vaqueros cortos, aunque al aire libre no debe de hacer más de trece grados. Es por lo menos una década más joven que yo y lleva el largo cabello rubio recogido en una coleta alta que —da la impresión— debe de producirle un dolor de cabeza brutal. Ojalá. No puedo por menos de suponer que aquella ha de ser Sunshine, la reciente torturadora de mi hija. De repente, lo que quiero más que nada en el mundo es acelerar a fondo y aplastarla contra el suelo. Afortunadamente, no soy una asesina, de modo que me abstengo. Sin embargo, reconozco que, como mínimo, me gustaría tirarle de la coleta desenfadada hasta hacerla chillar.
Aparco y quito la llave de contacto. Cuando me apeo del coche, se pone de pie y me mira.
—¿Y tú quién eres? —pregunta.
«¡Guau! —pienso—. Se merece un sobresaliente por sus modales».
—Soy la madre de Annie —respondo con decisión— y tú debes de ser… ¿Cómo era? ¿Raincloud
[1]
?
—Sunshine —me corrige.
—Ah, es verdad —digo—. ¿Está Rob?
Se pone la coleta sobre el hombro derecho y después sobre el izquierdo.
—Sí —dice finalmente—. Está, o sea, dentro.
¡Ajá! Conque habla como si tuviera doce años. No me extraña que quiera competir con mi hija: es obvio que tienen el mismo grado de madurez. Suspiro y me dirijo hacia la puerta.
—¿Ni siquiera me vas a dar las gracias? —me grita.