La lista de los nombres olvidados (36 page)

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Authors: Kristin Harmel

Tags: #Romántico

BOOK: La lista de los nombres olvidados
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—¿Sigue viendo a Ayala y a su familia? —pregunta Annie.

Elida sonríe.

—Todos los días. Es que me casé con el hijo mayor de Ayala, Will, y ahora nuestras familias están unidas para siempre.

—Es increíble —musito.

Sonrío a la abuela de Elida, que parpadea unas cuantas veces y me devuelve la sonrisa. Pienso en la cantidad de vidas que cambió cuando ella y su esposo tomaron la decisión de refugiar a una familia judía, aun a pesar de que aquello podría haberles costado la vida.

—Muchísimas gracias por contarnos su historia.

—Ah, pero miren que la historia no ha acabado —dice Elida.

Sonríe, se mete la mano en el bolsillo, extrae un trozo de papel doblado y me lo entrega.

—¿Qué es? —le pregunto, mientras empiezo a abrirlo.

—Es Besa —dice—. Ustedes buscan a Jacob Levy y su solicitud llegó hasta mí. Mi esposo, Will, el hijo de Ayala, a quien mi abuela salvó hace casi setenta años, es agente de policía. Le he pedido que hiciera este favor y ha encontrado a su Jacob Levy, nacido en París, Francia, el día de Navidad de 1924. —Señala con la cabeza el trozo de papel que tengo en la mano—. Esa es su dirección. Hasta hace un año, vivía en la ciudad de Nueva York.

—Espere —interrumpe Annie, me arrebata el trozo de papel y lo mira fijamente—, ¿ha encontrado a Jacob Levy? ¿Al Jacob Levy de mi bisabuela?

Elida sonríe.

—Creo que sí. La información que me ha dado coincide con la que nos dio tu madre. —Se vuelve hacia mí—. Ahora tienen que ir a buscarlo.

—¿Cómo podré agradecérselo? —pregunto con voz temblorosa.

—No hace falta —dice Elida—. La Besa es un honor para nosotros. Basta con que nos prometa que jamás olvidará lo que ha aprendido hoy aquí.

—Jamás —dice Annie enseguida. Me devuelve el trozo de papel con los ojos grandes como platos—. Gracias, señora White. No lo olvidaremos nunca, jamás. Se lo prometo.

Capítulo 22

GALLETAS DE ALMENDRAS Y CANELA

INGREDIENTES

2 barras de mantequilla sin sal (alrededor de 200 gramos)

1 ½ taza bien compacta de azúcar moreno

2 huevos grandes

1 cucharadita de extracto de almendras

2 ½ tazas de harina

1 cucharadita de bicarbonato

1 cucharadita de sal

1 taza de azúcar con canela (¾ de taza de azúcar granulado mezclado con ¼ de taza de canela)

PREPARACIÓN

  1. En un bol grande, batir la mantequilla y el azúcar moreno hasta conseguir una mezcla homogénea. Incorporar los huevos y el extracto de almendras y mezclar bien.
  2. Tamizar juntas la harina, el bicarbonato y la sal y añadir a la mezcla hecha con la mantequilla, más o menos media taza a la vez. Batir hasta que quede todo bien mezclado.
  3. Dividir la masa en 5 partes y hacer rollos; envolver cada rollo en papel film y congelar hasta que se endurezca.
  4. Precalentar el horno a 180 grados.
  5. Esparcir el azúcar con canela en una fuente poco profunda. Desenvolver los rollos de masa y pasarlos por el azúcar hasta que queden bien cubiertos.
  6. Cortar los rollos en rebanadas de 6 milímetros y ponerlas en bandejas de horno untadas con mantequilla. Hornear de 18 a 20 minutos.
  7. Dejar enfriar 5 minutos en la bandeja y después pasar a una rejilla para que se acaben de enfriar.

Rose

Una vez, hace mucho tiempo, cuando Rose tenía cuatro años, sus padres la llevaron, con su hermana Hélène, a Aubergenville, cerca de París, a pasar una semana en el campo. Era el verano de 1929 y a su madre le faltaba poco para dar a luz: Claude nacería apenas seis semanas después. Mientras tanto, en aquellos tenues momentos estivales al sol, Rose y Hélène, con cuatro y cinco años, eran el único objeto de la atención y el afecto de sus padres.

Habían encargado a Hélène que vigilase a su hermana menor, mientras ellos bebían vino blanco en la terraza posterior de la casita que habían alquilado a unos amigos por una semana. No las vieron cuando Hélène condujo a Rose al otro lado de la casa, hasta el riachuelo rumoroso.

—Metámonos en el agua —dijo Hélène, que llevaba a su hermana de la mano.

Rose vacilaba: «
Maman
y
papa
se enfadarán», pensó, pero Hélène insistió y le recordó los cuentos que su madre les leía en la cama sobre la familia de patos que vivía a orillas del Sena.

—Los patos nadan todo el tiempo y no pasa nada —le dijo Hélène—. No seas niña, Rose.

De modo que Rose se metió en el agua detrás de su hermana, pero, bajo la calma aparente de la superficie, pasaba una corriente y, en cuanto Rose puso el pie, sintió el tirón que la arrastraba hacia abajo, llevándosela. No sabía nadar. De pronto se encontró debajo del agua, lanzada a otro mundo en el que no había aire y casi ningún sonido. Trató de gritar, pero lo único que consiguió fue que se le llenaran de agua los pulmones. Estaba oscuro bajo la superficie: oscuro y desconocido. Veía una luz a lo lejos, sobre ella, pero le daba la impresión de que no podría llegar hasta allí. Sentía las extremidades pesadas y no podía moverlas y, en aquellas profundidades extrañas y acuosas, sintió que el tiempo se detenía. Hasta el instante en que la sacó su padre, atraído justo a tiempo por los chillidos de su hermana, había estado segura de que desaparecería para siempre en aquel mundo turbio y apagado.

Así se sentía Rose en aquel momento, inmersa en el coma desde hacía dos semanas. Era consciente de la existencia de una superficie: voces y sonidos, lejanos y apagados; luz y movimiento, muy, muy lejos. Sentía las extremidades pesadas, como aquel día en el riachuelo de Aubergenville, y sabía que su padre había desaparecido hacía mucho y que no la sacaría de aquel mundo sumergido y aterrador. Estaba sola y seguía sin saber nadar.

Aquel día, en Aubergenville, había querido que la salvaran. Había querido emerger y volver a la vida; en este momento, en cambio, no estaba segura de querer lo mismo. Tal vez fuera hora de desprenderse, hora de dejarse ir. Tal vez las profundidades turbias le aportaran más que la superficie brillante apenas vislumbrada.

Sabía que allá arriba estaba Hope y también Annie, pero estarían bien. Hope era fuerte —más de lo que ella misma creía— y Annie se estaba convirtiendo en una jovencita estupenda. Rose no podía quedarse con ellas para siempre ni protegerlas eternamente.

Tal vez hubiera llegado su hora por fin. Puede que él también estuviese aquí, en algún lugar de las profundidades, en algún lugar de aquel mundo confuso que parecía existir entre la vida y la muerte. Echaba de menos mirar las estrellas, sus estrellas, y, sin el firmamento para brindarle refugio todas las noches, para recordarle a las personas que tanto había querido, se sentía fría y desamparada.

Rose tenía la certeza de que se estaba muriendo: empezaba a oír a los fantasmas de su pasado y por eso sabía que su vida estaba llegando a su fin, porque reconoció la voz de su hermano Alain, ahora madura y grave, como siempre había imaginado que llegaría a ser, si él hubiese sobrevivido durante la guerra y hubiese tenido la oportunidad de llegar a hacerse hombre.

«Fuiste tú quien me salvó, Rose —repetía una y otra vez la voz lejana en la lengua materna de los dos—,
c’est toi qui m’a sauvé, Rose
».

En la cabeza de Rose, su voz gritaba: «¡No te salvé! ¡Te dejé morir! ¡Soy una cobarde!», pero las palabras no acudían a sus labios y, aunque lo hubiesen hecho, ella sabía que se perderían en las profundidades de aquel mundo velado, de modo que se limitaba a escuchar lo que le seguía diciendo la voz de su querido hermano.

«Tú me enseñaste a creer —le susurraba él una y otra vez—. Deja de echarte la culpa a ti misma. Fuiste tú quien me salvó, Rose».

Se preguntaba si aquella sería la absolución que había buscado toda la vida, aunque estaba segura de no merecerla. ¿O no sería más que otro resultado de la demencia que —ella se daba cuenta— le iba carcomiendo el cerebro? Ya no confiaba en sus propios ojos ni en sus propios oídos, porque a menudo no cuadraban con la realidad ni con los recuerdos.

Y, cuando él empezó a susurrarle «Tienes que despertar, Rose. Es posible que Hope y Annie hayan encontrado a Jacob Levy», se dio cuenta de que se le había ido por completo la cabeza, porque aquello era imposible. Jacob había desaparecido hacía mucho y no era posible que Hope supiera acerca de él. Rose no volvería a verlo nunca más.

Si hubiese podido derramar lágrimas en aquel mar turbio y profundo, Rose habría llorado.

Capítulo 23

E
n el camino de regreso desde la casa de Elida, veo los ojos de Annie que brillan en la oscuridad y destellan al reflejar la luz.

—Tienes que ir a Nueva York mañana, mamá —dice—. Tienes que ir a buscarlo.

Asiento con la cabeza. La panadería cierra los lunes, de todos modos, y, aunque no fuera así, sé que no puedo esperar ni un minuto más.

—Saldremos por la mañana —le digo a Annie—, a primera hora.

Annie se vuelve para mirarme.

—No puedo ir contigo —dice, abatida, y mueve la cabeza de un lado a otro—: mañana tengo un examen importante de estudios sociales.

Carraspeo.

—¡Qué responsable eres! —Hago una pausa—. ¿Y has estudiado?

—¡Mamá! —dice Annie—. ¡Claro que sí! ¿Cómo no?

—Bien —digo—, de acuerdo. Entonces iremos a Nueva York el martes. ¿Puedes faltar el martes?

Annie lo niega con la cabeza.

—No, tienes que ir mañana, mamá.

Le echo un vistazo y después vuelvo a concentrarme en la carretera.

—No me importa esperarte, cielo.

—No —dice de inmediato—, tienes que encontrarlo lo antes posible. ¿Y si se nos está acabando el tiempo y ni siquiera lo sabemos?

—Ahora Mamie está estable —le digo— y seguirá así.

—Vamos, mamá —dice Annie con suavidad después de una pausa—, eso no te lo crees ni tú. Sabes que puede morir en cualquier momento y por eso tienes que localizar a Jacob Levy lo antes posible, si es que anda por ahí.

—Pero, Annie… —empiezo.

—No, mamá —dice con firmeza, como si ella fuera la madre y yo la hija—. Vete mañana a Nueva York y vuelve con Jacob Levy. No defraudes a Mamie.

Después de pasar por el hospital a la vuelta, de quedarme un rato con Mamie y de mandar a Annie a la cama, me siento en la cocina con Alain a beber sorbos de café descafeinado y a contarle lo que nos han dicho Elida y su abuela.

—Besa —dice con dulzura—. Un concepto hermoso. La obligación de ayudar al prójimo. —Revuelve el café lentamente y bebe un sorbo—. ¿Irás mañana a Nueva York? ¿Tú sola?

Asiento con la cabeza y después, avergonzada, añado rápidamente:

—Bueno, pensaba preguntarle a Gavin si quiere venir conmigo. Como nos ha ayudado mucho cuando emprendimos la búsqueda, ¿no?

Alain sonríe.

—Una idea muy acertada. —Hace una pausa y añade—: Es que no tiene nada de malo que te enamores de Gavin, Hope.

Su franqueza me desconcierta tanto que me ahogo con un sorbo de café que no he llegado a tragar.

—No estoy enamorada de Gavin —protesto entre toses.

—Claro que sí —dice Alain—. Y él está enamorado de ti.

Me echo a reír, pero me arden las mejillas y de pronto siento las palmas de las manos sudorosas.

—¡Eso es absurdo!

—¿Qué tiene de absurdo? —pregunta Alain.

Muevo la cabeza de un lado a otro.

—Bueno, en primer lugar, no tenemos nada en común.

Alain echa a reír.

—Tenéis muchas cosas en común. He observado la forma en que habláis el uno con el otro, que te hace reír, que podéis hablar de cualquier cosa.

—Eso es porque es un buen tío —farfullo.

Alain cubre mis manos con las suyas.

—Se preocupa por ti y, aunque no quieras reconocerlo, tú también te preocupas por lo que le pase a él.

—Pero esas no son cosas que tengamos en común —respondo, testaruda.

—Se preocupa por Annie —añade Alain con suavidad— y no me puedes decir que no tengáis eso en común.

Hago una pausa antes de asentir con la cabeza.

—Sí, vale —reconozco—, se preocupa por Annie.

—Eso no es algo que se encuentre todos los días —dice Alain—. Piensa en lo que la ayudó cuando estábamos en París y llevaron a Rose al hospital. La apoyó a ella y te apoyó a ti.

Vuelvo a asentir.

—Lo sé. Es un buen tío.

—Es más que eso —dice Alain—. Dime, ¿por qué no te lo crees?

Me encojo de hombros y miro al suelo.

—Tiene siete años menos que yo, en primer lugar —farfullo.

Alain echa a reír.

—Tu abuela se casó con un cristiano, a pesar de ser judía, y acabas de llegar de la casa de una mujer que está felizmente casada con un judío cristiano, a pesar de ser musulmana. Si se puede pasar por alto algo tan importante como las diferencias religiosas, ¿crees de verdad que siete años van a cambiar mucho las cosas?

Me encojo de hombros otra vez.

—De acuerdo, pero, además, tengo una hija.

Alain se limita a mirarme.

—Claro que sí, pero no entiendo por qué lo usas como excusa.

—Pues bien, en primer lugar, él solo tiene veintinueve años y no le puedo pedir que se haga cargo de una adolescente.

—Me da la impresión de que no se lo has pedido —dice Alain— y, sin embargo, él ya ha asumido la responsabilidad. ¿No le corresponde a él tomar esa decisión?

Agacho la cabeza.

—Pero es que para mi madre los hombres siempre eran lo primero y todo el tiempo me daba la sensación de que le importaban más que yo. Su vida giraba en torno a la persona con la que estaba saliendo y me he prometido a mí misma que nunca, jamás, permitiría que mi hija sintiese lo mismo.

—Tú no eres tu madre —dice Alain al cabo de un momento.

—¿Y si llego a ser como ella? —pregunto con voz queda—. ¿Y si, ahora que me he divorciado, hago precisamente eso? No me puedo permitir seguir ese camino. Annie tiene que ser lo primero, pase lo que pase.

—Dejar entrar a alguien en tu vida no quiere decir que dejes fuera a Annie —dice Alain con cautela.

Siento las lágrimas que me ruedan por las mejillas y me sorprendo al advertir que me he echado a llorar.

—¿Y si me hace daño? —le suelto—. ¿Y si lo dejo entrar en mi vida y me parte el corazón? ¿Y si le hace daño a Annie? Después de todo lo que ha tenido que pasar con su padre, no podré soportar hacerle daño yo también.

Alain me da unas palmaditas en la mano.

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