Rose
El agua en la que nadaba Rose había empezado a llenarse de colores: unos colores apagados y lechosos que le recordaban las pinturas de Claude Monet que tanto le gustaban cuando era niña. En las profundidades turbias había nenúfares y sauces llorones y, de vez en cuando, unos álamos proyectaban sombras sobre la superficie, muy por encima de ella.
Cuando era niña, Rose siempre había querido ir a Giverny, el lugar donde Monet había pintado muchas de sus obras famosas; le parecía que tenía que ser el lugar más maravilloso del mundo. Solo cuando se hizo mayor comprendió que el lugar en sí no era más hermoso que cualquier otro que ella hubiese visto, sino que lo era por la forma en que Monet lo había captado con sus pinturas y sus lienzos. En una ocasión, ella y Jacob habían estado en Argenteuil, a las afueras de París, donde Monet había vivido y pintado por un tiempo, y Rose se llevó una desilusión al ver que la población, a pesar de ser bonita, no era tan extraordinaria como la había hecho parecer Monet.
Entonces se dio cuenta de que la belleza depende por completo de quien la percibe. Después de la guerra había descubierto —y eso la perturbó bastante— que ya no encontraba esa clase de belleza en ninguna parte. Aunque tenía una vaga noción de que el mundo seguía siendo hermoso, era como si, de pronto, los bordes fueran más borrosos y hubiese desaparecido toda la luminosidad.
En aquel momento, a medida que los colores suaves se le arremolinaban alrededor en las profundidades misteriosas de las que, aparentemente, no podía salir, ella flotaba y escuchaba. Volvía a oír voces lejanas por encima de la superficie de aquel mar inmenso y sereno. Trató de impulsarse hacia arriba, porque de pronto le pareció muy importante saber quién estaba allí. ¿No había oído algo diferente aquella vez?
Mientras flotaba lentamente hacia arriba, acercándose a la superficie, mecida por las aguas serenas, los colores le recordaron de pronto el vestido que se había hecho para su boda secreta. El martes 14 de abril de 1942. Jamás olvidaría aquella fecha. Le había conseguido las telas su amiga Jacqueline, la única que sabía lo que ella y Jacob planeaban. Sin embargo, a Jacqueline se la habían llevado la primera semana de marzo: la arrestaron por el atrevimiento de ser extranjera y judía. No era más que una señal de los horrores que estaban por venir, aunque Rose no lo sabía, aún, el día dichoso de su matrimonio.
El vestido llevaba muchas capas de una tela como de gasa y ella había tardado más de un mes en coserlo en la oscuridad de su cuarto por la noche. Cuando su hermana Hélène le preguntaba qué hacía, ella escondía el vestido bajo las sábanas e inventaba alguna excusa. Siempre había pensado que, en cierto modo, Hélène se daba cuenta y, aunque le molestaba que su hermana desaprobara a Jacob sin decir palabra, Rose sentía también que, en la oscuridad en la que se sumía la ciudad por la noche, Hélène se alegraba de que al menos una de ellas hubiese encontrado una manera de huir de la tristeza que las rodeaba.
Rose no había querido vestirse de blanco para su boda, aunque, desde luego, seguía siendo pura, pero el blanco representaba la inocencia y en París ya no quedaba nada inocente.
Por eso había llegado con un vestido de muchos colores, todos en tonalidades que le recordaban el cielo al amanecer, que era la hora del día que más le gustaba. Azul lechoso. Rosa pálido. Amarillo mantecoso. Albaricoque claro. Lavanda nebuloso. Mil capas, aparentemente, que giraban en torno a Rose con una levedad que le recordaba a las nubes.
—Eres lo más hermoso que he visto en mi vida —le dijo Jacob cuando ella entró en el salón.
Y por su manera de mirarla ella supo que lo decía de todo corazón. Sus miradas se cruzaron entonces y en los ojos de él ella vio todo lo que les depararía el futuro: una vida juntos en algún lugar lejos de París y, desde luego, niños, muchos niños. Reirían y contarían cuentos y envejecerían cada uno en los brazos del otro. La vida se extendía ante ellos, infinita y dichosa, en aquel momento. Y Rose se permitió creerlo.
—Te quiero —le murmuró.
Entonces, mientras flotaba en aquel mar, se dio cuenta de que no se trataba de ningún mar, sino, más bien, de las mil capas de su vestido de boda, que la mecían con delicadeza. Vio los colores que había solapado con tanto cuidado y advirtió que podía ver tan solo un poquito a través de cada uno de ellos. Sintió su suavidad en la piel, como aquel día de abril, hacía tanto tiempo.
Prestó más atención, mientras subía flotando lentamente a través de las capas, hasta que, de pronto, se dio cuenta: ya debía de estar muerta. Le sorprendió que no se le hubiese ocurrido antes: era tan evidente. ¡Claro! Por eso llevaba días oyendo la voz de Alain, que la llamaba para que se reuniera con él, indicándole el camino a través de aquel territorio lechoso y desconocido hasta el lugar donde había permanecido su familia todo el tiempo. No habían estado en el cielo, sino en aquel mundo extraño y solapado. Aunque puede que aquello fuera el cielo, después de todo. ¿Cómo iba ella a saber lo que se sentía entre las nubes? Tal vez aquello fuera el amanecer. Puede que, de un momento a otro, aquel extraño mar se encendiese desde dentro.
Entonces Rose tuvo la seguridad de que había muerto y de que el cielo era real, porque oyó que la llamaba la voz de su amado.
«
Reviens à moi
—descendía la voz de Jacob desde lo alto—.
Reviens à moi, mon amour
! Vuelve a mí, amor mío».
Rose quiso responder. Trató de contestar —«¡Ya voy, Jacob!»—, pero los sonidos se extinguieron en su garganta.
Entonces sintió que la mano de él rodeaba la suya. De inmediato supo que era Jacob: por el tacto lo habría reconocido en cualquier parte, aunque ya habían pasado casi setenta años desde la última vez que lo sintió. La mano de él envolvió la de ella como siempre lo había hecho: cálida, fuerte, familiar. Aquella mano la había salvado hacía mucho tiempo.
Notó que la atraía hacia él, después de tantos años, y que aquello debía de querer decir que la había perdonado por haberlo enviado a la muerte. Con el corazón rebosante, sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Era todo lo que había esperado a lo largo de los años.
Respiró hondo y se dio cuenta de que el mar olía a lavanda, el mismo aroma que había aspirado el día de su boda. Al final había llegado a casa. Se aferró a la mano de Jacob y empezó a nadar, por fin, hacia la superficie.
A
nnie es la primera en advertirlo.
—¡Mamá! —murmura entre dientes y me tira del brazo con desesperación, mientras contemplo a Jacob, que, inclinado sobre Mamie, le susurra en francés.
Hace una hora que hemos llegado al hospital y, desde entonces, Jacob ha estado concentrado en ella.
—¿Qué pasa, cielo? —le pregunto.
No puedo apartar los ojos de lo que está ocurriendo, que me parece inútil y lamentable.
—¡Se ha movido, mamá! —dice Annie—. ¡Mamie se ha movido!
Me sobresalto al advertir que tiene razón. Observo anonadada que la mano izquierda de Mamie se mueve apenas y se cierra en torno a la de Jacob. Él sigue susurrándole, cada vez con más insistencia.
—¿Acaso se ha…? —empieza a decir Alain, pero su voz se apaga y se queda mirando.
—Está volviendo en sí —murmura Gavin a mi lado.
Todos observamos mientras Mamie empieza a parpadear y después, aunque parezca increíble, abre los ojos. Me consta que alguno de nosotros debería ir a buscar a un médico o a una enfermera, pero siento que estoy clavada en el suelo, totalmente paralizada.
Exhala con fuerza, como si hubiese estado conteniendo la respiración mucho tiempo, y sus ojos recorren rápidamente la habitación, hasta que se posan en Jacob y se agrandan. Dice algo ininteligible con una voz que no parece la suya. Da la impresión de que trata de recordar cómo se usa la boca.
—Mi Rose —dice Jacob—. Te he encontrado.
Ella mueve los labios por un momento, emite otro gemido y después dice:
—Tú… aquí.
Su voz suena áspera y ronca, pero inconfundible. Alza la mirada a Jacob, que llora al agacharse para besar a mi abuela una vez y con suavidad en los labios.
—Sí, aquí estoy, Rose —murmura él.
Se miran fijamente, bebiéndose el uno al otro.
—Nosotros… —Mamie deja que las palabras se pierdan y lo vuelve a intentar—. ¿Estamos en el cielo?
Sus palabras llegan lentas como tortugas, pero parece decidida a hablar.
Jacob toma aire y se estremece.
—No, mi amor. Estamos en el cabo Cod.
Mamie parece confundida un momento y después escudriña la habitación. Posa los ojos empañados primero en mí, después en Annie y Gavin y, por último, en su hermano.
—¿Alain? —susurra.
—Sí —dice él con sencillez—. Sí, Rose. Soy yo.
Vuelve a mirar a Jacob atónita, sin poder creérselo.
—Alain… ¿vivo? Tú, Jacob… ¿estás vivo? —le susurra.
—Sí, amor mío —dice Jacob—. Tú me salvaste.
A Mamie se le arrasan los ojos de lágrimas que se derraman por sus mejillas como torrentes.
—Yo no… Yo no te salvé —susurra—. ¿Cómo puedes decir…? —Hace una pausa, toma aire y se estremece—. Te pedí… que regresaras. Es… culpa mía.
—No —dice Jacob—. Nada de eso fue culpa tuya, querida Rose. Sobreviví porque siempre creí que te volvería a ver. Has sido tú, durante setenta años, la que me ha mantenido con vida. Nunca dejé de buscarte.
Ella sigue mirándolo fijamente.
—Alguien debería ir a buscar al médico —susurra Gavin a mi lado.
—Ajá —digo, distraída.
Sin embargo, ninguno de nosotros se mueve.
Al cabo de un momento, Mamie mueve un poco la cabeza hasta que centra su atención en mí.
—¿Hope?
—Sí, Mamie —digo y doy un paso hacia ella.
—¿Por… por qué lloras? —pregunta con voz entrecortada.
—Porque… —Me doy cuenta de que no sé cómo explicárselo, pero al final me decido—: Porque te he echado tanto de menos.
En aquel momento me doy cuenta de que así lo siento de verdad.
Mira otra vez a Jacob.
—¿Cómo…? —pregunta.
Él la comprende y asiente.
—Hope me encontró —dice—. Hope y Annie y su amigo, Gavin.
—¿Gavin? —pregunta.
Vuelve a hacer el esfuerzo de mirarnos a todos y escruta el rostro de Gavin, confundida.
—¿Quién es Gavin? ¿Tú?
—Sí, señora —responde él—. Nos hemos visto un par de veces. Hago trabajos de reparación en la zona. Soy… soy amigo de su nieta.
—Sí —murmura Mamie—. Ahora recuerdo.
Cierra los ojos un momento y, cuando vuelve a abrirlos, mira fijamente a Jacob un buen rato, antes de volver a mirarme a mí.
—¿Cómo… cómo has hecho para encontrar a mi Jacob? —susurra.
—Por la lista que me diste —le digo—. La que me hizo ir a París.
Parece confundida y me doy cuenta de que no sabe a qué me refiero. Con la emoción del momento, casi me olvido de su
alzheimer
.
—Pero estaba en los cuentos de hadas —añado, al ver que me mira fijamente—. Fueron tus cuentos de hadas los que finalmente nos condujeron hasta él. No sabía que eran de verdad.
—Son de verdad —murmura Mamie, pero, cuando lo dice, mira a Gavin—. Desde luego. Siempre de verdad.
Posa los ojos en Alain y se le vuelven a llenar de lágrimas.
—¿Alain? —dice en voz baja.
—¿Cómo me has reconocido, después de tantos años? —pregunta él.
—Tú… mi hermano —dice con claridad. Va recuperando un poco el ritmo de su discurso, como si fuera recordando las palabras a medida que vuelve en sí—. Te reconocería… en cualquier sitio.
—Lamento no haberte encontrado antes —dice él—. No sabía… No sabía que estabas viva. Tantos años perdidos.
Mamie cierra los ojos un instante. Se ha puesto a llorar otra vez.
—Te creí… muerto —dice ella—. En Auschwitz. Aquel lugar. Lo imaginé… millones de veces.
—Yo también creí que habías muerto —murmura Alain.
A continuación, Mamie vuelve la mirada hacia Annie.
—¿Leona? —pregunta.
Annie deja caer los hombros y se me parte el corazón: sé que sufre cuando su bisabuela no la reconoce.
—No, Mamie —dice Annie—. ¿Quién es Leona?
Esta vez es Jacob el que responde.
—Leona era mi hermana pequeña. —Mira a Annie de hito en hito—. Dios mío, Annie, te pareces tanto a ella.
Annie vuelve a mirar a Mamie con los ojos bien abiertos.
—Hace meses que me llamas Leona —dice—. ¿Te referías a ella?
Mamie parece confundida.
Annie se vuelve hacia Jacob.
—¿Qué ha sido de Leona?
Jacob me echa un vistazo y yo hago un leve movimiento de cabeza. Annie ya tiene edad para saberlo.
—Ha muerto, querida —dice él—, en Auschwitz. Creo que no sufrió demasiado, Annie. Me parece que se fue plácidamente.
Los ojos de Annie se llenan de lágrimas.
—Lo siento —le murmura a Jacob—. Lamento mucho lo de su hermana.
Él le sonríe con cariño.
—La veo en ti —dice— y me alegro.
Se vuelve hacia Mamie y se inclina otra vez hacia ella.
—Rose, Leona murió hace muchos años. Esta jovencita que ves aquí es Annie, tu biznieta. —Hace una pausa y añade—: Bueno, nuestra biznieta.
Annie me mira de golpe y caigo en la cuenta de que aún no se lo he dicho. No le he dicho que Jacob se casó con Mamie hace mucho y que era el verdadero padre de mi madre. Alargo la mano y aprieto la suya.
—Después te lo explico todo —susurro.
Parece confundida y un poco asustada, pero asiente con la cabeza.
Mamie se ha puesto a examinar a Annie.
—Annie —dice por fin y en sus ojos veo despuntar el reconocimiento—, la más pequeña.
—Sí, señora —murmura Annie.
—Tú eres… buena —dice Mamie—. Estoy orgullosa… Tienes… brío. Me recuerda a… algo que he perdido. Nunca… lo pierdas.
Annie se apresura a expresar su conformidad.
—De acuerdo, Mamie.
Por último, Mamie se vuelve otra vez hacia Jacob, que sigue inclinado hacia ella.
—Amor mío —dice en voz baja—, no llores.
Advierto que los sollozos convulsionan el cuerpo de Jacob y que las lágrimas le ruedan por las mejillas.
—Ahora estamos juntos —prosigue Mamie—. Te he… esperado.
Se miran fijamente en silencio el uno al otro y tardo un rato en darme cuenta de que estoy conteniendo la respiración.
Observo que Jacob se inclina hacia delante, lentamente y con suavidad, besa a Mamie en los labios y se queda así, con los ojos cerrados, como si no quisiera volver a moverse. El tiempo se detiene y recuerdo otro cuento de hadas. Él se parece mucho al príncipe que besa a la bella durmiente y la despierta al cabo de cien años. Me doy cuenta, sobresaltada, de que, en cierto modo, ella ha estado dormida casi la misma cantidad de años: durante setenta años, ha vivido algo así como una media vida.