—Mamie… —lo intento.
—No, no —dice—. Mi
mamie
no vive aquí, sino en París, cerca de la torre, pero le diré que le has dejado recuerdos.
Abro la boca para responder, pero no me sale ninguna palabra. Mamie me conduce hacia la puerta.
Ya he cruzado el umbral y la puerta está a punto de cerrarse tras de mí, cuando de pronto Mamie la vuelve a abrir apenas una rendija y se me queda mirando fijamente un buen rato.
—Tienes que ir a París, Hope —dice, muy seria—. Tienes que ir. Ya estoy muy cansada y casi me ha llegado la hora de dormir.
Entonces cierra la puerta y me quedo contemplando una gama anodina de pinturas de color azul claro.
Permanezco allí estupefacta tanto rato que ni siquiera me doy cuenta cuando se me acerca la enfermera, Karen.
—¿Señorita McKenna-Smith? —me dice.
Me vuelvo y la miro sin verla.
—¿Se encuentra usted bien? —pregunta.
Asiento lentamente.
—Creo que voy a ir a París.
—¡Ah! Pues… qué bien —dice Karen con vacilación. Evidentemente, piensa que he perdido la razón y no es para menos—. Ejem, ¿y cuándo?
—Lo antes posible —le digo y sonrío—. Tengo que ir.
—De acuerdo —dice, aún perpleja.
—Me voy a París —repito para mí misma.
GALLETAS CAPE CODDER
INGREDIENTES
1 barra de mantequilla blanda (alrededor de 100 gramos)
2 tazas bien compactas de azúcar moreno
2 huevos grandes
½ cucharadita de extracto de vainilla
2 cucharadas de nata para montar
3 tazas de harina
2 cucharaditas de bicarbonato
½ cucharadita de sal
1 taza de arándanos secos
1 taza de pepitas de chocolate blanco
PREPARACIÓN
Con estas cantidades se obtienen alrededor de cincuenta galletas.
Rose
Aquella noche, la puesta de sol fue más luminosa de lo habitual y, mientras contemplaba el horizonte, Rose pensó que la intensa luminosidad del cielo era uno de los trucos más maravillosos de Dios. Recordó con sorprendente claridad cuando se sentaba junto a la ventana del apartamento de su familia, en la Rue du Général Camou, y observaba el sol que se ponía por el oeste, sobre el Campo de Marte. Siempre le había parecido que la vista durante el crepúsculo era la combinación más hermosa de la magia divina y la humana: un precioso espectáculo de luz en torno a una torre de acero radiante y misteriosa. Solía imaginarse como una princesa en un castillo y que aquel espectáculo se organizaba solo para ella. Estaba segura de tener la mejor ventana de toda la ciudad y tal vez la mejor vista del mundo entero.
Sin embargo, aquello era cuando todavía estaba muy orgullosa de su país y de ser parisina. La torre Eiffel le parecía el símbolo de todo lo que aportaba grandeza a su querida ciudad.
Más adelante llegaría a odiar lo que representaba. Es increíble la rapidez con la que el cariño y el orgullo se pueden transformar en algo sórdido e inexorable.
Rose observó el cielo del cabo Cod, que emitía un fulgor naranja, después se apagó hasta el rosado y por último al azul brillante que la hacía sentir en su casa y tan lejos del lugar en el que había iniciado su viaje. Aunque la puesta de sol en sí tenía un aspecto diferente allí del que tenía en París —suponía que por una cuestión atmosférica—, el ocaso cerúleo intenso era el mismo que tantos años atrás. La confortaba saber que, mientras que todo lo demás que había en el mundo podía cambiar, el final del espectáculo de luz divino seguiría siendo el mismo para siempre.
Rose tenía la sensación —estando allí sentada junto a la ventana— de que estaba ocurriendo algo importante, pero le costaba situarla: le daba la impresión de que alguien le había dicho algo de vital importancia, pero ¿quién? ¿Y cuándo? No recordaba haber recibido ninguna visita.
El sonido del timbre interrumpió las volutas de sus pensamientos y, tras echar de mala gana una última mirada a la estrella polar, situada por encima de la elevación del horizonte, se dirigió con lentitud hacia la puerta. Se preguntó cuándo había empezado a fallarle aquel cuerpo: recordaba cuando se movía sobre sus pies ligera como el aire y llena de gracia como la brisa. Le parecía que había sido ayer. En aquel momento, en cambio, sentía el cuerpo como un saco de huesos que tenía que llevar a rastras dondequiera que fuese.
En la puerta se encontró mirando fijamente a aquella enfermera amable cuyo nombre le resultaba imposible de recordar, aunque tenía un rostro que inspiraba confianza, según Rose.
—Hola, Rose —la saludó la enfermera, con una voz suave que le recordó que allí le tenían lástima. Ella no quería su compasión. No la merecía—. ¿Baja a cenar? Las tres señoras que comparten la mesa con usted la echan de menos en el comedor.
Rose sabía que no era cierto. Ella no podía recordar, ni por todo el oro del mundo, los nombres o ni siquiera los rostros de las tres mujeres con las que comía tres veces al día.
—No, me quedaré aquí —le dijo Rose a la enfermera—. Gracias.
—¿Y si le traigo una bandeja a su habitación? —preguntó la enfermera—. Esta noche hay pan de carne.
—Me encantaría —respondió Rose.
La enfermera vaciló.
—¿Así que hoy ha venido a verla su nieta?
Rose se esforzó por recordar.
—Ah, sí, sí —dijo rápidamente, porque la enfermera parecía segura y, desde luego, ella no quería que nadie supiera que estaba perdiendo la memoria.
La enfermera pareció animarse con la respuesta y por un momento Rose se sintió algo culpable por engañarla.
—Qué bien —dijo la enfermera—. Parece que últimamente viene más a menudo. Fantástico.
—Sí, claro —dijo Rose, mientras se preguntaba cuándo habría estado allí su nieta.
Suponía que la enfermera no tendría motivos para mentirle y de pronto sintió una punzada de tristeza por no poder recordar las visitas. Le habría gustado mucho recordar la visita de Hope.
La enfermera le palmeó la espalda y prosiguió con la misma voz suave:
—Parece que planea hacer un viaje emocionante —dijo la enfermera.
—¿Un viaje? —preguntó Mamie.
—Ah, sí, ¿no se lo ha dicho? —continuó la enfermera, animada—. Va a ir a París.
De pronto, Rose lo recordó todo: que Hope había ido a verla y lo confundida que había quedado Annie cuando, a principios de la semana, Rose había entregado a su madre la lista de nombres. El rostro de Hope estaba lleno de preocupación aquella misma tarde. Cerró los ojos por un momento y las revelaciones la envolvieron, hasta que oyó a lo lejos la voz de la enfermera, que la hacía regresar.
—¿Rose? ¿Señora McKenna? ¿Se encuentra bien?
Rose se obligó a abrir los ojos y fingió una sonrisa. A lo largo de los años se había vuelto experta en simular felicidad. Era —pensó— un talento espantoso.
—Perdón —dijo Rose—. Me había puesto a pensar en mi nieta y en su viaje.
La enfermera pareció aliviada. Rose sabía que, si le contaba la verdad —que de repente se le había ido la cabeza a 1942—, asustaría a aquella mujer cuyos ojos tiernos indicaban que jamás había tenido que soportar una de esas pérdidas que nos destrozan el alma para siempre. Rose era capaz de reconocer aquella clase de pérdida en los demás, porque la veía en sus propios ojos cada vez que se miraba al espejo.
Cuando la enfermera se marchó a prepararle una bandeja con la cena, Rose cerró la puerta tras ella y se acercó poco a poco a la ventana. Miró fijamente el cielo, salpicado de las primeras estrellas del ocaso, pero el firmamento ya no parecía igual que antes. Más allá de la oscuridad del horizonte, al otro lado del océano inmenso y en algún lugar hacia el este, estaba París, la ciudad donde todo había comenzado, la ciudad en la que todo acabaría. Rose no regresaría jamás, pero, para que el pasado se completara, era necesario que Hope viajara.
Se acercaba el fin y Rose lo sabía: lo sentía en sus huesos, como lo había sentido en aquel verano de 1942, antes de que vinieran ellos. Cuando, a finales de aquel año, llegó a la costa estadounidense y pasó lentamente junto a la estatua de la Libertad, se prometió dejar atrás el pasado para siempre, pero el
alzheimer
que le picoteaba el cerebro y le desordenaba la cronología se lo había devuelto violentamente, sin que nadie lo hubiese invitado.
Cuando Rose abría los ojos por las mañanas, le costaba aferrarse al presente. Algunos días se despertaba en 1936 o en 1940 u otra vez en 1942. Las cosas se le presentaban con tanta claridad como si acabaran de ocurrir y, por pocos minutos, se quedaba clavada en el tiempo, con la vida delante de los ojos, en lugar de detrás, y ella imaginaba que las guardaba en el precioso joyero que su propia
mamie
le había regalado el día que cumplió trece años, lo cerraba con llave y arrojaba esta a las infinitas profundidades del Sena.
El presente, en cambio, se había vuelto borroso e irregular y daba la impresión de que el precioso joyero, que había permanecido cerrado durante casi setenta años, contenía los únicos momentos de claridad que Rose podía encontrar en esta vida. A veces se preguntaba si, en realidad, su olvido deliberado había hecho que los recuerdos se mantuvieran completamente intactos, del mismo modo que, cuando guardamos un documento en un recipiente hermético y al abrigo de la luz durante muchos años, podemos evitar que se desintegre.
Rose se sorprendió al comprobar que aquellos momentos que había ocultado durante tantos años entonces le servían de consuelo. Introducirse en el pasado era como ver a cámara lenta una película de la vida que —lo sabía— no tardaría en abandonar y, por los blancos en sus recuerdos, había días en los que podía regodearse en el pasado sin sentir de inmediato el golpe aplastante de su inevitable final.
Le fascinaba ver a su madre, a su padre y a sus hermanos en aquellos breves viajes al pasado. Le encantaba sentir la mano de su
mamie
en torno a la suya, oír la risa cristalina de su hermanita cuando era bebé y aspirar el olor dulce a levadura de la panadería de sus padres. Entonces vivía para aquellos días en los que podía retroceder en el tiempo y ver a los seres de los que había prometido no volver a hablar, porque era allí donde permanecía su corazón: lo había dejado atrás, en aquellas costas lejanas, hacía mucho tiempo.
Entonces, cuando su propio crepúsculo se cernía sobre ella, se dio cuenta de que se había equivocado al tratar de olvidar —aquello era la clave de su ser—, pero era demasiado tarde. Todo había quedado atrás en aquel pasado hermoso y terrible y allí se quedaría para siempre.
E
sta noche, mientras conduzco hacia casa en silencio, la cabeza me da vueltas.
«Me voy a París».
En el semáforo de Main Street saco el teléfono móvil y, sin poder contenerme, marco el número de Gavin.
En cuanto suena una vez, me doy cuenta de que es una tontería y corto la llamada. ¿Qué le importa a Gavin que me vaya a París? Ha sido muy amable, pero que mis planes le interesen es mucho suponer.
El semáforo se pone verde y, cuando pongo el pie en el acelerador, suena mi teléfono y me sobresalta. Miro quién llama y se me acaloran las mejillas cuando veo «Gavin Keyes».
—Ejem, ¿hola? —respondo con vacilación.
—¿Hope?
Su voz es profunda y cálida y me molesto conmigo misma por la tranquilidad que me produce al instante.
—Ejem, sí, hola —digo.
—¿Me acabas de llamar?
—No tiene importancia —noto que las mejillas se me ponen aún más rojas—. Ni siquiera sé para qué te llamaba —farfullo.
Guarda silencio un momento.
—¿Has ido a ver a tu abuela?
—¿Cómo lo has sabido?
—No lo sabía. —Hace una pausa y añade—: ¿Vas a ir a París?
—Creo que sí —respondo con un hilo de voz.
—Qué bien —dice de inmediato, como si esperara que le dijera eso—. Oye, que si necesitas a alguien que te ayude a mantener abierta la panadería mientras no estás…
Lo interrumpo.
—Gavin, es muy amable por tu parte, pero eso no puede salir bien.
—¿Por qué no?
—En primer lugar, porque tú nunca te has hecho cargo de una panadería, ¿verdad?
—Aprendo rápido.
Sonrío.
—Además, tú ya tienes un trabajo.
—No tengo problema en aparcarlo por unos días y, si hubiera alguna emergencia, me puedo ocupar cuando cierre la panadería.
No estoy acostumbrada a que nadie muestre interés, a que nadie me ayude. Me hace sentir incómoda y no sé muy bien cómo responder.
—Gracias —digo por fin—, pero nunca te pediría que hicieras una cosa así.
—Hope, ¿estás bien? —pregunta Gavin.
—Estoy bien —le digo, pero estoy segura de que miento.
Una semana después, mientras me pregunto si no estaré loca por hacer una cosa así, embarco en un vuelo de Aer Lingus de Boston a París, vía Dublín, el más barato que he podido encontrar con tan poca antelación.
A Annie le hizo tanta ilusión que me hubiese decidido a ir que ni siquiera me mortificó por tener que pasar más días en la casa de su padre. Me dijo que quería acompañarme a París, desde luego, pero pareció comprender cuando le dije que no me alcanzaba el dinero para dos billetes.
—Además, Mamie solo te pidió a ti que fueras —había farfullado Annie, mirando hacia abajo.
—Porque te necesita aquí con ella —le había respondido yo.
Había decidido viajar un sábado por la noche, para no tener que cerrar la panadería más de tres días en total, porque no abrimos los lunes. De todos modos, me da la impresión de que me voy por mucho tiempo, sobre todo con la tormenta financiera que se avecina. No sé si los inversores vendrán a ver la panadería ni cuándo, porque no he vuelto a hablar con Matt desde que rechacé su ofrecimiento de prestarme dinero. Sé que está ofendido, pero ahora no puedo hacer nada al respecto. Tal vez esté cometiendo un grave error, pero no puedo negarme a emprender este viaje.