El avión desapareció en las nubes, se enderezó y después penetró en un arco de luz líquida, de una suavidad infinita. A través del ojo de buey, el paisaje se evaporaba en pigmentos cobrizos, dejando entrever, entre dos destellos, la superficie lacada del mar índigo. Más lejos se veía la costa: llanuras verde limón, como aclaradas por haber ardido demasiado todo el verano. Luego, a ras del suelo, se precisaron edificios grises y, sobre todo, rocas. El caparazón de la isla. Una piedra negra, a la vez dura y pulida, emergiendo de las hierbas calcinadas.
Catania.
Ni siquiera había oído nunca el nombre.
Sin embargo, sobre el asfalto, respirando el aire marino, mezcla de sal y algas, se sintió al instante en su casa. Se dijo que, en uno de sus países de origen, el otoño debía de parecerse a esa caricia tibia. No había puesto nunca los pies ni en Argelia ni en Egipto, pero era exactamente ese otoño el que, desde que era pequeña, corría por sus venas.
Hasta el taxi le gustó: pequeño, gris, más alto de un lado que del otro, de marca desconocida. Le recordaba los coches de sus primeros amigos, en las calles de Gennevilliers: Fiat, Lada desvencijados… Se arrellanó en el asiento y oyó el chirrido de los muelles con un estremecimiento de felicidad.
Pese a todo, a la huida, a la amenaza, a la violencia, era feliz. Una palabra que no se habría atrevido a pronunciar se agitaba en la linde de su conciencia: luna de miel.
Al cabo de un rato, el paisaje se hizo más lúgubre. Negro, monótono, vulgar. Se habría dicho que una tormenta de ceniza lo había cubierto todo, petrificando el menor relieve, ahogando las colinas bajo una costra mate.
—¿Qué ha pasado aquí?
—Nada especial —respondió Marc con la mirada vuelta hacia la ventanilla—. El Etna está muy cerca. Las rocas son volcánicas.
Entonces lo vio.
El volcán. En el extremo del horizonte. Un monte negro que parecía atraer la línea de las nubes. Una cima de humores sombríos que parecía un lugar de oráculos y de misterios. Sin saber por qué, Jadiya percibía una presencia remota…, una historia muy antigua que todavía palpitaba y de la que emanaban símbolos y mensajes.
Se dijo otra vez que Marc quería atraer a Reverdi a esa tierra ancestral. ¿Quería enfrentarse a él en la cima del volcán, entre los gases humeantes? Llevarlo allí no presentaba ninguna ventaja. Pensó en el mar. Más absurdo aún: era el espacio predilecto de Reverdi. ¿La ciudad? Ya imaginaba las callejuelas, estrechas y negras. ¿Conocía Marc esos dédalos tanto como para tender una trampa al asesino?
Maquinalmente, tocó a través de la bolsa su teléfono móvil. Antes de marcharse, había llamado a Solin sin decirle nada a Marc. El teniente había intentado disuadirla, pero, por el tono de su voz, ella había comprendido que Marc decía la verdad: su abogado los había puesto, a él y a ella, a salvo de cualquier procedimiento judicial. Tenían libertad total de movimientos.
Jadiya había prometido al policía que, en cuanto llegara, le mandaría por fax las señas de su hotel. En contrapartida, Solin informaría a las fuerzas de seguridad de la ciudad, a fin de que los sicilianos estuvieran preparados para cualquier eventualidad. Pero, una vez más, había captado el mensaje en la voz: la policía de Catania tenía otras cosas de que ocuparse.
Seguía toqueteando el móvil cuando entraron en la ciudad.
Al día siguiente se enamoró.
Se enamoró de su habitación, en una pequeña pensión anticuada, absolutamente desierta, al fondo de un callejón. Se enamoró de los motivos pasados de moda de las cortinas y la colcha, de los toalleros y los grifos de cobre viejo. Se enamoró de los tejados grises, de las cruces de las iglesias, de las antenas parabólicas, que podía admirar en equilibrio sobre un balcón de hierro forjado que parecía la garra de un águila.
Se perdió por la ciudad. Recorrió las avenidas, las callejuelas, las plazas, negras y tibias, que parecían contener aún un fuego reconcentrado, muy antiguo. Le gustaban aquellas aceras pardas, abolladas, como golpeadas con un martillo de herrero, aquellos muros de piedras oscuras, aquellos patios, aquellos jardines cercados de lava fría. Curiosamente, la piedra volcánica avivaba los contrastes, subrayaba los detalles. Todo destacaba allí como un dibujo trazado con tiza de color en una gran pizarra.
A Jadiya le encantaba también la vida siciliana, la agitación del núcleo urbano, a la vez ruidoso y quedo, vehemente e íntimo. Las plazas llenas de humo, maceradas en el olor de los puestos donde se vendían bocadillos, pinchitos, buñuelos de pescado. Las estatuas antiguas, cumbres de deterioro gris tambaleándose sobre sus pedestales, a cuyo alrededor los niños se perseguían riendo. Las baldosas plateadas, espejeando bajo los chaparrones que de vez en cuando visitaban la ciudad sin quedarse nunca mucho tiempo.
Sí, definitivamente Jadiya se había enamorado de Catania. Se dedicaba a pasear, olvidando sus miedos, ocultando la amenaza latente de Reverdi y las repetidas ausencias de Marc. Este la abandonaba todas las mañanas para entregarse a misteriosas ocupaciones. Había alquilado un coche y se iba todos los días fuera de la ciudad. Cuando ella le preguntaba sobre esas salidas, él hablaba de vigilancia, de localizaciones, de protección. En el fondo, a Jadiya le era indiferente. Pensaba, inocentemente, que estaba viviendo una apacible tregua.
Incluso la violencia soterrada de Catania la atraía. En la ciudad, que presentaba el índice de criminalidad más elevado de Italia, abundaban los crímenes, los sucesos, las amenazas. Como esa cabeza cortada que había aparecido al pie de la estatua de Garibaldi. O ese bar de Trappetto Nord que había sido escenario de una matanza.
Catania, ciudad de sombra y de sol, era también la ciudad de la mafia.
Así transcurrió una semana.
Por la mañana, temprano, Marc y Jadiya iban a un cibercafé; no habían llevado, deliberadamente, su ordenador. Consultaban las ediciones de los periódicos franceses. Seguían esperando ver anunciada la detención de Jacques Reverdi. O por lo menos alguna noticia sobre el caso. Los periódicos se mostraban lacónicos. Era evidente que la investigación no avanzaba.
Cuanto más tiempo pasaba, con más distanciamiento seguía ella el caso. Había dejado de escuchar el buzón de voz, de modo que no se enteraba de los nuevos contratos que su agente estaba negociando. Se desentendía de sí misma. Estaba en suspenso, y la ciudad influía en eso. Era una enfermedad que la alejaba de la realidad; una convalecencia en la que todo le parecía vago, sin importancia.
La verdadera vida estaba en Catania. Allí, un estremecimiento de excitación cristalizaba cada instante, cada sensación, a la manera de esos frisos de azúcar sobre los grandes cruasanes con los que comenzaba el día. Todas las mañanas se sentaba en una
gelateria
, junto a las blancas ventanas, envuelta en el olor demasiado fuerte del café, y leía los periódicos italianos, de los que solo entendía la mitad de las palabras.
Le apasionaban los sucesos; por ejemplo, el caso de una enfermera de las afueras de Catania que pasaba por ser una santa y acababa de matar a su marido con ácido. Mientras leía, dejaba de buscar respuestas a preguntas imposibles: ¿qué hacía exactamente allí con Marc, conviviendo sin ninguna manifestación de ternura o de interés? ¿Quería ayudarlo, tentar al diablo o simplemente ver quién quedaba vencedor?
Y él, ¿a qué jugaba?
Una noche sucedió.
No la irrupción de Reverdi. Todavía no. Sino la aparición de Marc en el hueco de la puerta que comunicaba sus habitaciones.
Hacía cuatro días que no estaba cerrada. Hacía cuatro días que Jadiya aguardaba, esperando y temiendo a la vez que se abriera. Presentía que aquello ocurriría en esa ciudad antigua, cargada de oráculos, que no se conformaba con predecir los acontecimientos sino que los provocaba. Una ciudad situada al borde del destino, ahí donde las conciencias se decantan, donde las cosas se deciden, donde los hombres se juegan la vida.
Sin una palabra, se acercó a ella. Se abrazaron con una extraña familiaridad, como si sus pieles se hubieran hablado durante aquellas semanas mientras sus labios callaban. Jadiya, como siempre, permaneció seca, pero sus cuerpos se fundieron literalmente. Ella notaba los músculos y los huesos de Marc sobresalir bajo la piel. Pensaba en las burbujas de lava que crepitaban al fondo de los abismos, en la cima del Etna. El sudor los cubría por completo, penetrando en todos los huecos e intersticios de su carne. Sus muslos se lubrificaron, su sexo se abrió como un cráter. Se mojó los dedos con saliva y los introdujo en su sexo. La quemadura india se convirtió en lava.
Marc hacía el amor igual que había vivido aquellas últimas semanas, con los dientes apretados, encerrado en su silencio. Jadiya no sintió ningún placer. Pero lo acompañó como lo acompañaba desde la noche de Reverdi. Sin amor, tan solo con una benevolencia dócil que le venía de lejos. En pleno acto amoroso, seguía haciendo de enfermera.
Poco a poco, Marc se incorporó, se arqueó sobre ella. Sus músculos se tensaron, sus caderas se aceleraron. Jadiya estaba ausente. Ajena al instante. Deliraba, lo confundía todo: a su padre ardiendo, su cerebro-pulpo, el Etna rugiendo… Pero no olvidaba emitir las señales convencionales, los suspiros que la ocasión requería, las caricias obligadas, sintiendo bajo los dedos las múltiples cicatrices de Marc. La única concesión que no podía hacer era ofrecerle la boca, aún demasiado dolorida. No lo había besado ni una sola vez, y ese hecho le hacía sentir oscuramente cierto alivio.
De repente, él se agarrotó, encorvado, como empujado por una burbuja de placer que lo mantuviera a distancia. Gruñó, gimió, se desahogó profiriendo un rugido bestial que no tenía nada que ver con el Marc que ella conocía, el del día, el de la vida cotidiana. Se desplomó a su lado. Jadiya no estaba segura de que él hubiera disfrutado. Lo único seguro era la distensión total de sus cuerpos, la maravillosa relajación que ahora los apaciguaba.
Tuvo una revelación: podría morir perfectamente allí, en aquella ciudad lamida por el fuego. Contemplaba esa posibilidad con calma, como el final lógico de un círculo del que nunca había salido. Sí, podría morir al lado de Marc, ese extraño al que cuidaba, cuando él era el responsable de su desdicha.
Marc no se movía. Ella oía su respiración. Grave, breve, en la que vibraba un oscuro resentimiento. Un fondo de tormenta, apenas calmado. Se volvió hacia la pared y dijo:
—Tienes una cita.
Ninguna respuesta.
Ella rozó el papel pintado con el dorso de los dedos y repitió:
—Sé que tienes una cita aquí. Con él.
El silencio, las tinieblas.
Finalmente se alzó un susurro. Una sombra de voz.
—Yo no te he obligado a venir.
Pero Jadiya no lo oyó. Ya se había dormido.
El tañido de las campanas la despertó.
Unas campanadas graves, secas, soleadas. Unas campanadas que la despertaron como jamás había sido despertada. Se sentó en la cama: Marc ya se había ido. Mejor.
Pensó en la noche pasada y en la sensación de malestar que le había dejado. Imposible decir si amaba o no a Marc. Ni siquiera, y sobre todo, después de esa noche. Continuaban en el estadio de aferrarse el uno al otro, al borde del vacío.
Las campanas llenaban el cielo, vibraban en la luz. Jadiya recordó que era domingo. Se levantó, se puso un vestido y miró a través de la doble puerta del balcón.
Nunca había contemplado un espectáculo tan bello. Bajo los cables eléctricos, las calles se habían transformado en ríos de luz. La lava negra parecía líquida, dorada, reluciente. Y en el polvo del aire, un ejército de siluetas caminaban en fila india. Hombres y, sobre todo, mujeres, la mayoría de ellas viejecitas menudas, vestidas de negro, que andaban presurosas como hormigas de luto en dirección a la iglesia más cercana.
Decidió ir a misa. Jadiya no practicaba ninguna religión, ni la de sus orígenes ni ninguna otra. Pero ese día quería saborear el frescor de la nave, respirar el incienso, rozar los velos negros de las ancianas.
Se puso un jersey y una falda y se calzó las botas. Cogió el abrigo, la llave, y se dirigió hacia la puerta.
Estaba abriéndola cuando sonó el teléfono de la habitación.
Jadiya se quedó inmóvil: ¿quién podía llamar a ese número?
Descolgó y murmuró un «¿sí?» vacilante.
—¿Jadiya? Me alegro de encontrarla.
Reconoció enseguida la voz de Solin, el policía de rostro anónimo. Pero ese timbre encajaba tan poco en el momento que tardó en comprender sus palabras.
—¿Cómo dice?
Se volvió hacia la ventana: el encanto se había roto. Las campanas, las viudas, el sol…, todo eso le parecía perdido, inaccesible.
—Es demencial —repitió el policía—. Hemos encontrado el cuerpo.
—¿Cómo?
—Bueno, casi. Acabamos de recibir los resultados de los análisis que pidió Michel antes de morir. En la instalación había también una incineradora. Michel había pedido un análisis de las cenizas de la noche del enfrentamiento, por si acaso. Han tardado mucho en realizar esas pruebas debido, parece ser, a complicaciones técnicas, aunque no lo he entendido muy bien. Pero ahora sabemos con certeza una cosa: un cuerpo vivo se consumió allí aquella noche. Y según las pruebas de ADN, es Reverdi en persona. Buscábamos en el río y resulta que no había salido de la fábrica. Se metió en el horno y se quedó atrapado dentro. Ardió vivo.
Ella intentó hablar, pero las grapas se cerraban de nuevo sobre sus labios. Las manos engarfiadas gritaban más fuerte que su voz. Finalmente consiguió balbucir:
—Pero…, pero… ¿qué significa eso?
—Hay otro asesino. Un imitador, no sé… ¿Jadiya? ¿Está ahí?
Ella no respondió.
Su peso se duplicaba; se hundía en el suelo.
—Usted y Marc deben regresar sin falta. No me obliguen a pedir al juez un mandato internacional» Hay acuerdos con Italia y… ¿Jadiya…? ¿Qué pasa?
Un largo silencio. Después, ella pronunció claramente:
—Le llamo más tarde.
Colgó.
Fue el único movimiento que pudo efectuar. Todo su ser se había transformado en lava helada.
Frente a ella, las ranuras de la doble puerta acristalada estaban tapadas. Con fibra de rota.
Sí, Jacques Reverdi tenía un imitador.
Y ella compartía la cama con él.
La puerta de comunicación entre las dos habitaciones se abrió a su espalda.