La pena embargó el corazón de Romulus. Era uno de los soldados de su centuria. Antes de que pudiese salirse de la fila, Brennus le agarró con su inmensa mano.
—¡Es uno de los nuestros!
—¡Ni se te ocurra! —le dijo el galo entre dientes—. Te destriparán como a un pez.
—Somos los únicos que no hemos cedido —reconoció Tarquinius.
Romulus miró a los guerreros que estaban más cerca. Uno de ellos le lanzó una mirada feroz mientras sacaba de la silla una daga larga y curva que sostenía en la mano.
El mercenario miraba impotente y muerto de miedo al parto que se acercaba.
—¡No me dejéis aquí!
—Ni siquiera sabes cómo se llama —dijo Tarquinius—. ¿Intentarás salvar al resto también?
—Ha salido corriendo y nos ha dejado solos para que muramos —gruñó Brennus—. ¡Cobarde!
Romulus endureció el corazón con dificultad.
—Que los dioses te acompañen.
—¡No! —gritó el soldado herido—. ¡No me ma…! —Se hizo un repentino silencio, reemplazado por el suave ruido del chorro de sangre.
Romulus se dio media vuelta.
Al soldado le habían cortado el cuello. Tenía una expresión de asombro cuando la carótida regó la tierra con una fuente carmesí. El cuerpo del mercenario cayó lentamente hacia un lado, se sacudió un par de veces y quedó inmóvil.
Se oían los gritos de terror de los otros al darse cuenta de lo que les iba a suceder. Pero era lo mismo que ellos hubiesen hecho a los supervivientes enemigos en las mismas circunstancias.
—¡Mirada al frente! —bramó Bassius—. Son todos hombres muertos.
Romulus hizo lo que pudo por ignorar lo que dejaban atrás. Los partos se movían entre los caídos como una aparición, matándolos sin clemencia, acallando los gritos. Sólo a Bassius y a sus veinte soldados permitían marchar libremente.
—Hemos sobrevivido a un gran peligro —dijo Tarquinius con actitud tranquilizadora.
Romulus asintió con la cabeza, obligándose a creerlo. ¿En qué otra cosa si no podría apoyarse?
El camino de regreso a las líneas romanas se les hacía eterno. Pero ni una sola flecha siguió al diminuto grupo que quedaba de la cohorte de mercenarios. Sureña había cumplido su palabra. A diferencia de Craso, que había incumplido un tratado de paz dejándose llevar por el ansia de fama y riquezas.
A medida que se acercaban, se veía claramente que el ejército había formado un frente continuo.
Romulus dio un codazo a Tarquinius.
—El general te ha leído la mente.
—Demasiado tarde —respondió el etrusco—. Los catafractos pronto cargarán. Mil catafractos.
Romulus se estremeció. ¿Podía haber algo más terrible que lo que acababa de presenciar? Brennus se dio cuenta de que el joven se tambaleaba.
—Los dioses deben protegernos —dijo el galo de repente—. ¡Todavía seguimos aquí! —La cabeza le daba vueltas de pensar que seguían vivos. Sólo podían haber sobrevivido a la locura de esa carga gracias a la intervención divina.
Solamente habían dejado entre veinte y treinta pasos entre las cohortes, lo que permitía maniobrar sin dejar espacio para que los partos aprovecharan los huecos. Craso había situado a un gran número de centuriones en las primeras filas. Sabía que era fundamental que las legiones resistiesen el siguiente ataque y confiaba en la habilidad de los oficiales experimentados para lograr que los soldados mantuviesen la calma y para levantarles la moral. Se trataba de una táctica a la que se recurría cuando había mucho en juego.
Cuando el grupo estaba al alcance de las jabalinas, los legionarios profirieron un grito.
Sureña había sido generoso al dejar marchar a los mercenarios, pero estaba a punto de utilizar su mejor arma contra Craso. Un grupo de catafractos se había colocado en el centro del espacio abierto entre los dos ejércitos. Las cotas de malla destellaban al sol: un espectáculo impresionante. Pero esa vez tenían un objetivo diferente. A la cabeza, un jinete blandía una lanza en la que estaba clavada la cabeza de Publio, una señal de lo que esperaba a los romanos.
Los jinetes enemigos se acercaron lo suficiente para que todos los soldados viesen exactamente de qué cabeza se trataba. Otro grito de desesperación desgarró el aire. Los romanos no sólo habían perdido la mitad de su caballería y a dos mil soldados de infantería.
El hijo de Craso había muerto.
Craso había oído los gritos de indignación, pero no había sido capaz de responder. Había visto aplastar la carga de caballería de Publio y su moral había caído en picado. Desconocía el destino de su hijo y no había muchas posibilidades de que alguien le ayudase a decidir el siguiente movimiento de la legión. Aparte del incordioso Longino, ninguno de sus oficiales veteranos parecía tener idea de qué hacer. Estaban demasiado intimidados. Pero Craso no tenía ninguna intención de escuchar a un simple legado.
Sin saber qué hacer a continuación, dirigió su caballo a las filas de vanguardia para averiguar qué pasaba. Los hombres sintieron una oleada de miedo al ver su capa negra. Si en cualquier momento era de mal augurio vestir ese color, ni que decir tenía cuando se mandaba un ejército a la batalla.
Craso ignoró a los asustados soldados y miró con dificultad a los catafractos que pasaban a caballo. Las facciones empapadas de sangre de Publio se balanceaban arriba y abajo en la lanza.
Craso se quedó helado de la impresión. Entonces, embargado por la pena, el arrogante general desapareció; un hombre hundido inclinado sobre la perilla de la silla. El aspirante a Alejandro Magno sollozaba inconsolable.
Los partos, tras haber sacado el máximo partido de su trofeo, siguieron adelante.
Recordando todos los malos augurios, los legionarios que estaban cerca miraban nerviosos a Craso. Las repetidas señales del cielo habían afectado incluso a aquellos que no eran supersticiosos. Las tormentas en el mar. El corazón del toro. El águila del estandarte del revés. Los buitres que llevaban días siguiendo la columna. La traición de los nabateos. Y ahora, la muerte de Publio.
Era obvio. Los dioses desaprobaban la campaña de Craso.
El inmenso ejército estaba inmóvil, las trompetas silenciosas mientras la cabeza de Publio continuaba su horrible viaje a lo largo de las líneas del frente. Los soldados empezaron a flaquear y a romper filas buscando un modo de escapar. Los oficiales jóvenes, situados en la retaguardia y armados con largas varas, les pegaban para que volviesen a sus posiciones, pero no lograban contener el miedo cada vez mayor. Los fríos dedos del terror atenazaban los exhaustos corazones, y era contagioso. Los soldados necesitaban inmediatamente que alguien se pusiera al mando de la situación, pero nada sucedía.
Empezaron a oírse murmullos que cundieron y se convirtieron en gritos de pánico.
—¡El general ha perdido la razón por la pena!
—¡Craso se ha vuelto loco!
—¡Retirada!
—¡Cerrad la maldita boca! —gritó un centurión cerca de Romulus blandiendo con violencia la vara de vid—. ¡El próximo que mencione la retirada acabará con mi
gladius
en la barriga! En posición, rápido.
Intimidados por los oficiales, la mayoría de los legionarios se calló. La disciplina todavía se mantenía… lo justo.
Los catafractos regresaron a las líneas partas. Con las aljabas llenas de nuevo, miles de arqueros a caballo se acercaban a los romanos. Tras su golpe maestro de mostrar la cabeza de Publio, Sureña iba directo a la yugular.
Al final Craso entró en razón y miró al enemigo que se acercaba.
—¡Orden cerrado! —ordenó con voz ronca—. ¡Lanzad las jabalinas a veinte pasos, no más!
El mensajero que estaba a su lado se escabulló rápidamente para pasar la orden a los trompetas. Si las órdenes no se transmitían con rapidez, los partos caerían sobre ellos.
—¿Y después qué, mi general? —Un tribuno había conseguido reunir el coraje suficiente para hablar.
Sorprendido más que enfadado, Craso movió las manos en el aire distraídamente.
—Hay que aguantar el ataque y disparar una lluvia de jabalinas sobre los partos. Eso los obligará a retirarse.
El tribuno parecía confuso.
—Pero sus flechas tienen un mayor alcance que las jabalinas.
—Haz lo que digo —le contestó Craso débilmente—. Nada puede oponerse a las legiones de Roma.
El oficial se retiró con los ojos desorbitados de la preocupación.
Craso había perdido la razón.
Sin saber exactamente adonde ir, Bassius dirigió a sus hombres a la posición de la Sexta Legión, justo en el centro romano.
—No tenéis tiempo de alcanzar a los otros mercenarios —les gritó un centurión cuando se acercaban—. Va en contra de las normas, pero trae a tus muchachos con los míos. ¡Moveos!
El grupo rápidamente formó al lado de los regulares. El fornido centurión que había hablado se inclinó y agarró a Bassius por el antebrazo.
—Gaius Peregrinus Sido. Primer centurión. Primera cohorte.
—Marcus Aemilius Bassius. Centurión mayor, cuarta cohorte de mercenarios galos. Y veterano de la Quinta.
—Lo que ha pasado ahí ha sido una masacre —dijo Sido—. Has hecho una hazaña al sobrevivir.
—Esos cabrones nos han tendido una trampa, así de sencillo. Su flanco derecho huyó y entonces nos rodearon y nos envolvieron. Publio no se dio cuenta de lo que se nos venía encima.
Sido le susurró con respeto.
—¿Por qué no estáis muertos?
—Porque no hemos huido como el resto —Bassius se encogió de hombros—. Y el líder parto nos ha dejado ir.
—¡Por Marte! Seguro que con eso te ganarás unos cuantos tragos de vuelta a casa.
—Eso espero. —Bassius sonrió entristecido, mirando a los arqueros partos. En unos momentos alcanzarían las líneas romanas.
—Nuestras jabalinas no tienen el alcance de sus arcos —dijo Sido con pesar—. ¿Qué podemos hacer?
—Tenemos que resistir a esos cabrones hasta el atardecer —contestó Bassius—. Después retirarnos a Carrhae al amparo de la oscuridad y, mañana, dirigirnos hacia las montañas.
—¿Batirnos en retirada? —Sido suspiró—. No podemos luchar contra esos hijos de mala madre en campo abierto, eso seguro.
—Espero que Craso se dé cuenta rápido o será la muerte de todos nosotros.
Desde que los catafractos habían pasado por delante del ejército no habían recibido órdenes del centro. Finalmente, la
bucina
tocó una serie de notas cortas.
—¡Cerrad filas! ¡Preparados para el ataque!
Los hombres situados al frente no necesitaban indicaciones. Juntaron los escudos y los soldados que tenían detrás levantaron los suyos por encima de la cabeza, en ángulo. No podían hacer otra cosa. Los escudos de los legionarios resistían los proyectiles normales pero, como sabían ahora todos demasiado bien, las flechas partas eran otro cantar.
Los caballos levantaron nubes de un polvo asfixiante. Como los romanos formaban una línea continua, los arqueros ya no podían cabalgar alrededor de las cohortes como habían hecho antes. Ahora tenían que cabalgar a lo largo del frente enemigo y ya no podían atacar tantos al mismo tiempo.
Esto sólo fue un pequeño respiro para las legiones de Craso. Una oleada de jinetes se acercó disparando cientos de flechas desde cincuenta pasos. Los oficiales romanos no ordenaron descargas de jabalinas. No tenía sentido. Cuando los asaltantes partos se retiraron fueron inmediatamente reemplazados por otros. Una lluvia de flechas cayó sobre el ejército atribulado, atravesando madera, metal y carne sin distinción.
Los gritos de dolor de los soldados se oían cuando las puntas de flecha atravesaban los escudos y alcanzaban los ojos o clavaban los pies a la arena. Y cada soldado que caía creaba un hueco en el muro de escudos por el que penetraban montones de proyectiles, pues los partos utilizaban cualquier oportunidad para diezmar a su enemigo. Los romanos se encogían bajo los escudos apretando los dientes y rezando.
Varios mercenarios de Bassius resultaron heridos durante el prolongado ataque. Siguiendo el ejemplo del centurión, los otros partían las flechas o se las sacaban como podían. Los hombres gritaban de dolor cuando la sangre les brotaba de las heridas. El aire se llenaba de quejas, de cascos al galope y del silbido de las flechas emplumadas: una aterradora cacofonía.
Romulus se había acostumbrado a los gritos, pero el número de combatientes era mucho mayor de lo que jamás hubiese imaginado. Se trataba de la muerte a gran escala; la magnitud de la matanza era tal que costaba asimilarla. «Cannas debió de ser algo parecido», pensó. Una batalla que la República había perdido.
Los ataques duraron hasta que al enemigo se le acabaron las flechas. Cuando a los partos se les terminaba el suministro, se limitaban a ir a buscar más a la reata de camellos. Había suficientes arqueros para que no hubiese muchas pausas ni fuesen muy frecuentes. Los frustrados centuriones ordenaron en varios momentos el lanzamiento de jabalinas, pero muy pocas veces los jinetes estaban lo suficientemente cerca para ser alcanzados. Cientos de jabalinas volaban por el aire para acabar aterrizando en la arena, desperdiciadas e inútiles.
Tras horas de sufrir este interminable martirio, la moral romana estaba por los suelos. Solamente en las filas de la Sexta habían muerto casi mil hombres. Otros cientos yacían heridos en la abrasadora arena. El aire estaba cargado de terror y a los oficiales les resultaba cada vez más difícil mantener las unidades en posición.
En el extremo derecho, la caballería íbera había huido porque no estaba dispuesta a sufrir el mismo destino que los galos. Sin señales de Ariamnes y sus nabateos, los romanos ya no tenían jinetes. Al resto del ejército de Craso lo habían destrozado, lo habían dejado sin posibilidad alguna de responder al ataque.
Las cohortes se mantenían en pie pero tambaleándose bajo el ataque. Los hombres estaban muertos de sed, exhaustos. Flaqueaban, a punto de salir huyendo.
Pero en lugar de iniciarse otro ataque, empezaron a sonar tambores y campanas. Mientras el ruido aumentaba en un
crescendo
sobrenatural, los arqueros montados se retiraron. Los soldados romanos que no estaban heridos no sabían bien lo que pasaba y esperaban con los nervios destrozados. Debido a la nube de polvo que se había instalado de forma permanente entre las dos fuerzas, no veían al ejército parto.
Durante lo que pareció una eternidad, no pasó nada.
Entonces, de repente, los instrumentos se callaron. Sureña era un buen psicólogo y
había
, llegado el momento del mazazo.