El noble no estaba muy interesado en los dioses, excepto en Marte, el dios de la guerra.
Fabiola tembló de frío y se arrebujó en la capa de lana. Se percibía el hedor a pescado podrido y excrementos humanos. Miró hacia abajo, al agua oscura, e hizo una mueca.
—Son las aguas negras de la ciudad —explicó Brutus—. No te preocupes, en la villa no hay nada de esto. Tiene sumideros adecuados que desaguan a casi un kilómetro de distancia.
En el muelle descubierto, ocho pobres esclavos habían estado esperando su llegada. A su lado tenían una litera grande. Fabiola y Brutus se subieron a ella y partieron hacia la villa mientras Docilosa, ya liberta, se quedaba para supervisar el desembarco del equipaje.
Las calles de Pompeya estaban casi desiertas. Las pocas personas que se veían se apresuraban para llegar a las termas o al mercado, encorvadas para defenderse del viento cortante. Un anciano augur se tambaleaba y se sujetaba con fuerza la gorra de pico romo para evitar que se le volara. Niños harapientos corrían por la calle, gritando contentos por el pan que habían robado. Gritos de enfado los perseguían.
El Foro era bastante grande para ser de una población rural, aunque estaba en obras. En la plaza, el templo inacabado de Júpiter ocupaba un lugar destacado y estaba flanqueado, como de costumbre, por el teatro, la biblioteca pública y otros templos. Delante de muchos edificios había estatuas de dioses. Un mercado cubierto ocupaba casi todo el espacio abierto. El mal tiempo amortiguaba los gritos de los vendedores.
La litera dio sacudidas y se balanceó un rato en el camino para salir de la ciudad. Brutus charlaba sobre la villa a la que se aproximaban, sin darse cuenta de que Fabiola estaba cansada del viaje.
—Fue construida por una familia noble. Pero la compró un rico plebeyo cuando los propietarios tuvieron una mala racha, hace casi treinta años —explicó Brutus. Hizo un guiño—: No se pusieron del lado de Sila.
Fabiola le rió diligentemente el macabro chiste. Miles de personas habían muerto durante el mandato del dictador.
—Los augures dicen que la mala suerte persigue a las malas personas. O quizá fuese porque el comerciante vivía en el Aventino. —Brutus se encogió de hombros—. Tuvo que poner la villa en el mercado hace dos inviernos y no había muchos compradores. —Sonrió—. Fue una ganga.
—¿Un comerciante? —preguntó Fabiola, y se inclinó hacia delante con un interés repentino—. ¿Del Aventino?
Brutus parecía sorprendido.
—Sí. Viejo, apestoso y gordo. ¿Por qué?
—¿Cómo se llamaba?
Brutus se pasó la mano por el cabello castaño y corto, pensativo.
El corazón se le aceleró a Fabiola con la espera.
—¿Gemellus? —Hizo una pausa—. Sí, se llamaba Gemellus.
Fabiola perdió la compostura y dio un grito de alegría. Ser la nueva dueña de la villa de su antiguo propietario era un sueño hecho realidad.
—¿Le conoces? —preguntó Brutus con curiosidad.
Fabiola le apretó la mano.
—Fue él quien me vendió al Lupanar.
—¡Cabrón!
Que Brutus se encolerizase era extraño y resultaba chocante.
—Pero si no lo hubiese hecho, nunca te habría conocido —dijo Fabiola con timidez.
—Es cierto. —Brutus se calmó y miró afuera—. Si te sirve de consuelo, he oído que su negocio se ha ido al garete. Perdió una fortuna cuando los barcos cargados de animales que había comprado para el circo naufragaron camino de Egipto.
Fabiola sintió una punzada de tristeza. Se acordaba de cuando ella y Romulus soñaban que cazaban animales salvajes con los bestiarios. Parecía que hacía una eternidad.
—Al final los prestamistas lo perseguían día y noche —añadió Brutus—. Incluso tuvo que vender su casa en el Aventino.
El alivio empezó a sustituir al dolor. Y cuando al fin vio el alto muro que rodeaba su nueva casa, Fabiola se dio cuenta de que Júpiter, de una forma que sólo los dioses conocen, cuidaba de ella.
Al final había conseguido vengarse: Gemellus se había convertido en uno de los vagabundos que llenaban las calles de Roma y pedían limosna a los ricos. Puesto que el comerciante apreciaba el dinero por encima de todo, su vida estaba más destrozada que si le hubiesen clavado un puñal entre las costillas en un callejón. Era un castigo apropiado, pensó, aunque todavía hubiese sido mejor que Gemellus hubiese llamado a su puerta y haberle contado que ella, Fabiola, iba a quedarse con su querida villa. Su único pesar era que Romulus y su madre no estaban a su lado para compartir la alegría. Pero seguro que la veían desde el otro lado.
Como amante de un noble poderoso, Fabiola podía dedicarse exclusivamente a descubrir la identidad de su padre. Brutus, lo supiese él o no, era la clave. Él le facilitaría contento la entrada en la sociedad romana más encumbrada, se convertiría en una igual de quienes la habían mirado de forma despectiva. La clave estaba ahí, en alguna parte. Tal vez incluso estuviera cerca de casa.
Tardara lo que tardase, Fabiola no pensaba descansar hasta vengar a su madre.
Este de Seleucia, otoño del 53 a.C.
El desolado paisaje se extendía hasta el infinito.
Tras los soldados, una inmensa cordillera montañosa se extendía de norte a sur. Los picos nevados contrastaban marcadamente con la llanura arenosa que tenían a sus pies. Les había costado semanas salvar pasos estrechos, arroyos helados y senderos serpenteantes a lo largo de los bordes de los precipicios. Cientos de legionarios habían muerto a causa de los desprendimientos de tierra o por las inclemencias del tiempo. Las laderas desnudas no les habían proporcionado mucha comida y alguna que otra cabra alcanzada por una flecha no era suficiente para alimentarlos a todos. Carne seca, pan ázimo y una determinación férrea habían llevado a los prisioneros supervivientes hasta las cimas.
Eso y la ejecución inmediata que esperaba a todo aquel que se negase a seguir la marcha. La disciplina parta todavía era más severa que la romana.
La columna de más de nueve mil soldados había bajado impaciente esa mañana por un sendero sinuoso. Habían considerado un éxito el simple hecho de llegar a un terreno llano. A ambos lados se elevaban dunas bajas con suavidad, antesala del desierto que se preparaba para darles la bienvenida. En el cielo no había una sola nube, los únicos habitantes eran los omnipresentes buitres.
Pero el desierto no resultaba tan intimidatorio como antes de Carrhae. Esos hombres habían pasado por sufrimientos increíbles, habían visto cosas inimaginables. Aquello no era más que otra prueba que tenían que soportar. Habían sobrevivido.
Romulus se arregló la tela que le cubría la cabeza y se secó el sudor. Igual que el de todos los demás, el casco del joven soldado oscilaba en el yugo que llevaba al hombro. No necesitaba ponérselo porque no había enemigos en cientos de kilómetros.
Brennus y Tarquinius marchaban seguros a su lado. Durante el paso por las montañas, sus aptitudes para la supervivencia habían ayudado a mantener con vida a los hombres que quedaban de la Sexta. Las pieles de los zorros que Tarquinius había cazado con trampas servían de mantas y Brennus había capturado con regularidad cabras o antílopes con un arco que había conseguido de un guardia.
Muertos todos los oficiales veteranos, había un vacío de poder en las filas. Los soldados necesitaban a alguien al mando y, con tantos hombres de diferentes legiones, había sido difícil organizar a los prisioneros romanos. Sensatos, los oficiales partos al mando habían unido a los hombres que habían servido en la misma unidad, aunque desde su marcha de la capital hacía dos meses los soldados no se habían mostrado muy dispuestos a obedecer órdenes como no fuesen las más básicas.
Muchos legionarios veían en Tarquinius un líder extraoficial. Había pasado meses cuidando a los heridos, y su habilidad para predecir el futuro ya era conocida por toda la columna. Como cabía esperar, el hecho de que el etrusco entendiese el parto había llamado la atención de los captores. Las habilidades místicas que demostraba también le habían granjeado su respeto. En reconocimiento por ello, habían nombrado a Tarquinius el equivalente a un centurión y tenía que responder ante el oficial al mando de una de las cohortes reformadas. Aunque el arúspice no era un regular, siempre era más fácil obedecer las órdenes de uno de los suyos.
De momento, la cohorte del etrusco era la única que habían rehecho, motivo de verdadero orgullo para Romulus y Brennus. Pero sólo Tarquinius sabía la razón. Los demás sentían alivio de no tener que cargar con las armas durante un tiempo. Una recua de muías transportaba armamento, comida y agua.
—¿Cuándo llegaremos a Margiana? —preguntó Romulus.
—Dentro de cinco o seis semanas —contestó el etrusco.
Romulus se quejó. Daba la impresión de que no lograban acercarse al destino, situado en la frontera del Imperio parto.
—Al menos esos cabrones también tienen que caminar. —Brennus señaló a los guerreros situados a ambos lados de la columna.
Probablemente los prisioneros superaban a los partos veinte a uno, pero eso daba lo mismo. Se encontraban a más de mil quinientos kilómetros al nordeste de Seleucia y no tenían adonde ir, así que era inútil resistirse. Sólo los indígenas de piel morena conocían la ubicación exacta, en la inmensa desolación arenosa, de los pozos, fundamentales para seguir con vida, y a los romanos no les quedaba otra opción que seguirlos. Sin agua nadie podía sobrevivir.
—¿Por qué no han enviado catafractos para vigilarnos? —preguntó Romulus.
—Roma no acepta la derrota con facilidad —contestó Brennus—. Orodes probablemente los reserva por si hay otro ataque.
Tarquinius se rió entre dientes.
—Puede que el rey no lo sepa, pero nadie quiere venganza. César no debe de estar muy contento de haber perdido a su mecenas, pero está demasiado ocupado con otros asuntos. Y Pompeyo estará encantado de que Craso esté fuera de combate. Eso le permitirá concentrarse en César.
Romulus suspiró. La política italiana no tenía mucha importancia allí.
—Si Roma no contraataca, ¿cómo vamos a regresar a casa? —murmuró—. Estamos en medio de la nada y nos dirigimos hacia los confines de la tierra.
—Conseguiremos regresar —susurró Tarquinius.
El galo no oyó el comentario.
—¡Somos la legión olvidada! —exclamó con cinismo, señalando hacia delante.
Todas las miradas siguieron el brazo extendido.
Pacorus, el oficial parto al mando, había obtenido astutamente un águila de plata del botín de Carrhae. Mientras las otras decoraban el palacio de Orodes, la suya estaba siempre situada a la cabeza de la columna.
Brennus volvió a señalar con el dedo el ave de metal, reconociendo su importancia. El estandarte era fundamental para el nuevo mando parto y se había convertido en la posesión más importante de los soldados. Un grito de orgullo salió de las gargantas de los hombres. Había habido muy poco que celebrar desde Carrhae, hasta entonces.
Los guardias escuchaban con curiosidad, pero no respondieron enseguida. La disciplina no era tan estricta ahora que ya habían dejado la ciudad. Ya habían ejecutado a bastantes hombres para mantener al resto a raya. Pero hasta que viesen al enemigo, la recién hallada confianza tenía un límite.
Tarquinius sonrió.
—Es un buen nombre.
—Suena bien —reconoció Romulus.
—¡Perfecto! —Brennus hizo una pausa y se volvió hacia las filas que los seguían—. ¡La Legión Olvidada!
Enseguida los otros imitaron al galo y el grito se elevó en el aire caliente y sin viento.
Cuando toda la columna empezó a gritar, muchos partos se alarmaron y llevaron la mano al arma. Nunca había pasado nada parecido.
Pacorus cabalgaba cerca y se inclinó sobre la silla para hablar con Tarquinius. Cuando éste se lo explicó, el comandante sonrió y gritó una respuesta. Los guerreros se tranquilizaron con sus palabras. Pacorus espoleó el caballo y se fue hacia la parte delantera para comprobar si había señales de otros viajeros. No le gustaba dirigir desde atrás.
—¿Qué quería? —preguntó Romulus.
—Saber por qué gritábamos. Le he dicho que éramos la Legión Olvidada y me ha contestado que eso esperan de nosotros.
Brennus sonrió, contento con la reacción a su grito.
—También ha dicho que nuestros dioses nos han abandonado.
—Nos volvieron la espalda cuando cruzamos el río —dijo Félix. El pequeño e ingenioso galo se había unido al trío cuando dejaron Seleucia.
—Quizás a algunos —contestó Brennus serio—. Pero no a la Legión Olvidada.
—Puede que tengas razón. —Félix hizo la señal contra lo maligno—. ¡Todavía estamos vivos!
Romulus estuvo de acuerdo y en silencio agradeció a Júpiter su protección. Algo le hizo mirar al etrusco, que esbozaba una leve sonrisa. Nada de la caminata hacia el este lo alteraba, cosa que le extrañaba. Aunque Brennus parecía contento con su suerte, casi todos los demás estaban preocupados porque con esa marcha se alejaban del mundo conocido. Sin embargo Tarquinius la disfrutaba de verdad. Cada pocos días anotaba comentarios en el mapa antiguo, describiendo lo que había visto y, cuando Romulus se lo pedía, se lo explicaba. Gracias a estas lecciones, el joven también había aprendido a disfrutar del viaje y a respetar el abrasador desierto y las imponentes cumbres que habían atravesado. En su mente, Alejandro había crecido hasta convertirse casi en una figura mítica. «El León de Macedonia debió de ser un líder extraordinario —pensó—. Quizá Tarquinius siga sus pasos.»
—Alejandro fue uno de los líderes más carismáticos jamás vistos —dijo el etrusco.
Romulus dio un respingo.
—Craso no nos inspiró en absoluto, ¿verdad?
—El muy tonto no lo hizo. Por eso los malos augurios afectaron tanto a los soldados. Si hubiesen querido a su líder como los soldados de Alejandro quisieron a éste, puede que hubiesen superado el miedo.
Romulus pronunció unas palabras que no sabía de dónde venían.
—Dirige con el ejemplo. Como haces tú cuidando a los enfermos y a los heridos.
A Tarquinius le temblaron los labios, achicó los ojos y miró el cielo azul.
—Y los augurios para el resto del viaje son buenos. Para todo el camino hasta Margiana y Escitia.
A pesar del intenso calor, Brennus no se atrevió a preguntar si en esos lugares sería donde tendría que salvar a sus amigos. No quería saber exactamente cuándo habría que hacer borrón y cuenta nueva. Brennus alejó ese pensamiento y siguió la marcha.