La legión olvidada (52 page)

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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

BOOK: La legión olvidada
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—La Octava se marcha —dijo Romulus—. ¿Deberíamos irnos nosotros también?

El rostro del etrusco era un enigma a la luz de la luna.

—La deserción está castigada con la crucifixión. Deberíamos quedarnos.

Romulus frunció el ceño. No parecía muy posible que los cansados centinelas notasen que tres hombres más huían de la ciudad. La disciplina estaba en su cota más baja.

—¿Qué dicen las estrellas?

—No me dicen mucho.

Romulus se encogió de hombros, contento de confiar en su amigo. Brennus parecía dispuesto a seguir a Tarquinius hasta el fin del mundo en caso necesario. El grandullón era como un padre para él, y ésa era suficiente razón para quedarse.

La pareja regresó a la choza, donde encontraron a Brennus despierto.

—¿Qué pasa?

—La Octava se dirige a Zeugma.

—Será fácil deslizarse por la muralla. Nadie nos verá.

—No —contestó Tarquinius con firmeza—. Hay menos de un día de marcha de aquí al Eufrates y a la seguridad. Los hombres podrán conseguirlo después de un buen descanso.

—Parece de cobardes irse de noche. —Brennus se tumbó en el suelo de tierra y cerró los ojos—. Además, necesito dormir.

Romulus se imaginó las filas de legionarios marchando en la oscuridad. La Octava todavía se veía orgullosa, disciplinada. No como la muchedumbre que había en Carrhae y sus alrededores. Se le revolvió el estómago. Seguramente era más sabio retirarse cuando los partos no podían utilizar sus flechas mortíferas. ¿Qué ventaja tenía esperar hasta la mañana? No tenía sentido, pero el etrusco sabía lo que era mejor. Más cansado que nunca, Romulus cerró los ojos y se quedó dormido al instante.

El arúspice no volvió a hablar hasta el amanecer. Estaba sentado al lado de la puerta abierta y contemplaba y estudiaba el cielo nocturno. A Tarquinius no le gustaba engañar a sus amigos, pero no le quedaba más remedio. Olenus había estado en lo cierto hacía muchos años.

A media mañana, todo el mundo se había dado cuenta de que tendrían que haber seguido a Longino hasta el Eufrates. En lugar de marchar hacia el oeste, los legados habían decidido seguir al guía de Coponius hacia el norte, en dirección a Armenia. Craso no había dado una sola orden desde la noche anterior y montaba a caballo aturdido y en silencio. Tras cuatro horas en el caldero de fuego, los soldados habían llegado al límite de su resistencia. No había señal de los partos ni de las montañas prometidas. Y lo peor de todo, ni de ríos ni de oasis. La mayoría de los soldados se había bebido toda el agua de los odres a los pocos kilómetros y la sed se convertía de nuevo en el enemigo.

Los legados se dieron cuenta de que los soldados necesitaban un descanso y ordenaron detenerse. Los hombres se desplomaban en el suelo, sin importarles que estuviese tan caliente que casi quemaba. Por miedo a un motín, los centuriones no intentaron moverlos durante un rato.

Finalmente, Bassius y los oficiales empezaron a caminar arriba y abajo con las varas de vid en la mano. Así nunca alcanzarían Armenia.

—¡Levantaos! ¡Bastardos gandules!

Las palabras eran las mismas, pero tras el esfuerzo sobrehumano de llevar a la segunda cohorte a un lugar seguro, a Bassius no le quedaban fuerzas. Había gastado sus últimas reservas y lo único que le quedaba era su voluntad.

Los legionarios se quejaron pero hicieron lo que les ordenaba. Bassius se había ganado su respeto durante la retirada y todavía estaban dispuestos a seguirle. Otros centuriones tenían más dificultades, pero al final el maltrecho ejército consiguió continuar la marcha.

Marchaban a una velocidad increíblemente lenta y, a medida que la columna avanzaba, más y más soldados se salían de las filas de puro cansancio. Algunos lograban levantarse con mucho esfuerzo, pero los más débiles se quedaban tumbados en la arena ardiente. Las peticiones de ayuda llenaban el aire, pero muy pocos hombres tenían fuerzas para cargar a otro. Era más fácil mirar para otro lado. De nuevo las lágrimas anegaron los ojos de Romulus al reconocer a legionarios con los que había luchado durante la campaña. Pero la mano de hierro de Bassius sobre el hombro le impidió intentar ayudarlos.

Y así continuó. El rastro del ejército era un reguero de figuras moribundas achicharrándose al sol. Nubes de buitres descendían velozmente a su paso. Las feas aves graznaban y luchaban entre sí para hacerse con la mejor presa. Nadie sabía si esperaban a que estuviese muerta.

Al final las legiones se acercaron a la base de una enorme duna situada en medio del camino y cuyo tamaño las obligó a detenerse. Cientos de metros de arena ascendían abruptamente. Los soldados se quejaron en voz alta. Iba a ser una ascensión larga y difícil.

—¡Subid! —gritaron los centuriones señalando hacia arriba—. ¡Moveos!

Las filas delanteras dejaron los yugos y empezaron a escalar. No podían hacer otra cosa que obedecer. Tal vez desde la cumbre se divisasen las montañas prometidas.

A cincuenta pasos, Romulus vio una reveladora nube que se elevaba detrás de la pendiente.

—Tenemos problemas. —Se le hizo un nudo en el estómago y le dio un codazo a Brennus.

De repente todo el mundo vio el polvo. El ejército se detuvo abruptamente. Los oficiales gritaban en vano y los legionarios miraban horrorizados y fascinados.

Cuando los arqueros partos aparecieron en la cima de la duna, una queja ahogada escapó de las gargantas de los soldados. Ya no llegarían más lejos. Mientras los cansados soldados esperaban, toda la cresta se llenó de enemigos.

—Estamos acabados —exclamó Romulus—. No podemos luchar contra ellos, ¿verdad que no? Es casi mejor tumbarse y morir.

Ligeramente sorprendido, Brennus enseguida recuperó la compostura.

—No puede ser tan malo como parece —dijo.

Romulus se volvió hacia Tarquinius, que le miraba fijamente. El joven soldado estaba furioso.

—¿Sabías que esto iba a pasar? —le preguntó bruscamente.

—No. —Era imposible saber si el etrusco mentía o no.

—¿De verdad? Hay miles de hijos de perra ahí arriba —gritó Romulus—. ¿Cómo no los has visto?

—El arte del arúspice es incierto —contestó Tarquinius encogiéndose de hombros—. Ya te lo había dicho.

A Romulus se le cayó el alma a los pies. ¿Cómo iban a soportar una batalla como la del día anterior?

Entonces el etrusco señaló algo.

Unos jinetes bajaban por la duna con las manos en alto para demostrar que no llevaban armas.

Romulus los miró receloso.

—¿Nos están ofreciendo parlamentar?

—Eso parece —contestó Brennus con calma.

—El viento es más favorable ahora —comentó Tarquinius—. Aunque hoy morirán mil hombres más.

—Más vale hablar —gruñó Romulus—. De lo contrario no tenemos ninguna posibilidad.

Los amigos contuvieron la respiración cuando los partos se acercaron; los caballos andaban con cuidado por la arena blanda.

La posición de Craso se veía claramente por el número de estandartes y de oficiales con capa roja, y los jinetes se detuvieron a cien pasos de ella. Esperaron expectantes.

Para sorpresa de Romulus, no hubo respuesta.

Los hombres empezaron a enfadarse. A la interminable marcha bajo el sol abrasador, el agotamiento y la falta de agua había seguido la muerte de miles a manos de un enemigo inalcanzable. Incluso cuando estaban a punto de ser masacrados, parecía que su general no iba a hablar con los partos. Su arrogancia no había desaparecido totalmente.

Como no tenía caballería, Craso tuvo que acudir a sus guardaespaldas para que llevasen las órdenes. Al fin una pareja de la élite regresó trotando a lo largo de la columna, sudando copiosamente bajo el peto dorado y la falda de cuero.

—¡Preparaos para la batalla! —resollaba uno de los dos cada varios pasos—. Regresad a la llanura. Formad una línea continua.

—¡A la mierda, hijo de mala madre!

—¿Quién ha sido? —Los dos hombres se detuvieron con la mano en la espada.

—¡Id a luchar vosotros contra esos cabrones partos!

Hubo un rugido cargado de ira y se gritaron más insultos. Hasta entonces aquellos soldados privilegiados no habían entrado en combate, cosa que generaba mucho resentimiento entre los oficiales y la tropa.

—¿Dónde está el centurión de mayor rango? —El guardaespaldas más veterano, un
optio
, intentó recuperar el control.

En silencio, Bassius dio un paso adelante con
la phalera
a la vista.

—Nadie desobedece una orden directa de Marco Licinio Craso. ¡Arresta a esos hombres!

—Me puedes llamar señor. ¡No he pasado dieciséis malditos años en las legiones para nada!

—Señor.

—Hazlo tú mismo —contestó Bassius—. ¡Pedazo de mierda!

Sus hombres estallaron en una inmensa ovación.

—¿Se niega a cumplir las órdenes, centurión?

Bassius le ignoró.

—¿Por qué no ha enviado Craso un destacamento para negociar?

Más gritos de aprobación de los legionarios que estaban cerca.

Los dos guardias no tenían ningún interés en la diplomacia.

—Craso no parlamenta con salvajes del desierto.

Bassius sacó el
gladius
con presteza y puso la afilada punta bajo la barbilla del
optio.

—Dile al general que vaya a hablar con los partos. —El se dio media vuelta—. ¿Os parece bien, muchachos?

Un rugido de aprobación cada vez más fuerte recorrió la fila y los soldados golpearon las espadas contra los escudos para demostrar su apoyo. Los más alejados adivinaron lo que pasaba y se les unieron. Romulus y Brennus hicieron lo mismo. ¿Qué sentido tenía morir en el desierto de Mesopotamia? Mejor era retirarse hacia Siria y sobrevivir.

Se levantó un viento ligero y Tarquinius observó que en el cielo habían aparecido una serie de pequeñas nubes. Todos estaban absortos en el enfrentamiento y nadie le vio fruncir el entrecejo. Había doce.

El
optio
era un hombre valiente.

—Craso ignora las demandas de la escoria.

—He luchado en más de diez guerras, perro miserable —contestó Bassius, y apretó más el
gladius
hasta cortarle la piel. Una gota de sangre rodó por el hierro.

El otro hizo un gesto de dolor, pero no retrocedió.

—Será mejor que Craso haga lo que decimos. —Bassius calló un instante—. O puede que termine como Publio.

El
optio
miró a su compañero.

Muchos legionarios se pusieron tensos y el segundo soldado soltó con cuidado la espada. Los hombres que estaban a su alrededor golpeaban los escudos con más fuerza. Craso se lo había prometido todo, pero sólo les había dado penalidades y muerte. Miles de partos esperaban para aniquilarlos. Si el general no quería parlamentar, se verían forzados a tomar cartas en el asunto.

—Ya los has oído. —El viejo centurión señaló con un gesto al centro de la columna—. Ahora ve a decírselo a Craso.

Lentamente los dos guardias se alejaron del arma levantada y regresaron a la posición de Craso. Bassius los observó un momento antes de volver a la línea.

—¡Por Júpiter! —Romulus respiró hondo—. ¿Habías visto alguna vez algo parecido?

Brennus negó con la cabeza.

—Esto demuestra hasta qué punto la situación es mala, para que un hombre como Bassius se amotine.

—Craso diezmó a una unidad que huyó de Espartaco —dijo Tarquinius—. Será interesante ver qué hace ahora.

—Hablará. Si ese imbécil no negocia —contestó Brennus con calma—, el ejército entero se alzará.

El galo tenía razón. Al final Craso consideró que sus soldados ya habían sufrido bastante. Sólo el jaleo que habían armado ya expresaba la ira que sentían, y al poco rato un grupo se separó del centro. Guiados por el moreno Andromachus, Craso y sus legados cabalgaron por la arena y se acercaron, con la cabeza gacha, a los partos que esperaban. Incluso la crin de los penachos de los cascos de los oficiales estaba mustia. Ni el más leve sonido rompía el silencio y el sol caía de lleno sobre la dramática escena. Los arqueros estaban sentados en la parte más alta, inmóviles. Observaban. Esperaban, preparados para atacar.

Durante algún tiempo los dos grupos hablaron, sus palabras inaudibles a causa de la distancia. Con Andromachus como intérprete, Craso y sus oficiales escucharon las condiciones de Sureña.

Romulus apretó la mandíbula.

—Esperemos que este imbécil consiga sacarnos de aquí, de otro modo seremos carnaza para los buitres.

—Querrán garantías de que no les volverá a invadir otra vez —añadió Tarquinius.

—¿Qué tipo de garantías? —preguntó Romulus.

Brennus escupió en la arena.

—Prisioneros.

Al joven le dio un vuelco el corazón. ¿Era eso lo que Tarquinius había querido decir? Romulus no tuvo tiempo de reflexionar sobre ese desconcertante pensamiento.

De repente estalló sobre ellos una sanguinaria refriega. Andromachus y los partos habían sacado las armas que tenían escondidas y habían matado a tres legados. Mientras los soldados miraban impotentes, derribaron a Craso del caballo de un golpe en la cabeza. De inmediato, dos guerreros saltaron al suelo y cargaron su cuerpo inconsciente en un caballo. Dejaron a sus compañeros que acabasen con el resto de los romanos y se fueron galopando duna arriba.

Los atónitos legionarios miraban cómo desaparecía su única posibilidad de salvación. Un oficial de rango había conseguido volver grupas y regresar, pero los otros yacían sin vida en la arena.

El ejército se había quedado con un solo legado.

—Estamos acabados —se quejó una voz cercana.

Brennus desenvainó su larga espada con el rostro tranquilo.

—Bastardos traicioneros —dijo Romulus con amargura.

—Debía de estar todo planeado —señaló Tarquinius—. Eso no lo vi.

Los jinetes situados en la cima de la duna ya se habían dividido en dos filas, cada una de las cuales apuntaba a un lado de la columna romana. Sureña había preparado el golpe final.

Romulus desenvainó el
gladius
y lamentó el hecho de que nunca llegaría a vengarse de Gemellus. Podía considerarse afortunado si lograba sobrevivir una hora.

Entonces, Tarquinius miró el cielo y, para su alivio, habló con absoluta certeza.

—Nosotros tres no moriremos hoy. Muchos morirán. Pero nosotros no.

Romulus suspiró aliviado.

Brennus sonrió de oreja a oreja, su fe más sólida que nunca.

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