—Ayer mis exploradores flanquearon a los arqueros montados y realizaron un reconocimiento varios kilómetros hacia el sureste. No había rastro de más ejércitos partos. Orodes debe de haber dirigido a sus hombres hacia el norte.
—¿Por qué no nos lo habíais dicho antes? —preguntó Longino agriamente—. Esto huele a traición.
Ariamnes parecía herido.
—Pero si me estoy ofreciendo a dirigir otro reconocimiento.
Craso hizo un gesto de aprobación con la cabeza.
El nabateo notó que los dedos de Longino apretaban la empuñadura de su espada.
—Regresaremos al mínimo indicio de actividad enemiga. Pero sospecho que la ruta hacia Seleucia ya está despejada. —Ariamnes ignoró deliberadamente al legado—. ¿Complacería eso a su excelencia?
Una sonrisa cruzó el rostro de Craso.
—¿Y los exploradores no encontraron señales de los partos?
—Ninguna, excelencia.
Longino no pudo contenerse.
—¡No confíe en esta serpiente, señor! Sé que es una trampa. ¿Por qué no regresar al Eufrates y reunimos con Artavasdes? Con más de diez mil soldados de caballería podríamos vencer en cualquier batalla.
—¡Silencio! —gritó Craso—. ¿Es que estás conchabado con los malditos armenios?
—Por supuesto que no —masculló Longino, sorprendido por la monumental arrogancia de Craso.
—En tal caso, calla. A no ser que quieras acabar tu carrera degradado.
Longino se esforzó por contener la ira. Con un seco saludo, se giró para marcharse pero, de repente, se inclinó hacia Ariamnes.
—Como resulte que eres un traidor, te crucificaré yo mismo —le susurró antes de salir con paso resuelto.
—Bueno, hoy arrasaremos a los mosquitos que han estado molestando a mis hombres —declaró Craso.
El nabateo sonrió.
Poco después, Romulus y Tarquinius observaban cómo la larga columna de la caballería nabatea cabalgaba hacia el este.
—¿Deja que se vayan? ¿Así de sencillo? —preguntó Romulus.
—No los volveremos a ver —aseguró el etrusco, mirando detenidamente la fina capa de nubes situada en el cielo por encima de los jinetes que partían.
Romulus movió la cabeza incrédulo.
—Eso ya lo predije yo. —Brennus estaba de nuevo afilando la espada larga—. El general es un imbécil.
—Ariamnes es muy persuasivo y, sencillamente, le ha dicho a Craso lo que éste quería oír —comentó el etrusco.
—Ahora solamente nos quedan dos mil soldados de caballería —dijo Romulus—. ¿Cuántos jinetes partos habrá?
—Unas cinco veces ese número.
Romulus frunció el ceño e intentó calcular el número de flechas que tantos arqueros podrían disparar.
Tarquinius comprobó que no hubiese nadie cerca que le pudiese oír.
—En la próxima batalla miles de hombres perderán la vida.
El semblante del galo se ensombreció.
—¿Y nosotros?
—Tantos espíritus han dejado esta existencia… —El etrusco parecía inusitadamente preocupado—. Resulta difícil ser preciso —admitió—. Pero estoy seguro de que dos de nosotros sobreviviremos, porque he visto nuestra amistad perdurar tras el derramamiento de sangre y la matanza.
Brennus se preparó para lo peor. «Dejadme morir con valentía —pensó—. Con honor, protegiendo a Romulus y a Tarquinius. Para que pueda reencontrarme con Brac y con mi tío en un paraíso sin avergonzarme. Para decirle a Liath que esta vez no he huido cuando mis seres queridos me han necesitado.» Se le hizo un nudo en la garganta y le costó tragar, luchaba por dominar la culpabilidad que todavía le atormentaba.
Romulus frunció el ceño. ¿Cómo era posible que un hombre viera los espíritus de los muertos? Era obvio que muchos hombres morirían luchando contra los partos, pero ¿saber exactamente quiénes? Era imposible. Levantó la vista y se encontró con los ojos de Tarquinius, con su mirada penetrante. Incómodo, Romulus se sintió incapaz de devolvérsela. Quizá le tocase morir a él. Se le revolvió el estómago y enseguida rezó una oración a Júpiter para que los protegiese a todos.
—¿Y el resto de la cohorte? —preguntó el luchador grandullón.
Tarquinius se mostraba reacio a contestar a la pregunta, pero Brennus insistió.
Silencio.
El galo palideció.
—¿Todos?
—Casi todos.
—A veces ves demasiado —dijo Brennus con un escalofrío.
Miró a los confiados mercenarios que se estaban preparando para otro día en aquel horno. Era estremecedor pensar que todos iban a morir, y eso le recordó la última vez que había visto a sus compañeros, los guerreros alóbroges, preparándose para la batalla.
Como siempre después de las predicciones del etrusco, la mente de Romulus se llenó de imágenes de Fabiola y de su madre. Estaba deseando preguntar por ellas, pero no se atrevía. Si Tarquinius le revelaba algo oscuro o diabólico, el joven no estaba seguro de lograr no creerlo. Sus frágiles recuerdos eran sagrados, incluso esenciales para su supervivencia. Le ayudaban a continuar la marcha por el desierto.
El sol ascendía en el horizonte, con él llegaba el intenso calor que habría que volver a soportar. Poco después de la marcha de la caballería nabatea, las trompetas sonaron para indicar que había que levantar el campamento. La disciplina seguía siendo muy importante, y el ejército enseguida estuvo listo para iniciar la marcha. En la parte delantera se encontraban las cohortes de irregulares, seguidas de cinco legiones y del convoy de intendencia. Dos legiones protegían la retaguardia, y la caballería gala y la íbera ocupaban los flancos. Se trataba de una delgada pantalla protectora para la gran cantidad de infantería.
Bassius escuchaba atentamente la última serie de órdenes.
—Hora de ponerse en camino. Quiero que hoy recorráis treinta y cinco kilómetros.
Dos grupos de galos se adelantaron al galope y siguieron las huellas de los cascos de la caballería nabatea.
Los soldados marchaban tras ellos, adentrándose en el vacío desierto. En el horizonte seguían sin verse jinetes enemigos y los ánimos mejoraron. Pero con el paso de las horas sin una sola nube que diese un poco de respiro del ardiente sol, se olvidaron del enemigo, pues el calor extremo afectaba terriblemente a los romanos de pies doloridos. Muchos se habían bebido toda el agua el día anterior y, contrariamente a la opinión de Craso, las muías no transportaban la suficiente para todos los soldados. A medida que aumentaba la sed, al resto no le quedaba otra opción que seguir caminando. Los tres amigos chupaban los guijarros y guardaban el agua que les quedaba en los odres como si fuera oro.
Y de repente pareció como si los dioses se hubiesen acordado del ejército de Craso. Media docena de galos regresaron a caballo con la noticia de que había un río más adelante. La velocidad de las legiones casi se dobló y enseguida divisaron la típica calima que se forma en el desierto cuando hay agua en la lejanía.
Los sedientos mercenarios pisotearon los grupos de juncos de la orilla al acercarse al riachuelo poco profundo. Los soldados se dejaban caer precipitadamente en el agua para intentar refrescarse. Pero a Romulus y a sus compañeros no les dieron mucho tiempo para llenar los odres.
—¿Os he dicho que os detengáis? ¿O que rompáis filas? ¡No! —bramó Bassius—. ¡Continuad la marcha! ¡Bastardos!
Romulus chapoteó en el agua que le llegaba hasta la pantorrilla y disfrutó del contacto con el agua en los músculos cansados.
—No nos iría mal descansar —dijo entre dientes, con cuidado de que el centurión no le oyese.
—¡Ya me gustaría a mí! —Brennus escurrió el odre y se agachó para llenarlo inmediatamente.
—Bebe todo lo que puedas.
—No habrá descanso durante un tiempo. —Tarquinius señaló al frente.
Romulus y el galo apartaron la atención del refrescante líquido.
La avanzadilla regresaba al galope.
Romulus vio que Brennus se llevaba la mano a la espada. Automáticamente hizo lo mismo mientras el sudor le humedecía la frente.
Los galos pasaron por delante de los mercenarios y se dirigieron directamente a la posición de Craso. Momentos después las
bucinae
tocaron con una estridencia que los hombres desconocían.
—¿Habéis oído eso? ¡Enemigo a la vista! ¡A paso ligero!
La cohorte respondió tan deprisa como fue capaz, avanzando a pesados pasos río arriba por la orilla. Los soldados confiaban en que los galos se hubiesen equivocado.
Romulus recordaría la escena que presenció el resto de su vida.
En una llanura, a media distancia, se encontraba el ejército parto, una formación de kilómetro y medio de anchura. Miles de soldados a caballo esperaban pacientemente a los romanos, con sus siluetas distorsionadas por la calima. Los inmensos estandartes de vivos colores que ondeaban en el aire caliente todavía les daban un aspecto más extraño. El ruido de los tambores y de las campanas llegó hasta las legiones mientras los encargados de las señales pasaban mensajes de un lado a otro.
La escena resultaba terriblemente intimidatoria para los exhaustos soldados romanos. Los rostros quemados por el sol palidecieron y los hombres empezaron a soltar juramentos. Más de un mercenario miró hacia el oeste, hacia el Eufrates y la seguridad.
—¡Por los huevos de Júpiter! —soltó Brennus—. ¿No tienen infantería?
—Ya te dije que no tendrían —contestó Tarquinius.
Se hizo un breve silencio. Era obvio que el galo se preparaba.
—Nos arreglaremos —dijo simplemente—. No nos queda más remedio.
Los ojos oscuros del etrusco estaban tranquilos.
—Cuando caiga la noche todo se habrá aclarado.
Asintieron con tristeza. Con una batalla por librar, no tenía mucho sentido contemplar pensamientos funestos. Lo que necesitaban era coraje y
gladii
romanos.
—¿Qué es eso? —Romulus señaló unos animales altos con joroba y patas y cuellos largos que estaban detrás de las líneas enemigas.
—Camellos. Los partos los utilizan como muías —explicó Tarquinius—. Transportan más flechas para que esos arqueros cabrones no se queden sin ellas. Con tantos camellos, cada soldado dispondrá de cientos de flechas. Un verdadero problema.
—Porque nuestros malditos escudos son prácticamente inútiles —dijo Brennus dando un golpe al suyo.
El etrusco asintió con la cabeza.
—Los guerreros se entrenan con esos arcos compuestos todos los días, amigo mío. Recuerda lo que hicieron ayer.
—Pero ahora somos hombres libres. —Brennus le dio una palmada a Romulus en la espalda.
—Si los dioses así lo disponen, moriremos juntos, con la espada en la mano y el sol en la cara. Mejor que en la arena para beneficio de ese cabrón de Memor.
—Cierto. —Romulus se encontró con la mirada de Brennus. La mención del
lanista
le trajo a la memoria las lecciones de Cotta—. Espartaco no se hubiese preocupado si hubiese tenido que enfrentarse a los partos —dijo—. Siempre tenía muchos jinetes.
—Ese tracio era mucho más hábil que Craso —reconoció Tarquinius—. Le derrotaron a causa de Criso, su segundo, que no quiso dejar Italia. Espartaco nunca hubiera metido a sus hombres en un embrollo como éste.
Romulus estaba absorto, se imaginaba al mando del ejército con Tarquinius y Brennus a su lado. La tarea más apremiante sería mantener la caballería en los flancos, para evitar que las legiones fuesen rodeadas. El grupo central realizaría una retirada táctica cuando los partos atacasen, para permitir a la caballería envolver al enemigo. Así fue como Aníbal ganó muchas de sus batallas contra Roma.
Tarquinius le observaba con atención.
—A Craso no se le va a ocurrir utilizar tácticas cartaginesas. El idiota se cree que todo lo que tenemos que hacer es avanzar y los partos huirán.
Romulus se quedó atónito.
—Hombres como tú deberían estar al mando —soltó.
Tarquinius hizo una inclinación de cabeza.
—Y como tú, Romulus.
Romulus se sonrojó de contento.
—Lo haríamos mejor que Craso. —Brennus rió entre dientes.
—Eso no sería difícil. —Tarquinius achicó los ojos y miró a los partos, contando en voz baja.
Bassius ordenó a sus hombres que ocupasen una posición defensiva en la parte más alta. Una cohorte no podía hacer mucho más que esperar a que el resto del ejército la alcanzase. En el ejército parto no se movió ni un soldado. Su trampa había funcionado, el enemigo estaba contento de dejar que los romanos formasen para la batalla.
—Así demuestran lo seguro que está su líder. Podrían estar cabalgando y disparando una lluvia de flechas.
—¡Tal vez quiera luchar contra Craso en un combate individual! —bromeó el galo—. Podríamos poner los pies en alto y mirar.
—Hoy los que van a sangrar van a ser los soldados —dijo Tarquinius—. No los líderes.
Reconciliándose con su destino, Brennus encogió los inmensos hombros.
—
Lanistae
. Generales. Quienesquiera que sean. Ellos dan las órdenes. Hombres como nosotros mueren.
Con las tranquilizadoras palabras del etrusco en mente, Romulus rezó a Júpiter, su guía desde la infancia.
No hacía falta ser adivino para saber que miles de hombres morirían en la batalla inminente.
Y posiblemente sería uno de ellos.
—¿Dónde está Ariamnes? —Craso, montado muy erguido en la silla, tenía el rostro iracundo.
Nadie le respondió.
No había habido señales de los nabateos desde el amanecer. Con todo el ejército parto a la vista, era obvio que el antiguo aliado de los romanos no iba a regresar.
Ariamnes era un traidor.
—¡Hijo de mala madre! Haré que te destripen. Y después que te crucifiquen.
Longino carraspeó con discreción.
—¿Cuáles son sus órdenes, señor?
Craso le miró pero, incapaz de reconocer un error, desvió la vista.
—La caballería en las alas. Las cohortes en formación cuadrada —bramó el general. Había escogido las tácticas más atrevidas que se le ocurrían—. Esa chusma saldrá huyendo en cuanto nos vea.
El
canoso
legado se quedó boquiabierto.
—¿Y dejar espacios libres entre las unidades?
—Ésas son mis órdenes, legado. ¿Está claro? —Craso apretó la mandíbula.
Aunque enseguida entendió lo que Longino quería decir, su monumental orgullo todavía sufría por la traición de Ariamnes.
—Así, aunque tengan más caballos no podrán flanquearnos.
—Sí, pero esos cabrones podrán meterse entre nosotros con sus monturas —contestó Longino, esperando que los demás oficiales le apoyasen. Nadie dijo nada. El legado los miró y continuó sin amilanarse—: Señor, serían mejor líneas compactas. De ese modo sólo un pequeño número de hombres podría ser atacado a la vez.