La legión olvidada (22 page)

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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

BOOK: La legión olvidada
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Brutus gritó extasiado cuando alcanzó el orgasmo. Acto seguido, se relajó en los brazos de Fabiola sonriendo satisfecho.

Ella se tumbó agarrada al hombre que la había desvirgado. La sábana estaba manchada de sangre, prueba clara de ello. Fabiola sabía lo que la vida en el Lupanar conllevaría, pero no había alcanzado a comprender cómo sería el sexo.

Se alegraba de que la espera hubiera terminado.

Más tarde llevó a Brutus a las termas. Asumiendo el papel de esclava, Fabiola lo lavó y lo masajeó frotándole la piel con aceite aromático. Cuando hubo enfundado al oficial en una túnica limpia, regresaron al dormitorio.

Ahí excitó tanto a Brutus que volvió a poseerla.

—¡Por todos los dioses, eres insaciable!

—Usted hace que sea así, señor.

—¡Qué mentirosa! —dijo Brutus mientras se vestía. Le tocó la mejilla—. De todos modos, me alegro de que lo digas. Y es un placer ver a una mujer tan hermosa. Las putas galas o son viejas o están plagadas de enfermedades.

—Quédese en Roma, señor. —Parpadeó con coquetería—. Venga a verme todos los días.

—Me encantaría —repuso con una sonrisa—. ¡Pero no puedo permitírmelo! Te visitaré cuando pueda. Me satisfaces. ¿Cómo dices que te llamas?

—Fabiola, señor.

Brutus extrajo un áureo del monedero y lo dejó encima de la mesa.

—Es para ti. No dejes que esa vieja arpía le ponga las manos encima.

Fabiola cogió la moneda de oro y la sujetó con fuerza.

—Le esperaré —dijo.

Brutus le acarició uno de los pequeños pechos antes de dejarla sola.

Al cabo de unos momentos Jovina contemplaba risueña la sábana ensangrentada. El hecho de que llegara tan rápido hizo pensar a Fabiola que había estado esperando al otro lado de la puerta. La madama se frotó emocionada las manos arrugadas.

—¡Brutus tenía cara de satisfecho! Incluso ha dicho que el precio había valido la pena. Bien hecho, nena.

—Usted y Pompeya me han enseñado qué hacer.

—Enseñar no es lo mismo que poner en práctica —replicó Jovina—. Deja igual de satisfechos a todos los clientes y llegarás lejos.

Fabiola asintió. No había tenido la posibilidad de oponerse al hecho de ser vendida pero estaba decidida a aprovechar al máximo su nueva situación. Si se convertía en la mejor prostituta del Lupanar conseguiría el poder y la influencia que anhelaba. No iba a ser una prostituta más del burdel. Necesitaba conseguir muchas cosas y tener a los hombres a sus pies era el único método del que disponía. Liberar a su madre de Gemellus era su misión más apremiante, aunque fuera casi imposible. El comerciante nunca vendería a Velvinna si sabía que su hija estaba de por medio. Pero quizá consiguiera que un cliente comprara otra esclava, como favor para Fabiola. Y luego estaba Romulus, vendido a la trampa mortal que era la arena. Tenía que encontrar la manera de rescatar a su hermano antes de que le hicieran daño. O lo mataran.

La voz de Jovina la devolvió a la realidad.

—No tiene sentido que fantasees sobre Brutus. Con un cliente satisfecho el Lupanar no va a ninguna parte —le espetó—. Lávate y preséntate en la recepción dentro de media hora con un vestido limpio.

Fabiola esbozó una sonrisa forzada. Sin soltar la propina, se vistió y dejó a la madama llamando a Docilosa para que limpiara la cama.

La actitud segura que había mostrado con Brutus le hizo buena falta más tarde. El siguiente cliente de Fabiola fue un senador sudoroso de rostro enrojecido a quien no le costó demasiado aceptar el precio. Fabiola dio otra vez buena muestra de su capacidad para satisfacerle fingiendo un orgasmo desaforado con el anciano. No aparecieron más clientes y por fin Fabiola tuvo ocasión de charlar con Pompeya.

—¿Uno de los oficiales de César? Los dioses deben de estar de buenas. Mi primer cliente era viejo y sucio. —La pelirroja hizo una mueca—. ¡He tenido que lavarle durante varias horas para quitarle el olor!

—Brutus me ha dado un áureo.

Pompeya asintió en señal de aprobación.

—¿Volverá a visitarte?

—Eso creo. —Fabiola dudó un instante—. Dentro de dos meses volverá a la Galia.

—¡Es tiempo de sobra!

—¿Tú crees?

—Haz que su siguiente visita sea incluso más inolvidable —susurró Pompeya— y se quedará prendado de ti. Los hombres son así. Brutus vendrá corriendo cada vez que esté en Roma.

Fabiola la escuchaba atentamente.

—Dicen que César es una estrella en ascenso. Así que lo mismo le pasará a Brutus. —Pompeya le dedicó un guiño pícaro—. Que no se te olvide.

—No lo olvidaré —respondió Fabiola, encantada de haber tenido una buena corazonada. Decidió hacer todo lo posible para ganarse el cariño del joven noble, eso si volvía como había prometido.

Gemellus regresó del Lupanar con un humor de perros. Jovina había sido más lista que él y se sentía herido en su orgullo. Para colmo de la vergüenza, el comerciante había sido expulsado en público del burdel por segunda vez. La idea de visitar a la madama con una joya para regalarle y engatusarla para conseguir un porcentaje de las ganancias de Fabiola le había parecido justa. Al fin y al cabo, la mocosa la estaba haciendo de oro.

El plan no podía haber ido peor.

Jovina había aceptado el regalo enseguida e incluso le había servido un vino aceptable. Habían charlado educadamente sobre el estado de la República y la economía antes de que Gemellus sacara el tema de Fabiola.

Jovina había adoptado una actitud cautelosa en cuanto se mencionó a la chica. Le habían entrado una especie de náuseas y, trastornado, había cometido el error de exigir inmediatamente un porcentaje de las ganancias de Fabiola. Dio la impresión de que las dotes de negociante adquiridas a lo largo de dos décadas se evaporaban de la noche a la mañana. Jovina se había negado en redondo y Gemellus había perdido los estribos. Acosado por todas partes por los acreedores, no había perdonado a la madama que le privara de miles de sestercios.

Gemellus ni siquiera se había dado el gusto de intentar estrangular a Jovina. Antes de que pudiera ponerle las manos encima, el inmenso portero se había vuelto a materializar como por arte de magia. Benignus había levantado al comerciante en volandas del asiento y lo había llevado hasta la puerta. El coloso le había sujetado los brazos mientras Vettius le propinaba dos puñetazos en el plexo solar que lo habían dejado sin resuello. Al cabo de un momento salía disparado por la puerta e iba a parar de morros a una pila de boñigas de muía frescas.

—¡La próxima vez les diré que te corten las pelotas! —había gritado Jovina.

El escándalo no había tardado en conocerse en toda la ciudad. Era cuestión de tiempo que los enemigos de Gemellus se enteraran de su desgracia pública. La mala reputación del comerciante entre varios miembros influyentes de los bajos fondos financieros de Roma empeoraría todavía más. Los intentos desesperados que había hecho para tener contentos a los prestamistas le estaban saliendo mal. Gemellus había conseguido aplacar a Craso, su mayor acreedor, pero varios griegos del Foro habían amenazado con romperle las piernas si no cumplía los abusivos pagos semanales.

Si quería financiar la expedición del bestiario, Gemellus tendría que vender la casa del Aventino o incluso su amada villa de Pompeya. Eso le puso todavía de peor humor. Recorrió enojado los pasillos con el suelo de piedra que conducían a la habitación que Romulus y Fabiola habían compartido con su madre. Abrió de golpe la endeble puerta de madera y se encontró a Velvinna en un viejo catre, sollozando en la almohada.

—Zorra inútil. ¿Por qué no estás en la cocina?

—Estoy enferma, mi amo.

Gemellus sintió asco. El otrora lustroso pelo de Velvinna estaba sucio. El bello rostro por el que había bebido los vientos estaba marcado de arrugas de preocupación y tristeza. Aunque sólo tenía treinta años, Velvinna aparentaba diez más.

—¡Levántate y trabaja!

—Mis hijos, amo. ¿Dónde están mis queridos mellizos?

Gemellus frunció los labios. Estaba harto de que Velvinna le hiciera continuamente la misma pregunta. Daba igual la de veces que la violaba. El comerciante se le acercó enfadado y la agarró del pelo.

Ni siquiera tuvo la satisfacción de que gimoteara.

—Con un poco de suerte el chico estará muerto —le espetó—. Pero con la zorrilla no me ha ido tan bien. Está ganando una fortuna para su nueva dueña en el burdel.

Velvinna lo miró con apatía. Era más de lo que podía soportar.

—Máteme, amo. No me queda nada por lo que seguir viviendo.

Gemellus se echó a reír. La idea de que tuviera un motivo para existir era de lo más graciosa. Ella le pertenecía, podía venderla o incluso matarla sin consecuencias legales. El hecho de que Velvinna se preocupara por Romulus y Fabiola resultaba completamente irrelevante.

—Mejor consigo unos cientos de sestercios por ti. En las minas de sal aceptan a cualquier criatura que respire —declaró—. Tendría que haberlo hecho el mismo día que vendí a los mocosos. Ahora vuelve al trabajo.

—¿Y si no lo hago?

El comerciante se llevó tal sorpresa que la soltó.

—He perdido todo lo que consideraba sagrado. Mi virginidad. Mi cuerpo. Hasta mis hijos. No me queda nada. —Por primera vez en su vida, el rostro de Velvinna no traslucía miedo—. Véndame a las minas.

—¡Estate preparada al amanecer! —ordenó Gemellus con bravuconería, pues no sabía muy bien qué decir a una esclava que pedía una muerte segura. La disciplina severa y un entorno increíblemente duro hacían que sólo los hombres más fuertes sobrevivieran unos cuantos años extrayendo sal. Alguien tan débil como Velvinna duraría como mucho unas pocas semanas.

Se dio la vuelta para marcharse.

—Un día llamarán a su puerta —dijo ella en un tono amenazador.

El comerciante levantó una mano, pero algo le hizo contenerse.

—Romulus estará fuera. Y que los dioses le pillen confesado cuando descubra la suerte que he corrido.

Gemellus recordaba con claridad la actitud retadora de Fabiola y el odio en la mirada de Romulus cuando lo había dejado en el patio del Ludus Magnus. Quizá Velvinna estuviera en lo cierto. Aterrorizado, le propinó tal bofetón que la cabeza le rebotó en la pared. Cayó al suelo y las únicas señales de vida fueron los movimientos superficiales del vestido raído.

Contempló las piernas desnudas de Velvinna y notó una punzada de deseo en la entrepierna. El comerciante se planteó tomarla allí mismo, en aquel preciso instante, pero la profecía le había perturbado. Cerró la puerta con suavidad y se marchó. Por la mañana llevaría a Velvinna al mercado de esclavos. Así se olvidaría de ella y de los mellizos para siempre.

«Un día llamarán a su puerta.»

11 - Profecía

Roma, invierno del 56 a.C.

Tarquinius estaba agachado junto a los escalones del gran templo de Júpiter, en la colina Capitolina. Allí se sentía como en casa, en un lugar en el que seguían oyéndose con fuerza los ecos de los
rasenna
. Además, era un punto excelente desde donde observar las idas y venidas; para tomarle el pulso a la ciudad. Hacía semanas que el etrusco acudía allí todos los días. Aquel santuario, construido por su gente hacía cientos de años, era el lugar de culto más importante de Roma. Allí había actividad del amanecer al atardecer. Y dada la incertidumbre política reinante, el negocio iba mejor que nunca. El crudo frío no ahuyentaba a los devotos y el complejo estaba abarrotado y lleno de ruido.

Los sacerdotes engreídos caminaban con paso decidido, seguidos muy de cerca por sus jóvenes acólitos; había un grupo de lictores sentados que repasaban de arriba abajo a cualquiera que osara mirarlos. Los muchachos que habían subido la colina sin el permiso de sus padres contemplaban boquiabiertos la vista panorámica de la metrópoli en crecimiento. Los ciudadanos de a pie entraban para murmurar sus peticiones, pedir ayuda para resolver sus problemas y maldecir a sus enemigos. Los dueños de los puestos vociferaban para intentar vender comida, vino y estatuas de Júpiter, así como gallinas y corderos para ofrecer en sacrificio. Había encantadores de serpientes, prostitutas, malabaristas, carteristas; incluso un senador tratando de captar votos entre los devotos más ricos. Todos ellos estaban allí debido al deseo constante de la gente de conocer el futuro.

Tarquinius sonrió. A juzgar por la cantidad de timadores y estafadores que había por ahí, existían pocas posibilidades de obtener predicciones acertadas. Ocurría lo mismo en el exterior de todos los templos del mundo. En sus muchos años de viajes, Tarquinius había llegado a la conclusión de que quizá se había encontrado con dos adivinos y augures genuinos. Sólo uno era de Italia. Hizo una mueca de desdén. Era cierto que los romanos habían machacado todas las ciudades etruscas y usurpado toda su cultura, pero nunca habían llegado a dominar por completo el arte de la aruspicina, a diferencia de Olenus, que había tenido una habilidad asombrosa para ver el futuro.

«Al final Roma te reclama. El deseo de venganza.»

Pero Caelius, el motivo por el que continuaba en la capital, estaba resultando sumamente difícil de encontrar. Como hacía ya tiempo que había gastado lo último que le quedaba de su fortuna y los prestamistas se habían apoderado de su latifundio, el noble pelirrojo había cambiado de profesión con la esperanza de recuperarse. A Tarquinius le había asqueado enterarse de que Caelius se había hecho tratante de esclavos, aprovechando la estela de destrucción que el ejército de César había dejado en la Galia. A pesar de intentar adivinarlo con todas sus fuerzas, el etrusco había sido incapaz de descubrir el paradero exacto de Caelius. Así pues, había esperado pacientemente en Roma durante casi un año, aguardando el momento oportuno. Si seguía buscando, las vísceras de los animales o el tiempo acabarían revelándole algo. Y así fue. El hombre que había matado a Olenus regresaría a la ciudad antes de finalizar aquel año.

Satisfecho con la idea, Tarquinius observó a los adivinos que tenía cerca ejerciendo su oficio. Con los típicos gorros de pico romo, los hombres estaban rodeados de grupos de suplicantes ávidos y con el portamonedas abierto. El etrusco se apoyó en los talones y escudriñó el rostro de los presentes. Allí estaban la mujer estéril, desesperada por concebir un hijo; la madre preocupada de cuyo hijo legionario no tenía noticias desde hacía mucho tiempo; el jugador perseguido por los prestamistas; el plebeyo rico ansioso por ascender en la escala social; el amante desdeñado ávido de venganza. Sonrió. Ninguno tenía secretos para él.

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