—¿A alguien le apetece enfrentarse hoy a nosotros?
Todos se lo quedaron mirando fijamente pero nadie habló.
—No será un combate abierto. No hay suficientes cabrones.
—Lo sé. —Brennus le dio un codazo—. De todos modos, no tiene nada de malo hacerles una advertencia.
La actitud del hombretón resultaba alentadora y Romulus abrió la puerta de las termas con una sonrisa.
Todo iría bien.
Al cabo de un mes, quedó claro cuándo sería el enfrentamiento. Una mañana temprano, Memor ordenó a todos los gladiadores que se reunieran en el patio. Era una petición curiosa.
El ambiente ya era cálido aunque hacía poco que había amanecido. Roma llevaba varias semanas sumida en el calor sofocante de finales de verano. Como la mayoría, Romulus y Brennus se levantaban antes del alba para entrenar mientras hacía un poco de fresco. Habían tenido tiempo de completar una serie de levantamientos de pesos antes de la reunión. Los hombres hablaban con impaciencia mientras esperaban. Nadie sabía qué estaba pasando.
Memor apareció con una extraña sonrisa en el rostro.
—Probablemente os estéis preguntando por qué os he mandado llamar. —Hizo una pausa.
—¿De qué se trata, Memor? —gritó un luchador del fondo.
—Milo necesita que controlemos otra vez a Clodio —exclamó otro.
Se oyó un rugido de aprobación. Durante la primavera anterior, a medida que los derramamientos de sangre aumentaban en las calles, el tribuno Milo había sido acusado por su rival Clodio de usar la violencia. Tal acusación era una insolencia tremenda, y el juicio en el Foro se había interrumpido al declararse disturbios a gran escala. Los hombres de Milo sofocaron la revuelta no sin dificultad. Se habían producido más altercados, lo cual hacía que muchos gladiadores pasaran regularmente temporadas fuera del
ludus.
También habían requerido sus servicios durante las elecciones consulares, hacía pocos meses. Cuando Pompeyo y Craso se habían aliado de forma evidente para asegurarse el cargo, los disturbios públicos habían aumentado. La farsa de la democracia no había acabado allí. En aquellos momentos Pompeyo era el gobernador efectivo de Hispania y Grecia; Craso ocupaba el cargo de gobernador de Siria. A César también le había ido bien, pues le habían concedido poderes consulares sobre las provincias de Illyricum y la Galia. El comportamiento desvergonzado y abiertamente criminal del triunvirato había enfurecido al pueblo y reinaba un caos generalizado.
—No —dijo Memor con gesto despectivo—. Pompeyo Magno ha añadido un día de entretenimiento a los juegos conmemorativos.
—¡Carreras de cuadrigas!
—¡Y tienes una buena propina para nosotros! —añadió el chistoso del grupo.
Todos se echaron a reír.
Hasta en el rostro ajado de Memor se dibujó una sonrisa.
—Algo mejor que eso —repuso—. Una oportunidad para demostrar que el Ludus Magnus es realmente la mejor escuela de Roma. —El
lanista
alzó la voz—. ¡El general Pompeyo quiere un combate especial! ¡Dos grupos de cincuenta enfrentados entre sí!
—No tenemos cien gladiadores —apuntó un
murmillo
con aspecto confundido.
—¡Idiota! —le espetó Memor—. Cincuenta de vosotros contra el mismo número de la escuela de Dacicus.
—¡Menuda lucha! —Brennus enseñó los dientes ante la expectativa.
—No será un combate por puntos —continuó—. Todos lucharéis a muerte hasta que un bando resulte vencedor.
Un anuncio tan inusual arrancó gritos ahogados de asombro.
—Pero todo hombre que salga ileso recibirá una bolsa de oro. —El
lanista alzó
un puño—. ¡Para el Ludus Magnus!
A muchos se les iluminó el semblante ante la perspectiva de tanta riqueza, aunque muchos morirían durante el combate.
—¡Lu-dus Magnus! ¡Lu-dus Magnus!
—Mira a Figulus —susurró Romulus—. Esos cabrones cometerán su tropelía durante el combate.
—Parece muy contento —convino Brennus—. Será una buena oportunidad. Habrá cuerpos por todas partes.
—¿Cien gladiadores luchando a muerte?
—Pompeyo tiene la necesidad de impresionar. Ya sabes cómo son estas cosas. —Los políticos destacados siempre intentaban sobrepasar los esfuerzos de sus rivales.
Romulus asintió. En Roma era de todos sabido que la lucha por el poder se intensificaba. Pero la política palidecía ante la perspectiva de un combate de tal envergadura. Romulus sentía una mezcla de emoción y ansiedad. La mayoría de los espectáculos en los que había participado habían sido sólo por puntos.
Había matado a dos hombres en combates individuales, pero aquello sería muy distinto.
—¿Me elegirán?
—¡Por supuesto! Necesito que me cubras las espaldas.
Romulus observó a Figulus, enfrascado en una conversación con Gallus y un grupito de luchadores. Seguramente tramaban algo porque les lanzaban miradas maliciosas.
Los dos días siguientes transcurrieron en un continuo ajetreo mientras todos los gladiadores elegidos se preparaban para el combate. Los habían elegido prácticamente a todos salvo a los heridos. Cuando le llegó el turno a Romulus, Memor no vaciló antes de indicarle que se uniera al grupo de luchadores. En opinión del
lanista
, el chico ya se había convertido en un hombre. Henchido de orgullo, se reunió con Brennus.
La fragua estaba dominada por el sonido de los martillos que reparaban las armaduras y las armas defectuosas. Sin tener en cuenta el calor extremo, los hombres daban vueltas corriendo al patio y levantaban pesos. Otros luchaban sin cesar entre sí con armas reales en vez de las piezas de madera habituales para entrenar. Los arqueros del
lanista
vigilaban desde el balcón, ojo avizor por si surgía algún problema. Varios luchadores resultaron heridos cuando las sesiones de entrenamiento se volvieron más acaloradas y Memor ordenó colocar fundas de cuero en todas las hojas hasta el día del combate.
A diferencia de la mayoría, Brennus se pasó el día anterior al combate relajándose y disfrutando de los masajes del
unctor
. El ambiente fresco que reinaba entre las paredes de las termas le ofreció una agradable tregua del sol. Como solo no se sentía seguro, Romulus se reunió con él.
—Estás suficientemente en forma. ¡Túmbate! ¡Relájate! —Brennus gemía de placer mientras le masajeaban la espalda con los puños. Señaló la jarra y el vaso de arcilla que había en las baldosas, junto al banco—. Toma un poco de mosto. Está muy bueno.
Romulus se dio la vuelta y giró, embistiendo adelante y atrás con la espada.
—Tú no tienes que preocuparte por este combate. Yo sí.
—He decidido no preocuparme. —A Brennus cada vez le costaba más tener presente la promesa que había hecho ante el cadáver de Narcissus. Los combates desnivelados habían empezado a sucederse con una regularidad repugnante a medida que el
lanista
codiciaba más riqueza y fama. Brennus había matado a muchos hombres desde la muerte del griego.
—Tengo que seguir entrenando —repuso Romulus con obstinación.
—Va contra las normas entrenarse en el interior con un arma —intervino el
unctor
con voz temblorosa.
—Déjalo, Receptus. No se siente seguro ahí fuera.
El ambiente del
ludus
se había enrarecido todavía más desde el anuncio de Memor; las miradas maliciosas y las amenazas de Figulus y sus amigos eran constantes. Todo el mundo sabía que la sangre que se derramaría el día siguiente no sería sólo a manos del enemigo. Hasta el amable masajista se había dado cuenta. Receptus siguió frotándole la espalda a Brennus. No era nadie para decirle al luchador estrella y su protegido qué hacer.
—¿Qué pasará mañana?
—Figulus y sus compinches se quedarán cerca de nosotros —le aseguró Brennus—. Intentarán pillarnos desprevenidos. Probablemente nos ataquen cuando la lucha sea más encarnizada.
—¿Vamos a esperar a que nos ataquen? ¿Los luchadores del Dacicus delante y esos cabrones detrás? Es una locura.
—Tranquilo, Romulus. —Brennus entornó los ojos mirando al
unctor
—. Date un masaje.
Romulus dejó la espada en el suelo a regañadientes antes de subir al otro banco. Se sintió fenomenal mientras Receptus le aliviaba la tensión de los músculos, pero no fue capaz de relajarse por completo; tenía constantemente un ojo puesto en la puerta. Por el contrario, Brennus dormitaba con cara de satisfacción, convencido de que nadie tenía las agallas de atacarle cara a cara.
La tarde transcurrió sin incidentes y al atardecer las temperaturas descendieron a niveles más soportables. Memor recorrió las celdas pronunciando palabras de aliento. En el combate se jugaba algo más que una victoria, se jugaba la reputación.
Aquella noche Astoria preparó una cena especial. Se sentaron a la mesa en la celda de Brennus a beber vino tinto y disfrutar del pan, el pescado fresco y las verduras compradas en el mercado. Por la puerta abierta entraba una brisa cálida que llevaba hasta ellos el olor de la comida que se estaba cocinando y el rumor de las conversaciones. Todos los habitantes del
ludus
se estaban relajando, quizá por última vez.
—No te pases con el vino —ordenó Astoria a Romulus—. Con una copa basta. No es bueno luchar con resaca.
—Prueba el lirón. —Brennus le tendió una bandeja—. Una verdadera exquisitez.
Romulus declinó la oferta.
—¡Pues más para mí! —El galo abrió mucho la boca y se tragó uno entero—. Normalmente no me decanto por la comida romana, pero los lirones sí que me gustan.
Romulus comió frugalmente porque tenía un nudo de tensión en el estómago. Todos sus combates anteriores habían sido individuales y la idea de estar en la arena con tantos gladiadores le preocupaba. Tampoco contribuía a tranquilizarlo el hecho de saber que Figulus y Gallus irían por ellos. Intentó bloquear las imágenes de una derrota y la muerte a manos de uno de aquellos dos.
—Preocuparte no te servirá de nada —dijo Brennus amablemente.
Astoria le susurró unas palabras de aliento.
Romulus empujó un trozo de pan alrededor del plato.
—Y tampoco vale la pena estar agotado. Vete a la cama. Duerme todo lo que puedas. —Brennus le dio una palmadita en el hombro—. Mañana será un día importante para nosotros dos.
El Lupanar, Roma, finales de verano del 55 a.C.
Era primera hora de la tarde y el momento más tranquilo del día. La rutina de las prostitutas daba comienzo a media mañana, cuando se levantaban para bañarse y acicalarse. A los hombres que llegaban temprano se los entretenía antes de descansar en las termas. Ahí los hombres influyentes de la República se relajaban, compartían el vino y conversaban. Tras esta actividad tan típicamente romana, podían dedicarse a sus quehaceres diarios.
Fabiola cambió de postura discretamente sin apartar la oreja de un agujerito que había en la pared. Ninguno de los clientes sentados en la cálida piscina del
tepidarium
sospechaba que los escuchaban a hurtadillas. Desde que Pompeya le mostrara el agujerito hacía un año, Fabiola había pasado todos sus ratos libres escuchando a los clientes habituales del burdel. Normalmente lo que oía no revestía demasiado interés. Carreras de cuadrigas, combates de gladiadores, el tiempo, qué mujeres eran las mejores de cada especialidad… los temas pocas veces cambiaban. Pero a veces la hermosa muchacha captaba fragmentos de información sobre política o negocios de los que deducía cómo era el mundo exterior.
—¿Dices que Craso está formando un ejército?
—Se ha cansado de que Pompeyo y César reciban todos los elogios, Gabinius.
Fabiola sonrió al oír la voz de Mancinus. Se había acostado con él varías veces y le hacía gracia lo rápido que se había prendado de ella. Pero el viejo comerciante pocas veces podía costearse sus servicios. Recientemente se había visto obligado a satisfacer su apetito con prostitutas más baratas, pero eso a Fabiola no le preocupaba. Mancinus no era suficientemente influyente. Sólo tenía tres objetivos en la vida: conseguir la libertad para sí y su familia, vengarse de Gemellus y destruir al hombre que había violado a su madre. Podría conseguirlo si aumentaba al máximo su influencia sobre tantos hombres ricos y poderosos como pudiera. Así pues, Fabiola era suficientemente pragmática para reservar sus encantos para clientes más importantes, de los que tenía unos cuantos.
Brutus era el más entusiasta. El joven noble se había quedado completamente prendado de ella a lo largo del año anterior. Fabiola se había esforzado al máximo para tenerlo a sus pies. Cuando estaba en Roma, no pasaba una semana sin visitar el Lupanar. Brutus había llevado a Fabiola al teatro y a su villa de la costa. Esperaba que acabara comprándola, y que incluso le otorgara la tan deseada manumisión. Fabiola ardía en deseos de ser libre.
—Las victorias recientes de César le han hecho muy popular. ¿Craso está celoso? —La voz del tercer hombre denotaba desprecio.
Gabinius bufó.
—No ha olvidado la negativa del Senado a reconocer su triunfo pleno tras la derrota de Espartaco, ¿no?
—Fue hace quince años pero todavía duele —dijo Mancinus indignado—. ¡Craso aplastó la mayor amenaza de Roma en más de cien años y lo único que le concedieron fue una mierda de desfile a pie!
—Sin embargo, Pompeyo Magno consiguió el pleno triunfo —comentó el último interlocutor—. Sólo por recoger las migajas.
Gabinius soltó una risotada.
—Y desde entonces Craso no ha hecho más que quejarse.
Tiene que mover el culo y ganar otra guerra si quiere estar a la altura de Pompeyo y César.
—¿Qué quieres decir? —farfulló el comerciante.
—¡Venga ya! La lista de victorias de Pompeyo no tiene parangón —afirmó Gabinius—. Los partidarios de Mario en África. Los piratas cilicios. Luego los ejércitos de Mitrídates en el Ponto. Por eso el Senado le otorgó diez días de agradecimiento público. Craso será el noble más rico de Roma pero no ha tenido un éxito militar en una generación.
Mancinus no respondió.
—De todos modos, Pompeyo consiguió las victorias en Asia Menor gracias a Lúculo —intervino el tercer hombre—. Y el público lo olvida rápido. Por eso ahora César goza de mayor popularidad.
Al final Fabiola reconoció la voz de Memor, un nuevo cliente de Pompeya. La divertía ver que los visitantes del burdel siempre podían clasificarse como pertenecientes a uno de los tres bandos. La parcelación que el triunvirato había hecho de los mejores cargos políticos en Roma había dividido al público más que nunca. Los hombres habían llegado a las manos en más de una ocasión en las termas durante las acaloradas discusiones. Pompeyo, uno de los cónsules, seguía siendo sumamente popular gracias a sus credenciales militares y su generosidad con los veteranos de sus legiones. Craso había gastado sumas desorbitadas esforzándose por competir con los demás cónsules. Aunque era un político extremadamente experto, no se le daba tan bien conseguir el apoyo público como a los otros dos. César, por el contrario, hacía que todas las miradas se posaran en él gracias a sus conquistas recientes, todas ellas en nombre de Roma.