Fabiola permaneció despierta un rato intentando imaginar cómo sería el coito, pero era incapaz. Era mejor descansar que preocuparse por algo que escapaba a su control. Cerró los ojos y se durmió. No tuvo pesadillas.
Pompeya llegó temprano por la mañana, como había prometido. Al oír el golpecito en la puerta, Fabiola apartó la ropa de cama y caminó con suavidad hasta la puerta alisándose el pelo con la mano.
—¿Todavía estabas durmiendo? ¡Pero si no has trabajado la mitad de la noche como yo! —La vivaracha pelirroja tenía ojeras pero rebosaba de energía—. Vamos a lavarnos. Tienes que aprender muchas cosas.
Fabiola se sonrojó, avergonzada ante la perspectiva, pero con una especie de toalla siguió a Pompeya pasillo abajo. Una bocanada de aire cálido y húmedo, acompañada del sonido de las conversaciones de las mujeres, las recibió en la puerta. Era decadente.
De repente le vino a la cabeza una imagen de Romulus. Fue todo un golpe para ella. Fabiola nunca olvidaría haber visto cómo se llevaban a su hermano a rastras. «Lo único que tengo que hacer hoy es sentarme en un baño caliente y aprender a dar placer a un hombre, mientras Romulus aprende a pelear para seguir con vida.» Le embargó un profundo sentimiento de culpa.
En los baños había media docena de prostitutas lavándose y charlando animadamente entre sí. La conversación se interrumpió cuando vieron a las recién llegadas.
—Se llama Fabiola —la presentó Pompeya—. Es la chica de la que os he hablado.
La mayoría asintió con expresión amable y siguió charlando, aunque de vez en cuando la miraba. Pompeya se desnudó y le indicó a Fabiola que hiciera lo mismo. La pelirroja tenía un cuerpo escultural y los pechos más grandes que había visto jamás. Fabiola observó fascinada el vello púbico caoba de Pompeya. Su piel, de un blanco lechoso, contrastaba con la de la alta nubia de la bañera circular, que se desplazó para que las dos amigas entraran y se sentaran.
Fabiola se sentó erguida en el agua caliente, sonriendo nerviosa.
Pompeya se fijó en lo incómoda que se sentía.
—¡Relájate! ¡Aquí somos como una familia y todas cuidamos de las demás! La única norma es no quitarle nunca un cliente habitual a otra mujer.
Durante una hora por lo menos, Fabiola se concentró al máximo mientras Pompeya la instruía sobre higiene personal, qué hierbas beber para evitar embarazos y cómo mantener una conversación interesante con un hombre. De vez en cuando intervenía alguna de las otras. Pompeya hablaba sin remilgos y, al final, Fabiola empezó a sentirse más cómoda.
—Algunos hombres sólo quieren que los abraces y se quedan dormidos.
—¿Qué más da mientras paguen? —intervino la nubia entre chillidos de diversión.
—Y luego llega tu vigésimo cliente —dijo otra solemnemente—. Un soldado que regresa tras años de campañas. ¡El cabrón sólo quiere endilgártela como Príapo en persona!
Las mujeres soltaron unas buenas carcajadas.
—En el Lupanar es raro que haya más de dos o tres hombres por noche —dijo Pompeya para tranquilizarla—. Es una de las ventajas de trabajar en un burdel caro. Pero tienes que aprender a ser una amante extraordinaria.
—Una artista, diría yo —se quejó Claudia.
Pompeya sonrió, dándole la razón.
—Ningún hombre debe marcharse jamás insatisfecho o te ganarás fama de frígida.
—Y Jovina te pegará una buena bronca antes de que el cliente salga por la puerta —añadió una chica morena y rellenita.
Las que escuchaban dieron muestras de estar de acuerdo.
Pompeya empezó a explicar varias posturas y técnicas sexuales a Fabiola, que ponía unos ojos como platos. Por lo que parecía, Jovina sólo le había explicado unas pocas.
—¿Que use la boca y la lengua? —Fabiola hizo una mueca—. ¿Así?
—Es la marca de la casa. A los hombres les encanta. Así que aprende a hacerlo bien y rápido —repuso Pompeya en tono serio—. Somos las mejores putas de Roma.
—Primero asegúrate de que va limpio —aconsejó la nubia con un guiño.
—Lavar al hombre puede formar parte de la técnica.
—Me parece asqueroso.
—Más vale que vayas haciéndote a la idea, chiquilla. —Pompeya apretó la mano de Fabiola—. Tu cuerpo ya no te pertenece. El Lupanar es nuestro dueño absoluto.
A Fabiola le costaba mirar a su interlocutora a los ojos.
—Es demasiado para asimilarlo de golpe.
No podría elegir quién pagaba por estar con ella y quizá su primer cliente fuera alguien como Gemellus. Fabiola rápidamente decidió que el sexo sería un trabajo y nada más. Una forma de sobrevivir. Era la cruda realidad de su nueva profesión. Pensó en Romulus entrenándose para ser gladiador, arriesgando su vida con pocas o nulas posibilidades de escapar. Si tenía éxito en su nueva vida, quizás algún día pudiera comprar la libertad de su hermano. Todo dependía de ella.
—Eres lista y guapa. —Pompeya sonrió con expresión astuta—. Aprende bien a dar placer a un hombre y a lo mejor pescas a un senador mayor y agradable.
—¡Con una casa en el Palatino! —añadió Claudia.
Fabiola asintió con firmeza.
La pelirroja sonrió y le dio un apretón en la mano.
—Cuéntame todo lo que tengo que saber.
Pompeya retomó las enseñanzas de Fabiola y le explicó más detalles sobre el acto físico. Esta vez la muchacha de trece años prestó incluso más atención.
Al final Pompeya se recostó en el agua, deleitándose con el calor.
—Ya es suficiente para una mañana —dijo cerrando los ojos—. Lávate. Jovina querrá que estés disponible enseguida.
A Fabiola se le aceleró el corazón pero obedeció.
Poco después, Pompeya le hizo probarse de nuevo la túnica de lino. Dio vueltas a la chica delante de un espejo de bronce y luego le entrelazó varias flores en el pelo negro y abundante.
—Necesitas una pizca de perfume. —Se sacó una ampolla de cristal diminuta del vestido y se la tendió a Fabiola—. Éste es lo suficientemente sutil.
Fabiola se acercó el frasco a la nariz.
—Me encanta.
—Agua de rosas. La vende un griego en el mercado. Pronto te llevaré allí. Aplícate un poquito en el cuello y en las manos.
Fabiola obedeció y disfrutó de la delicada fragancia.
—¡Vale su peso en oro!
—¡Lo siento! —Se había puesto una gran cantidad sin siquiera pensarlo.
—No lo sientas. Puedes venir a socorrerme cuando necesite ayuda —dijo Pompeya de todo corazón—. Es hora de conocer a los clientes. Jovina se estará impacientando.
Fabiola respiró hondo. No tenía ningún sentido prorrogar lo inevitable. Siguió a Pompeya pasillo abajo con la cabeza bien alta.
Roma, 56 a.C.
Tarquinius lanzó una moneda de cobre al dueño del puesto y se dio media vuelta mientras iba arrancando trocitos de corteza de una hogaza de pan pequeña. El mediodía ya había pasado y el etrusco no había comido desde el amanecer. Aunque el estómago le pedía más, el pan recién hecho lo sostendría hasta más tarde. Tarquinius tenía otras cosas en que pensar aparte del hambre. «Encontrar a Caelius.» Sólo llevaba una semana en la ciudad y se sentía frustrado por no haber encontrado ni rastro de su ex amo. Daba la impresión de que nadie sabía nada de un noble pelirrojo de mediana edad y mal carácter. Los sacrificios diarios de Tarquinius habían resultado igual de inútiles para revelar el paradero de Caelius. De vez en cuando era normal que hubiera enigmas en el arte de la aruspicina y ya se había acostumbrado a ello. Falto de orientación, tendría que conformarse con patear las bulliciosas calles.
El Foro era un lugar tan bueno como cualquier otro para esperar y observar. Era el espacio abierto más importante de la ciudad y estaba atestado de ciudadanos desde el alba hasta el atardecer, todos los días. Allí se encontraba el Senado, el centro de la democracia que había asumido el control de Italia tras machacar la civilización etrusca. En la basílica había hilera tras hilera de locales en los que innumerables abogados, escribas, comerciantes y banqueros ofrecían sus servicios. El ambiente se llenaba de gritos y llamadas para ver quién se llevaba a la clientela. Lisiados y mutilados sostenían pocillos esperando recibir limosna al lado de prestamistas sentados junto a mesas llenas de monedas. Los rollos de pergamino que tenían a los pies detallaba la lista de desventurados que tenían en su poder. Detrás de ellos merodeaban hombres armados de aspecto duro: eran las fuerzas de seguridad que les servían tanto para protegerse de los robos como para cobrar a los morosos.
Tarquinius se acabó la hogaza y se abrió camino entre la muchedumbre en dirección a los escalones del templo de Castor. Era un buen punto de observación. Constantemente escudriñaba los rostros de los transeúntes. El arúspice era experto en ser discreto, precisamente lo que quería. Y si alguien se fijaba en él, su aspecto resultaba de lo más normal: un joven menudo de pelo largo y rubio vestido con la típica túnica romana hasta el muslo y unas sandalias resistentes que le protegían los pies polvorientos. Llevaba el morral al hombro con unas pocas prendas de ropa y el lituo con cabeza de oro. El etrusco ocultaba con una capa el hacha de guerra que llevaba a la espalda. Hacía ya tiempo que Tarquinius se había dado cuenta de que llamaba la atención, precisamente lo que no quería. En la bolsita que llevaba colgada al cuello con una cinta de cuero guardaba sus dos posesiones más valiosas: el mapa antiguo y el rubí. El arúspice se metió la mano bajo la túnica y frotó la enorme joya distraídamente, gesto reconfortante que solía hacer cuando estaba pensando.
A los pies de los imponentes escalones tallados que conducían al santuario había un grupo de adivinos vestidos con los característicos gorros de pico romo y largas túnicas. Era fácil encontrarlos por toda Roma alimentando las supersticiones y los deseos de la gente. Era habitual que Tarquinius acabara sentado cerca de aquellos hombres, en parte para reírse de sus afirmaciones fraudulentas y en parte porque le reconfortaba ver practicar un arte que él raras veces ejercía en público. Si se encontraba lo suficientemente cerca, era capaz de realizar adivinaciones a partir de los sacrificios de los farsantes, costumbre que lo divertía sobremanera.
El etrusco recordó la última vez que había visto a su mentor, hacía catorce años. Por increíble que pareciera, Olenus había estado en paz con su destino, satisfecho de haber podido transmitir sus conocimientos. A Tarquinius le había resultado mucho más duro y había estado batallando contra sus emociones camino del latifundio, abrumado por el peso del hígado y los demás objetos. Su amor y respeto por Olenus era lo único que había evitado que Tarquinius trepara otra vez por la montaña para enfrentarse a Rufus Caelius y a los legionarios. Pero se hubiese equivocado de haberlo hecho. Una de las piedras angulares de las enseñanzas del viejo arúspice era que cada hombre es dueño de su propio destino.
Tarquinius sabía ahora que aquella experiencia había formado parte de la última lección de Olenus. El hecho de regresar al cabo de dos días a preparar una pira funeraria para el hombre al que había querido como un padre le había cambiado para siempre. Le había convencido completamente de cumplir los deseos de Olenus al pie de la letra. Era el último arúspice etrusco.
Cuando había regresado afligido a la montaña por última vez, Tarquinius había arrancado el rubí de la empuñadura de la antigua espada y enterrado el arma y el hígado en un huerto cercano a la villa de Caelius. En parte era porque prefería luchar con un hacha de guerra etrusca y en parte porque la hermosa hoja hubiese llamado demasiado la atención. Estaba convencido de que Olenus lo habría comprendido. Desde entonces llevaba la piedra preciosa en contacto con el corazón.
Abatido, llenó un morral y se despidió de su madre sabiendo que no la volvería a ver. Cuando le mencionó que Olenus le había predicho que seguiría ese camino, Fulvia comprendió al instante lo que significaba; mientras tanto su padre yacía ahí cerca, sumido en un sopor etílico. El joven besó a Sergius en la frente y le susurró al oído: «Los etruscos no caeremos en el olvido.» La silueta dormida se dio media vuelta con una sonrisa en los labios. Aquello animó a Tarquinius mientras recorría el camino polvoriento que conducía a la calzada más cercana.
Roma le pareció un buen punto de partida y se dirigió hacia el sur. Tarquinius nunca había visitado la capital y le impresionaron los enormes edificios. Inmediatamente se sintió atraído por el gran templo de Júpiter, de donde vio a los sacerdotes salir de una lectura de los libros etruscos. El joven arúspice se puso hecho una furia al ver a los augures romanos interpretando el significado de los vientos y las nubes de ese día. Y se habían equivocado. Los libros sagrados robados de las ciudades etruscas estaban en manos de charlatanes. Se le pasó por la cabeza robar los
libri
, pero no hubiera servido de mucho. ¿Adonde llevarlos? Ya habían hecho copias que guardaban en otros lugares y, si lo pillaban, los lictores lo meterían en un saco y lo tirarían al Tíber.
Al final le bastó con una semana en la ciudad. El etrusco no había entablado amistad con nadie y el alojamiento era sucio y caro. Un tanto perdido, Tarquinius se encaminó al sur por la Vía Apia. A quince kilómetros de la ciudad, se detuvo junto a un pozo que había al borde del camino para calmar la sed. Un grupo de legionarios descansaba bajo unos árboles, con las jabalinas y los escudos apilados al lado. Era habitual ver a soldados en los caminos, marchando para reunirse con sus unidades, enviados para realizar labores de ingeniería o dirigiéndose a la guerra. A pesar de las enseñanzas recibidas, a Tarquinius le seguía costando no odiar su mera existencia y lo que representaban. Legionarios como aquéllos habían machacado a los etruscos siglos antes. Pero ocultó bien sus emociones cuando se apoyó en un tronco grueso mientras comía un poco de pan con queso.
Al ver la complexión fibrosa de Tarquinius y el hacha que se había descolgado de la espalda, el centurión se le acercó y le preguntó si quería alistarse. Roma siempre buscaba hombres capaces de luchar. El etrusco aceptó con una sonrisa. Alistarse a la fuerza que había causado el sometimiento de su pueblo le pareció lo más natural del mundo. Lo había estado esperando.
Después de dos meses de dura instrucción, las legiones llevaron a Tarquinius a Asia Menor y a la tercera guerra entre Roma y Mitrídates, el rey del Ponto. Ahí llevaba luchando tres años el general Lúculo, antigua mano derecha de Sila. Cuando llegó el arúspice, Lúculo ya había derrotado al rey Mitrídates y le había obligado a retirarse a la vecina Armenia, donde se lamía las heridas bajo la protección de su gobernante, Tigranes. Mitrídates seguía siendo un hombre libre. Y tal como Roma sabía por anteriores experiencias amargas, aquello significaba que el conflicto no había terminado.