La ladrona de libros (72 page)

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Authors: Markus Zusak

Tags: #Drama, Infantil y juvenil

BOOK: La ladrona de libros
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Liesel tosió al ver a todos los demás y oyó cómo un hombre decía que habían encontrado un cuerpo hecho pedazos en un arce.

Se topó con pijamas destrozados y rostros desgarrados. El cabello del chico fue lo primero que vio.

¿Rudy?

Al segundo intento, no sólo musitó su nombre.

—¿Rudy?

Estaba tendido en el suelo, con su cabello rubio y los ojos cerrados. La ladrona de libros corrió hacia él y cayó de rodillas. Soltó el libro negro.

—Rudy, despierta… —sollozó. Lo cogió por la camisa del pijama y lo sacudió con suma suavidad, incrédula—. Despierta, Rudy —mientras el cielo seguía caldeándose y lloviznaba ceniza, Liesel sujetaba a Rudy Steiner por la camisa—. Rudy, por favor —intentando reprimir las lágrimas—. Rudy, por favor, despierta, maldita sea, despierta, te quiero. Vamos, Rudy, vamos, Jesse Owens, pero si te quiero, despierta, despierta, despierta…

No sirvió de nada.

La montaña de escombros era cada vez mayor. Colinas de cemento coronadas de rojo. Una bella joven vapuleada por las lágrimas, zarandeando a los muertos.

Incrédula, Liesel enterró la cara en el pecho de Rudy. Incorporó el cuerpo inerte intentando que no se fuera hacia atrás, pese a que no le quedó más remedio que devolverlo al suelo devastado. Con suavidad.

Despacio. Despacio.

—Dios, Rudy…

Se inclinó sobre el rostro sin vida y besó en los labios con delicadeza a su mejor amigo, Rudy Steiner. Rudy tenía un sabor dulce y a polvo, sabía a reproche entre las sombras de los árboles y el resplandor de la colección de trajes del anarquista. Lo besó larga y suavemente, y cuando se retiró, le acarició los labios con los dedos. Le temblaban las manos. Volvió a inclinarse una vez más, pero esta vez perdió el control y sus labios carnosos no acertaron. Sus dientes colisionaron contra el desolado mundo de Himmelstrasse.

No se despidió. No tuvo fuerzas. Minutos después, logró apartarse de él y arrancarse del suelo. Me maravilla lo que los humanos son capaces de hacer aunque estén llorando a lágrima viva, que sigan adelante, tambaleantes, tosiendo, rebuscando y hallando.

EL SIGUIENTE DESCUBRIMIENTO

Los cuerpos de sus padres, hechos una maraña sobre el manto de gravilla de Himmelstrasse.

Liesel no corrió, ni caminó, ni siquiera se movió. Había rebuscado con la mirada entre los humanos y se había detenido, confundida, al reparar en el hombre alto y en la mujer bajita con cuerpo de armario ropero. Esa es mi madre. Ese es mi padre. Llevaba las palabras grapadas.

—No se mueven —murmuró—. No se mueven.

Tal vez si se quedaba quieta el tiempo suficiente serían ellos los que se movieran, pero permanecieron inmóviles tanto tiempo como Liesel. En ese momento me percaté de que la joven estaba descalza. Qué cosa tan rara fijarse en eso en un momento así. Tal vez intentaba evitar su rostro, pues la ladrona de libros estaba hecha un lío imposible de desenredar.

Dio un paso, negándose a seguir, aunque lo hizo. Liesel se acercó despacio a sus padres y se sentó entre los dos. Cogió la mano de su madre y empezó a hablarle.

—¿Recuerdas cuando llegué aquí, mamá? Me agarré a la verja y me puse a llorar. ¿Recuerdas lo que le dijiste a la gente que había en la calle ese día? —le temblaba la voz—. Dijiste: «¿Qué estáis mirando, imbéciles?» —le apretó la mano y le tocó la muñeca—. Mamá, sé que tú… Me gustó mucho que vinieras al colegio para decirme que Max había despertado. ¿Sabías que te vi con el acordeón de papá? —apretó más fuerte la mano, que empezaba a agarrotarse—. Me asomé y te vi, y estabas hermosa. Maldita sea, estabas tan hermosa, mamá…

MUCHOS MOMENTOS

DE INDECISIÓN

Su padre. No quería, y no pudo, mirar a su padre. Todavía no.

En ese momento no.

Su padre era un hombre de ojos plateados, no apagados.

¡Su padre era un acordeón!

Pero sus fuelles se habían quedado sin aire.

Nada entraba y nada salía.

Empezó a mecerse adelante y atrás. Una nota estridente, muda, sucia quedó atrapada entre sus labios hasta que fue capaz de volverse.

Hacia su padre.

Llegado ese momento, no pude refrenarme: me acerqué para verla mejor, y en cuanto conseguí volver a contemplar su cara adiviné que ese era el humano al que la joven más quería. Su gesto le acarició el rostro, resiguió una de las arrugas que le recorrían la mejilla. Él se había sentado en el baño con ella y le había enseñado a liar cigarrillos. Le había dado pan a un cadáver en Münchenstrasse y le había dicho que siguiera leyendo en el refugio antiaéreo. Si no lo hubiera hecho, tal vez ella no habría acabado escribiendo en el sótano.

Su padre —el acordeonista— y Himmelstrasse.

Uno no podía existir sin la otra porque, para Liesel, ambos querían decir hogar. Sí, eso significaba Hans Hubermann para Liesel Meminger.

Se dio la vuelta y se dirigió a la cuadrilla de la LSE.

—Por favor, ¿podrían acercarme el acordeón de mi padre?

Tras unos momentos de confusión, uno de los miembros de mayor edad le llevó la funda rota y Liesel la abrió, sacó el maltrecho instrumento y lo dejó junto al cuerpo de su padre.

—Aquí lo tienes, papá.

Y te prometo una cosa, que cuando se arrodilló junto a Hans Hubermann lo vio levantarse y tocar el acordeón. Se puso en pie, se lo colgó a los hombros, sobre el macizo montañoso de casas derruidas y tocó el acordeón, con sus amables ojos plateados y un indolente cigarrillo entre los labios. Incluso falló en una nota y se echó a reír, una simpática retrospectiva. Los fuelles respiraron y el hombre alto tocó para Liesel Meminger una última vez mientras sacaban despacio el cielo del horno.

Sigue tocando, papá.

Hans se detuvo.

Soltó el acordeón y sus ojos plateados continuaron oxidándose. Ahora sólo era un cuerpo tumbado en el suelo. Liesel lo atrajo hacia sí y lo abrazó.

Sus brazos se negaban a soltarlo. Lo besó en el hombro —no podía soportar mirarlo a la cara— y volvió a dejarlo en el suelo.

La ladrona de libros lloró hasta que se la llevaron de allí, con delicadeza.

Al cabo de un rato se acordaron del acordeón, pero nadie reparó en el libro.

Había mucho trabajo que hacer y, junto a otro montón de objetos variopintos,
La ladrona de libros
acabó pisoteado varias veces hasta que lo recogieron sin echarle siquiera un vistazo y lo arrojaron al camión de la basura. Me subí de un salto y lo rescaté antes de que el camión arrancara.

EPÍLOGO

El último color

Presenta:

la muerte y Liesel — unas lágrimas de madera — Max — y la entrega

La muerte y Liesel

Han pasado muchos años desde entonces, pero todavía queda mucho trabajo que hacer. Créeme, el mundo es una fábrica. El sol lo remueve, los humanos lo gobiernan y yo soy la que persevera. Me los llevo.

En cuanto a lo que queda de historia, voy a dejarme de rodeos porque estoy cansada, muy cansada, así que intentaré ir al grano.

UN ÚLTIMO SUCESO

Supongo que debería decirte que la ladrona de libros murió ayer.

Liesel Meminger vivió hasta edad avanzada, muy lejos de Molching y de la desaparición de Himmelstrasse.

Falleció en un barrio de las afueras de Sidney. El número de la casa era el 45 —el mismo que el del refugio antiaéreo de los Fiedler— y el cielo lucía el azul más bello de la tarde. Igual que la de su padre, su alma se incorporó.

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