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Authors: Markus Zusak

Tags: #Drama, Infantil y juvenil

La ladrona de libros (66 page)

BOOK: La ladrona de libros
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—¿Qué? —preguntó Rudy—.
Was hast du gesagt?
¿Qué has dicho?

Por desgracia, me adelanté a la respuesta. Había llegado el momento, y metí las manos en la cabina. Extraje despacio el alma del piloto del uniforme arrugado y lo rescaté del aparato estrellado. Los curiosos se entretuvieron con el silencio mientras me abría camino entre ellos, a empujones.

Lo cierto es que durante los años que duró la hegemonía de Hitler, nadie logró servir al Führer con mayor lealtad que yo. El corazón de los humanos no es como el mío. El de los humanos es una línea, mientras que el mío es un círculo y poseo la infinita habilidad de estar en el lugar apropiado en el momento oportuno. La consecuencia es que siempre encuentro humanos en su mejor y en su peor momento. Veo su fealdad y su belleza y me pregunto cómo ambas pueden ser lo mismo. Sin embargo, tienen algo que les envidio: al menos los humanos tienen el buen juicio de morir.

De vuelta en casa

Fue una época de delincuentes, aviones estrellados y ositos de peluche, pero el primer trimestre de 1943 finalizaría con una nota positiva para la ladrona de libros.

A principios de abril, Hans Hubermann se subió a un tren con dirección a Munich con una escayola que le cubría la pierna hasta la rodilla. Le concedieron una semana de descanso en casa antes de engrosar las listas de chupatintas del ejército en la ciudad. Tendría que echar una mano en los trámites burocráticos para llevar a cabo la retirada de escombros de fábricas, casas, iglesias y hospitales de Munich. El tiempo diría si lo devolvían a la calle para encargarse de las reparaciones. Todo dependía del estado de su pierna y de la ciudad.

Ya había oscurecido cuando llegó a casa un día después de lo esperado. El tren había sufrido un retraso a causa de una amenaza de bombardeo aéreo. Se plantó ante la puerta del número treinta y tres de Himmelstrasse y cerró la mano en un puño.

Cuatro años antes, habían tenido que obligar a Liesel Meminger a traspasar esa misma verja por primera vez. Max Vandenburg había estado allí con una llave que le quemaba en la mano. Ahora le tocaba a Hans Hubermann. Llamó cuatro veces y respondió la ladrona de libros.

—Papá, papá.

Debió de decirlo cientos de veces, abrazada a él en la cocina, resistiéndose a soltarlo.

Más tarde, después de cenar, Hans les contó todo a su mujer y a Liesel, sentados a la mesa de la cocina hasta entrada la noche. Les habló de la LSE, de las calles llenas de humo y de las pobres almas que vagaban perdidas. Y de Reinhold Zucker. Del pobre imbécil de Reinhold Zucker. Le llevó horas.

Liesel se fue a la cama a la una de la madrugada y su padre entró en el dormitorio para sentarse a su lado, como solía hacer. La joven se despertó en varias ocasiones para comprobar que seguía allí y él no le falló ni una sola vez.

Fue una noche tranquila.

La dicha hacía de su cama un lugar cálido y apacible.

DECIMA PARTE

La ladrona de libros

Presenta:

el fin del mundo — el nonagésimo octavo día — un instigador de guerras — el estilo de las palabras — una joven catatónica — confesiones — el librito negro de Ilsa Hermann — unos aviones con caja torácica — y una montaña de escombros

El fin del mundo
(parte I)

Te ofrezco un nuevo atisbo del final. Tal vez lo haga con el fin de suavizar el golpe posterior o para prepararme mejor cuando llegue el momento de explicarlo. De cualquier modo, debo informarte de que llovía en Himmelstrasse cuando el mundo se acabó para Liesel Meminger.

El cielo goteaba.

Como un grifo que un niño no ha conseguido cerrar por completo a pesar de haberlo intentado con todas sus fuerzas. Las primeras gotas eran frías. Las sentí en las manos cuando esperaba a la puerta de la tienda de frau Diller.

Los oí en lo alto.

Levanté la vista y vi los aviones de lata en el cielo encapotado. Vi cómo abrían sus barrigas y dejaban caer las bombas con toda tranquilidad. No acertaron, claro. No solían estar acertados.

UNA PEQUEÑA Y

TRISTE ESPERANZA

Nadie quería bombardear Himmelstrasse.

Nadie bombardearía un lugar llamado paraíso, ¿no? ¿No?

Las bombas cayeron, y las nubes no tardarían en arder ni las frías gotas de lluvia en convertirse en cenizas. Nevarían abrasadores copos de nieve.

Para abreviar, Himmelstrasse quedó arrasada.

Las casas saltaron por los aires y salpicaron la acera de enfrente. Sobre el destrozado suelo, una fotografía enmarcada de un Führer de porte serio acabó machacada. Aun así, sonreía, con su gravedad acostumbrada. Él sabía algo que los demás ignorábamos. Aunque yo sabía algo que él ignoraba. Y todo sucedió mientras la gente dormía.

Rudy Steiner dormía. Hans y Rosa dormían. Frau Holtzapfel, frau Diller. Tommy Müller. Todos dormían. Todos murieron.

Sólo sobrevivió una persona.

Sobrevivió porque estaba en un sótano releyendo la historia de su vida en busca de errores. Habían considerado que el habitáculo no estaba a suficiente profundidad, pero esa noche, el 7 de octubre, bastó. Las ruinosas estructuras se fueron desmoronando despacio y horas después, cuando el extraño y desaliñado silencio se impuso en Molching, la LSE local oyó algo. Un eco. Por allí abajo, en algún lugar, una niña golpeaba con furor un bote de pintura con un lápiz.

Se detuvieron, aguzando el oído, y se pusieron a cavar en cuanto volvieron a oír el sonido.

OBJETOS QUE PASAN

DE MANO EN MANO

Bloques de cemento y tejas. Un trozo de pared con un sol chorreante pintado en él. Un acordeón de aspecto triste asomando a través de la funda carcomida.

Lo apartaron todo.

Uno de ellos vio el cabello de la ladrona de libros al retirar un bloque de pared desmoronada.

El hombre se puso a reír, complacido. Traía al mundo una recién nacida.

—Es increíble… ¡Está viva!

El júbilo se extendió a los hombres que iban acercándose mientras anunciaban la buena nueva; sin embargo, no pude compartir enteramente su entusiasmo.

Antes, había acogido a su padre en un brazo y a su madre en el otro. Tenían el alma suave.

Habían amortajado sus cuerpos un poco más allá, como el de todos los demás. Los preciosos ojos plateados de Hans habían empezado a oxidarse y los labios acartonados de Rosa habían quedado medio abiertos, seguramente en un ronquido inconcluso. Para blasfemar como los alemanes: Jesús, María y José.

Las manos tiraron de Liesel y le sacudieron los cascotes de la ropa.

—Jovencita, las sirenas avisaron demasiado tarde —le contaron—. ¿Qué hacías en el sótano? ¿Cómo lo sabías?

No repararon en que la niña todavía llevaba el libro en las manos. Respondió con un grito. El prodigioso grito de los vivos.

—¡Papá!

Una segunda vez. Su rostro se contrajo al alcanzar un tono más alto, más angustiado.

—¡Papá, papá!

Fueron pasándola de mano en mano para sacarla de allí mientras no dejaba de gritar, gemir y llorar. Si estaba herida, aún tardarían en descubrirlo, pues se zafó de ellos y buscó, llamó y siguió sollozando.

No se había desprendido del libro.

Se aferraba con desesperación a las palabras que le habían salvado la vida.

El nonagésimo octavo día

Todo fue bien durante los primeros noventa y siete días tras el regreso de Hans Hubermann, en abril de 1943. Solía quedarse pensativo imaginando a su hijo en el frente de Stalingrado, con la esperanza de que por las venas del joven corriera algo de su suerte.

A la tercera noche de su regreso, tocó el acordeón en la cocina. Una promesa era una promesa. Hubo música, sopa, chistes y la risa de una niña de catorce años.


Saumensch
, deja de armar tanto escándalo con esas risas —le advirtió su madre—. Sus chistes no tienen tanta gracia. Además, son verdes…

Hans se reincorporó al trabajo al cabo de una semana, en una de las oficinas del ejército, en la ciudad. Le contó a su familia que tenían una buena provisión de cigarrillos y comida, y de vez en cuando llevaba galletas o un poco de mermelada a casa. Era como en los viejos tiempos. Un bombardeo aéreo de poca importancia en mayo. Un «
Heil Hitler!
» por aquí o por allá. Todo iba bien.

Hasta el nonagésimo octavo día.

PEQUEÑO COMENTARIO

DE UNA ANCIANA

En Münchenstrasse, dijo: «Jesús, María y José, ojalá no los hicieran pasar por aquí. Esos condenados judíos traen mala suerte. Son una mala señal. Es verlos y saber que sólo nos traerán desgracias».

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