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Authors: Markus Zusak

Tags: #Drama, Infantil y juvenil

La ladrona de libros (69 page)

BOOK: La ladrona de libros
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Se retorcían, incómodos, en el asfalto.

Juntos, vieron desaparecer a los humanos. Los vieron disolverse en el aire húmedo como si fueran grageas en movimiento.

Confesiones

En cuanto los judíos desaparecieron, Rudy y Liesel se separaron. La ladrona de libros no abrió la boca. Las preguntas de Rudy quedaron sin respuesta.

Liesel no se fue a casa. Abatida, se dirigió a la estación de tren a esperar a su padre, que no llegaría hasta al cabo de unas horas. Rudy la acompañó los primeros veinte minutos, pero como todavía faltaba más de medio día para que Hans volviera a casa, fue en busca de Rosa. Le explicó lo que había ocurrido por el camino. Rosa ya había encajado todas las piezas del rompecabezas cuando llegó a la estación, por lo que no le preguntó nada, se limitó a quedarse a su lado hasta que al final logró convencerla para que se sentara. Lo esperaron juntas.

Hans dejó caer la bolsa y dio patadas al aire de la
Bahnhof
cuando se lo explicaron.

Esa noche no cenaron. Los dedos de Hans profanaron el acordeón: por mucho que lo intentara, asesinaba una canción tras otra. Ya nada salía bien.

La ladrona de libros guardó cama tres días seguidos.

Mañana y tarde, Rudy Steiner llamaba a la puerta y preguntaba si seguía enferma. Liesel no estaba enferma.

Al cuarto día, Liesel se acercó a la puerta de su vecino de enfrente y le preguntó si le apetecía acompañarla a la arboleda, donde habían repartido el pan el año anterior.

—Te lo tendría que haber contado antes —admitió.

Avanzaron un buen trecho por la carretera que conducía a Dachau. Se adentraron entre los árboles. Las largas figuras de luces y sombras estaban salpicadas de piñas, que parecían galletas esparcidas.

Gracias, Rudy.

Por todo. Por ayudarme, por detenerme…

No lo dijo.

Descansaba una mano sobre una rama astillada.

—Rudy, si te cuento algo, ¿me prometes que no se lo contarás a nadie?

—Claro —Rudy percibió la seriedad en el rostro de la chica y la pesadumbre en su voz. Se apoyó en el árbol contiguo al de ella—. ¿De qué se trata?

—Promételo.

—Ya lo he hecho.

—Vuelve a hacerlo. No puedes decírselo ni a tu madre, ni a tu hermano ni a Tommy Müller. A nadie.

—Lo prometo.

Se inclinó.

Miró al suelo.

Liesel intentó encontrar por dónde empezar varias veces, leyendo las frases a sus pies mientras mezclaba las palabras con las piñas y los trocitos de ramas rotas.

—¿Recuerdas cuando me hice daño jugando al fútbol en la calle? —se decidió.

Necesitó unos tres cuartos de hora para explicarle dos guerras, un acordeón, un púgil judío y un sótano. Sin olvidar lo que había ocurrido cuatro días antes en Münchenstrasse.

—Por eso te acercaste a mirar más de cerca el día del pan, para ver si lo encontrabas —concluyó él.

—Sí.

—Por los clavos de Cristo.

—Sí.

Los árboles eran altos y triangulares. Estaban serenos.

Liesel sacó
El árbol de las palabras
de la bolsa y le enseñó a Rudy una de las páginas en la que aparecía un niño con tres medallas colgando del cuello.

—«El pelo de color limón» —leyó Rudy. Tocó las palabras con los dedos—. ¿Le hablabas de mí?

Liesel no pudo responder enseguida. Tal vez fue la súbita sacudida amorosa que sintió por él. ¿O había sido así siempre? Era probable. Privada del habla, deseó que la besara, que la agarrara de la mano y la atrajera hacia él. No importaba dónde. En la boca, en el cuello, en la mejilla. Tenía toda la piel libre para él, a la espera.

Unos años antes, cuando corrían por un campo embarrado, Rudy era un saco de huesos ensamblados con prisas, de sonrisa escarpada e irregular. Esa tarde entre los árboles era alguien que repartía pan y ositos de peluche. Era tricampeón de atletismo de las Juventudes Hitlerianas. Era su mejor amigo. Y faltaba un mes para su muerte.

—Claro que le hablaba de ti —respondió Liesel.

Se estaba despidiendo y ni siquiera lo sabía.

El librito negro de Ilsa Hermann

A mediados de agosto, creía que acudía al número ocho de Grandestrasse en busca del mismo remedio de siempre.

Para animarse.

Eso era lo que creía.

El día había sido caluroso, pero se esperaban lluvias por la noche. En
La última extranjera
, había una cita cerca ya del final, que Liesel recordó cuando pasaba junto a la tienda de frau Diller.

«LA ÚLTIMA EXTRANJERA»

PÁGINA 211

«El sol remueve la tierra. Una y otra vez, nos va removiendo, como a un guiso.»

Liesel cruzó el puente del Amper. El agua corría soberbia, esmeralda y exuberante. Veía las piedras del lecho y oía el familiar rumor de la corriente. El mundo no se merecía un río así.

Subió la colina hasta Grandestrasse. Las mansiones eran fascinantes y detestables. Se regodeó con el ligero dolorcillo que sentía en las piernas y los pulmones. Camina más rápido, pensó, y empezó a remontar, como un monstruo saliendo de la arena. Olía a hierba recién cortada de los jardines. Era un olor fresco y dulzón, verde con motitas amarillas. Cruzó el patio sin volver la cabeza ni una sola vez o el mínimo asomo de paranoia.

La ventana.

Manos en el marco, tijereta con las piernas.

Pies en el suelo.

Libros, hojas y un lugar dichoso.

Sacó un libro de las estanterías y se sentó con él en el suelo.

Se preguntó si estaría en casa, aunque le daba igual si Ilsa Hermann estaba pelando patatas en la cocina o haciendo cola en correos. O de pie como un fantasma cerniéndose sobre ella, intentado adivinar qué leía.

Sinceramente, ya no le importaba.

Durante un buen rato se limitó a quedarse sentada y a mirar.

Había visto morir a su hermano con un ojo abierto y el otro todavía soñando. Se había despedido de su madre y había imaginado la solitaria espera de un tren que la llevaría de vuelta al olvido. Una mujer hecha un manojo de nervios se había tumbado en el suelo y su grito había rodado por la calle hasta volcarse, como una moneda que ha perdido empuje. Un joven colgaba de una cuerda hecha de nieve de Stalingrado. Había visto morir a un piloto de bombardero en una caja metálica. Había visto desfilar hacia un campo de concentración a un judío que en dos ocasiones le había entregado las páginas más hermosas de su vida. Y en medio de todo, veía al Führer gritando sus palabras y repartiéndolas a su alrededor.

Esas imágenes eran el mundo, que se removía en su interior mientras seguía allí sentada, con los hermosos libros de cuidados títulos. Se removía en ella al tiempo que hojeaba las páginas atestadas de párrafos y palabras.

Qué hijos de puta, pensó.

Qué adorables hijos de puta.

No me hagáis feliz. Por favor, no me cameléis y me dejéis creer que algo bueno puede salir de todo esto. ¿No veis los moretones? ¿No veis esta raspadura? ¿No veis la herida que tengo dentro? ¿No veis cómo se extiende y me corroe ante vuestros ojos? No quiero volver a tener esperanzas. No quiero rezar para que Max esté vivo y a salvo. O Alex Steiner.

Porque el mundo no se los merece.

Arrancó una página del libro y la partió en dos.

Luego un capítulo.

Pronto no quedaron más que trocitos de palabras esparcidos entre sus piernas a su alrededor. Las palabras. ¿Por qué tenían que existir? Sin ellas nada hubiera pasado. Sin palabras, el Führer no era nada. No habría prisioneros renqueantes, ni nadie necesitaría consuelo o trucos palabreros para hacernos sentir mejor.

¿Qué tenían de bueno las palabras?

Esta vez lo dijo en alto a la luz anaranjada que inundaba la habitación.

—¿Qué tienen de bueno las palabras?

La ladrona de libros se levantó y se dirigió con cuidado a la puerta de la biblioteca, que chirrió débilmente. El amplio vestíbulo estaba inmerso en un vacío de madera.

—¿Frau Hermann?

La pregunta regresó hasta ella y rebotó de nuevo hacia la puerta de la calle, aunque se detuvo lánguidamente a medio camino, sobre un par de gruesas tablas de madera.

—¿Frau Hermann?

El silencio fue el único que contestó a su llamada, por lo que se sintió tentada a rebuscar en la cocina, por Rudy. Se reprimió. No estaría bien robar comida a una mujer que le había dejado un diccionario apoyado en el cristal de la ventana. Eso y que acababa de destruir uno de sus libros, hoja a hoja, capítulo a capítulo. Ya había causado suficiente perjuicio.

Liesel volvió a la biblioteca y abrió uno de los cajones del escritorio. Se sentó.

LA ÚLTIMA CARTA

Querida Sra. Hermann:

Como puede ver, he vuelto a estar en su biblioteca y he estropeado uno de sus libros. Estaba muy enfadada y preocupada y quería matar las palabras. Le he robado y ahora, además, he estropeado algo de su propiedad. Lo siento. Como castigo, creo que dejaré de venir. Aunque, ¿hasta qué punto es eso un castigo? Adoro y detesto este lugar porque lo habitan las palabras.

Ha continuado siendo mi amiga a pesar de haberla ofendido, a pesar de que he sido insufrible (una palabra que he buscado en su diccionario) y creo que es hora de que la deje en paz. Lo siento.

Gracias otra vez.

LIESEL MEMINGER

Dejó la nota sobre el escritorio y se despidió por última vez de la habitación dando tres vueltas y pasando las manos por encima de los libros. Por mucho que los odiara, no pudo resistirse. Había esparcidos trochos de papel alrededor de uno titulado
Las reglas de Tommy Hoffmann
. La brisa que entraba por la ventana los hizo revolotear.

La luz aún era anaranjada, pero no tan resplandeciente como antes. Sus manos sintieron la última presión sobre el marco de madera de la ventana, sensación seguida de la sacudida del estómago durante el descenso y la punzada de dolor en los pies al plantarlos en el suelo.

Después de bajar la colina y cruzar el puente, la luz anaranjada ya se había desvanecido. Las nubes barrían el cielo.

Las primeras gotas de lluvia empezaron a caer cuando llegaba a Himmelstrasse. Pensó que no volvería a ver a Ilsa Hermann nunca más, aunque a la ladrona de libros se le daba mejor la lectura y la destrucción de libros que vaticinar acontecimientos.

TRES DÍAS DESPUÉS

La mujer ha llamado al número treinta y tres y espera a que alguien responda.

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