Presenta:
un libro flotante — los jugadores — un pequeño fantasma — dos cortes de pelo — las juventudes de Rudy — perdedores y bocetos — un hombre que silbaba y unos zapatos — tres estupideces — y un niño asustado con las piernas congeladas
Un libro bajaba flotando por el río Amper.
Un niño se zambulló, lo atrapó y lo agitó en el aire. Sonreía de oreja a oreja.
Esperaba, hundido hasta la cintura en las gélidas aguas de diciembre.
—¿Y ese beso,
Saumensch
? —preguntó.
El aire a su alrededor era de un frío cautivador, extraordinario y nauseabundo, por no hablar del atenazante dolor provocado por el abrazo del agua, que se iba apelmazando desde los dedos de los pies hasta las caderas.
PEQUEÑO AVANCE SOBRE
RUDY STEINER
No merecía morir como murió.
Al imaginarlo, ves los márgenes empapados del papel todavía pegados a sus dedos, ves un tembloroso flequillo rubio y, anticipándoos, concluyes, como lo haría yo, que Rudy murió ese mismo día de hipotermia. Pues no. Esta clase de recuerdos no hacen más que demostrarme que no merecía lo que la suerte le deparó menos de dos años después.
Llevarse a un chico como Rudy podría considerarse un robo por diversos motivos —tanta vida por delante, tantas razones por las que vivir— y, sin embargo, estoy segura de que le habría encantado ver los horribles escombros y la hinchazón del cielo la noche en que murió. Si hubiera podido ver arrodillada a la ladrona de libros junto a su cuerpo diezmado, habría gritado de alegría y girado sobre sí mismo y sonreído. Le habría encantado contemplarla besándole los polvorientos labios devastados por las bombas.
Sí, lo sé.
En la profunda oscuridad de mi corazón de siniestros latidos, lo sé. Le habría gustado, sin duda.
¿Lo ves?
Hasta la muerte tiene corazón.
Discúlpame, qué maleducada, te estoy destripando el final, y no sólo el de la novela, sino también el de esta parte en concreto. Te he adelantado dos acontecimientos porque no tengo ningún interés en ahondar en el misterio. El misterio me aburre, es una lata. Todos sabemos ya qué va a ocurrir. Las intrigas que nos empujan hasta el final son las que me inquietan, me desconciertan, me pican la curiosidad y me asombran.
Quedan muchas cosas en las que pensar.
Queda mucha historia.
Sí, tenemos un libro titulado
El hombre que silbaba
, del que hablaremos largo y tendido, sin olvidar cómo acabó arrastrado por la corriente del Amper antes de la Navidad de 1941. Primero deberíamos tratar todo esto, ¿no crees?
Decidido, entonces.
Vamos allá.
Todo empezó con el juego. Ocultar a un judío es lanzar los dados, y así es como se vive. Así es como se ve:
El corte de pelo: mediados de abril de 1941
La vida empezaba a imitar la normalidad con mayor ahínco:
Hans y Rosa Hubermann discutían en el comedor, aunque no armaran tanto escándalo como antes. Liesel, como de costumbre, era espectadora.
La discusión se originó la noche anterior, en el sótano, donde Hans y Max compartían botes de pintura, palabras y sábanas viejas. Max preguntó si Rosa podía cortarle el pelo en algún momento. «Me tapa los ojos», dijo Max, a lo que Hans respondió: «Ya veré lo que puedo hacer».
Rosa estaba rebuscando en los cajones. Lanzaba sus palabras a Hans con el resto de los trastos.
—¿Dónde estarán esas malditas tijeras?
—¿No están en el de abajo?
—Ya lo he mirado.
—Igual no las has visto.
—¿Acaso estoy ciega? —levantó la cabeza y vociferó—. ¡Liesel!
—Estoy aquí.
Hans se encogió.
—¡Carajo, mujer, déjame sordo, anda!
—A callar,
Saukerl
—Rosa se dirigió a la niña sin dejar de revolver el cajón—. Liesel, ¿dónde están las tijeras? —s in embargo, Liesel tampoco lo sabía—.
Saumensch
, mira que eres inútil.
—Déjala en paz.
Se cruzaron varias palabras más, de la mujer del cabello elástico al hombre de ojos plateados, hasta que Rosa cerró el cajón de un golpetazo.
—De todos modos, seguramente lo dejaré lleno de trasquilones.
—¿Trasquilones? —a esas alturas, Hans estaba a punto de arrancarse los pelos, pero convirtió su voz en un susurro apenas perceptible—. ¿Quién narices va a verlo?
Hizo ademán de añadir algo más, pero lo distrajo la presencia plumífera en la puerta de Max Vandenburg, cohibido, educado. Max llevaba en la mano sus propias tijeras. Adelantó un paso y se las tendió a la niña de doce años, ni a Hans ni a Rosa. Liesel parecía la opción más sensata. Los labios le temblaron unos instantes antes de preguntar:
—¿Te importaría?
Liesel cogió las tijeras y las abrió. Estaban oxidadas y brillaban en algunas partes. Se volvió hacia su padre y, cuando este asintió con la cabeza, siguió a Max al sótano.
El judío se sentó en un bote de pintura. Llevaba una sábana pequeña sobre los hombros.
—Todos los trasquilones que quieras —la tranquilizó.
Hans tomó asiento en los escalones.
Liesel levantó los primeros mechones de cabello de Max Vandenburg.
Al tiempo que cortaba las plumosas hebras, se maravillaba del ruido que hacían las tijeras, y no era el de los tijeretazos, sino el del chirrido de las hojas metálicas al cercenar cada mata de pelo.
En cuanto acabó el trabajo, riguroso en algunas zonas, un poco tortuoso en otras, subió la escalera con el cabello en las manos y alimentó la caldera. Encendió una cerilla y contempló cómo la maraña mermaba y se marchitaba, anaranjada y rojiza.
Max estaba de nuevo en la puerta, esta vez en lo alto de la escalera del sótano.
—Gracias, Liesel —dijo con voz profunda y ronca, timbrada con una sonrisa oculta.
En cuanto acabó de decirlo volvió a desaparecer, de vuelta al sótano.
El periódico: principios de mayo
—Hay un judío en mi sótano.
—Hay un judío. En mí sótano.
Liesel Meminger oyó esas palabras tumbada en el suelo de la habitación llena de libros del alcalde, con la bolsa de la colada a un lado. La figura fantasmal de la mujer del alcalde se sentaba, encorvada como un borracho, ante el escritorio. Delante de ella, Liesel leía
El hombre que silbaba
, páginas veintidós y veintitrés. Levantó la vista. Se imaginó acercándose, apartándole con suavidad un mechón de pelo sedoso y murmurándole al oído: «Hay un judío en mi sótano».
El secreto se instaló en su boca mientras el libro bailaba en su regazo. Se puso cómodo. Cruzó las piernas.
—Debería irme a casa.
Esta vez lo dijo en voz alta. Le temblaban las manos. A pesar del asomo de sol en el horizonte, una suave brisa entraba por la ventana abierta, acompañada de la lluvia, que se colaba como si fuera serrín.
La mujer arrastró la silla y se acercó cuando Liesel devolvió el libro a su sitio. Siempre acababan así. Las delicadas ojeras con arrugas se hincharon un instante al alargar la mano y volver a sacar el libro.
Se lo ofreció a la niña.
Liesel lo rechazó.
—No, gracias —dijo—, ya tengo muchos libros en casa. Tal vez en otro momento. Es que estoy releyendo uno con mi padre; ya sabe, el que robé en la hoguera.
La mujer del alcalde asintió con la cabeza. Si había que concederle algo a Liesel Meminger era que nunca robaba sin venir a cuento: sólo hurtaba libros cuando creía que era necesario y, por el momento, estaba servida. Había leído
Los hombres de barro cuatro
veces y estaba disfrutando su reencuentro con
El hombre que se encogía de hombros
. Además, todas las noches antes de irse a la cama abría un manual infalible para llegar a ser un buen sepulturero. Enterrado en lo más hondo de su ser moraba
El vigilante
. Musitaba las palabras y tocaba los pájaros. Volvía las crujientes páginas lentamente.
—Adiós, frau Hermann.
Salió de la biblioteca, atravesó el vestíbulo de tablas de madera y salió a la monstruosa entrada. Como de costumbre, esperó un momento en los escalones, mirando la ciudad que se extendía a sus pies. Esa noche Molching estaba cubierta por una bruma amarillenta, que acariciaba los tejados como si fueran sus mascotas y rebosaba las calles como si fueran bañeras.
Una vez en Münchenstrasse, la ladrona de libros fue esquivando hombres y mujeres parapetados bajo sus paraguas: una niña vestida de lluvia que saltaba sin complejos de un cubo de basura al otro. Como un reloj.
—¡Ajá!
Regaló su risa a las cobrizas nubes para celebrarlo, antes de rebuscar y rescatar el periódico destrozado. Aunque por la portada y las últimas páginas rodaban lágrimas negras de tinta, lo dobló con cuidado por la mitad y se lo metió bajo el brazo. Así lo había hecho todos los jueves durante los últimos meses.
El jueves era el único día que Liesel Meminger tenía libre y, por lo general, solía rendirle algún tipo de dividendo. Nunca conseguía sofocar la sensación de victoria cuando encontraba el
Molching Express
o cualquier otra publicación, porque hallar un periódico significaba tener un buen día. Si se trataba de un periódico con el crucigrama intacto, era un día genial. Entonces volvía a casa, cerraba la puerta tras ella y se lo bajaba a Max Vandenburg.
—¿El crucigrama? —preguntaba él.
—Sin hacer.
—Excelente.
El judío sonreía al aceptar el paquete de papel y empezaba a leerlo bajo la escasa luz del sótano. A menudo, Liesel lo observaba mientras Max se concentraba en la lectura del diario, completaba el crucigrama, y luego volvía a leerlo de cabo a rabo.
Con la llegada de temperaturas más agradables, Max se quedó abajo. Durante el día dejaban abierta la puerta del sótano para que le llegara un poco de claridad desde el pasillo. No es que el vestíbulo estuviera bañado de luz precisamente, pero uno se conforma con cualquier cosa en según qué circunstancias. Una luz mortecina era mejor que nada; además, tenían que ser austeros. El queroseno todavía no se había acercado a un nivel tan bajo como para preocuparse, pero lo mejor era consumir el mínimo posible.
Liesel solía sentarse sobre unas sábanas viejas y leía mientras Max acababa los crucigramas. Los separaban varios metros, hablaban muy de vez en cuando y sólo se oía el crujido de las hojas al pasar. También le dejaba sus libros para que los leyera mientras ella iba al colegio. Si a Hans Hubermann y a Erik Vandenburg los acabó uniendo la música, Max y Liesel lo estaban por la muda recopilación de palabras.