La ladrona de libros (68 page)

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Authors: Markus Zusak

Tags: #Drama, Infantil y juvenil

BOOK: La ladrona de libros
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Los alemanes estaban empezando a pagarlo con creces. Al Führer le empezaban a temblar las rodillitas.

Aun así, tengo que reconocerle algo a ese Führer.

Desde luego, tenía una voluntad férrea.

En ningún momento se aflojó el ritmo durante la guerra, ni se redujo el castigo y exterminio de una plaga judía. Aunque la mayoría de los campos de exterminio estaban desperdigados por toda Europa, todavía quedaban algunos en la propia Alemania.

Aún se obligaba a mucha gente a trabajar en esos campos, y a caminar.

Max Vandenburg era uno de esos judíos.

El estilo de las palabras

Ocurrió en una pequeña ciudad del feudo de Hitler.

Habían conseguido controlar el torrente de sufrimiento, pero llegó otra pequeña porción. Un grupo de judíos había sido obligado a desfilar en las afueras de Munich y una adolescente hizo lo impensable: se abrió paso para caminar con ellos. Cuando los soldados la apartaron con brusquedad y la tiraron al suelo, ella volvió a levantarse. Y continuó.

Esa mañana hacía calor.

Otro bonito día para un desfile.

Los soldados y los judíos habían cruzado varias ciudades y estaban llegando a Molching. Era posible que el campo de concentración requiriera trabajos de reparación o que hubieran muerto algunos presos. Por la razón que fuera, conducían a pie un nuevo cargamento de judíos extenuados hasta Dachau.

Liesel corrió a Münchenstrasse como solía hacer, donde se reunió con el habitual grupo de espectadores.


Heil Hitler!

Oyó al primer soldado desde lejos, y hacia él se encaminó abriéndose paso entre la multitud, al encuentro de la procesión. La voz la había dejado pasmada, convirtiendo el cielo infinito en un techo a la altura de la cabeza del soldado, contra el que rebotaban las palabras que acababan a los renqueantes pies de los judíos.

Los ojos de aquellos hombres y mujeres.

Observaban el movimiento en las calles, uno tras otro. En cuanto Liesel encontró una buena posición, se detuvo y los estudió con detenimiento. Repasaba rápidamente cada rostro intentando relacionarlos con el judío que escribió
El vigilante
y
El árbol de las palabras
.

Pelo de plumas, pensó.

No, pelo de cañas. Ese es el aspecto que tiene cuando lo lleva sucio. Busca pelo de cañas y ojos cenagosos y una barba rasposa.

Dios, había tantos…

Tantos juegos de miradas agónicas y pasos arrastrándose.

Liesel siguió buscando y no fue el reconocimiento de unos rasgos faciales lo que descubrió a Max Vandenburg, sino el modo en que se comportaba su rostro, porque él también buscaba entre la multitud. Concentrado. Liesel sintió que todo se detenía cuando dio con los únicos ojos que miraban directamente a la cara a los espectadores alemanes. Los estudiaba con tal intensidad que la gente que rodeaba a la ladrona de libros se percató y lo señaló.

—¿Qué mira ese? —preguntó a su lado una voz masculina.

La ladrona de libros bajó del bordillo.

Moverse nunca había sido una carga tan pesada. Su pecho adolescente nunca había sentido el corazón tan henchido. Dio un paso al frente.

—Me busca a mí —dijo con un hilo de voz.

Su voz se fue apagando y cayó en picado por su garganta. Tuvo que reencontrarla, rebuscando en el fondo, para aprender a hablar de nuevo y decir su nombre. Max.

—¡Max, estoy aquí!

Más alto.

—¡Max, estoy aquí!

La oyó.

MAX VANDENBURG,

AGOSTO DE 1943

Allí estaba, con el pelo hecho unas ramas secas, como imaginaba Liesel, y los ojos cenagosos que se abrieron paso hacia ella, saltando de hombro judío en hombro judío. La miraron suplicantes al llegar a su lado. La barba ocultaba el rostro y le temblaron los labios cuando pronunció la palabra, el nombre, la niña. Liesel.

Liesel se desmarcó definitivamente de la multitud y se adentró en la marea de judíos, abriéndose paso entre ellos hasta que se aferró al brazo de Max con una mano.

El rostro de Max dio con ella.

Se agachó cuando Liesel tropezó y el judío, el asqueroso judío, la ayudó a levantarse. Necesitó de todas sus fuerzas.

—Estoy aquí, Max —repitió—, estoy aquí.

—No puedo creerlo… —las palabras se deslizaban por los labios de Max Vandenburg—. Mira cómo has crecido —había una profunda tristeza en sus ojos. Se llenaron de lágrimas—. Liesel… me cogieron hace unos meses —tenía la voz herida, pero logró llegar hasta la chica—. A medio camino de Stuttgart.

Desde dentro, el torrente de judíos era un turbio caos de brazos y piernas. De uniformes hechos jirones. Los soldados todavía no la habían visto, por lo que Max la avisó.

—Tienes que soltarme, Liesel.

Incluso intentó apartarla de un empujón, pero la niña era demasiado fuerte. Los famélicos brazos de Max no lograron convencerla y ella siguió caminando a su lado, entre la mugre, el hambre y la confusión.

Al cabo de muchos pasos, un soldado se fijó en ella.

—¡Eh! —le llamó la atención, apuntándola con el látigo—. Eh, niña, ¿qué haces? Sal de ahí.

Al ver que lo ignoraba por completo, el soldado se abrió paso a empujones, separando con el brazo el pringue que los unía. Liesel seguía avanzando como podía cuando se percató de la agónica expresión de Max Vandenburg ante la inminente aparición del soldado. Lo había visto asustado, pero nunca como en ese momento.

El soldado la cogió.

Sus manos rasgaron la ropa de Liesel.

La joven sintió los huesos de los dedos y la bola de los nudillos. Le arañaron la piel.

—¡He dicho que salgas! —le ordenó, y la arrastró hasta la acera, donde la arrojó contra el muro de expectantes alemanes.

Cada vez hacía más calor. El sol le quemaba la cara. La niña quedó tendida en el suelo, dolorida, pero volvió a levantarse. Se recompuso y esperó… para volver a entrar.

Esta vez Liesel se abrió paso desde la retaguardia.

Delante sólo veía el inconfundible ramaje, hacia el que encaminó sus pasos.

Esta vez no lo alcanzó, se detuvo. Allí, en algún lugar dentro de ella, estaban las almas de las palabras. Salieron trepando hacia fuera y se colocaron a su lado.

—Max —lo llamó. El judío se volvió y cerró los ojos un instante—. «Había una vez un hombre bajito y extraño» —continuó la joven. Tenía los brazos colgando, pero cerraba las manos en un puño—. Aunque también había una recolectora de palabras.

Uno de los judíos de camino a Dachau había dejado de andar.

Estaba totalmente inmóvil mientras los demás lo esquivaban, taciturnos, abandonándolo a su suerte. Sus ojos vacilaron. Fue todo muy sencillo: las palabras pasaron de la joven al judío, treparon hacia él.

Cuando la niña volvió a hablar, las preguntas tropezaron en su boca. Lágrimas calientes luchaban por hacerse sitio en sus ojos, pero ella estaba decidida a retenerlas. Mejor mantenerse firme, con orgullo. Que se encargaran las palabras.

—«¿De verdad eres tú?, preguntó el joven» —dijo Liesel—. «¿Fue de tu mejilla de donde recogí la semilla?»

Max Vandenburg permaneció firme.

No se cayó de rodillas.

La gente, los judíos y las nubes, todos se detuvieron. A mirar.

Max observó a la joven y luego volvió la vista hacia el vasto y resplandeciente cielo azul. Contundentes rayos —columnas de sol— alcanzaban maravillados la calzada al azar. Las nubes arquearon la espalda para echar un vistazo atrás al reanudar la marcha.

—Hace un día precioso —dijo Max con voz quebrada.

Un gran día para morir. Un gran día para morir así.

Liesel se acercó y esta vez encontró el valor para alargar una mano y acariciar su barbuda mejilla.

—¿De verdad eres tú, Max?

Qué espléndido día alemán, con su atenta multitud.

Max dejó que sus labios besaran la palma de la joven.

—Sí, Liesel, soy yo.

Con su mano, sostuvo la de Liesel sobre su mejilla y lloró entre sus dedos. Lloraba mientras los soldados se acercaban y un pequeño grupo de insolentes judíos los miraba.

Lo azotaron, en pie.

—Max —sollozó la niña.

Pronunció su nombre otra vez, en silencio, mientras la sacaban a rastras: Max.

El púgil judío.

En su interior, Liesel lo dijo todo.

Maxi Taxi. Así es como ese amigo tuyo te llamaba en Sttutgart cuando peleabas en la calle, ¿te acuerdas? ¿Te acuerdas, Max? Tú me lo contaste. Lo recuerdo todo…

Ese eras tú, el chico de los puños de acero, y dijiste que la muerte sentiría tu puño en su cara cuando viniera a por ti.

¿Recuerdas el muñeco de nieve, Max?

¿Lo recuerdas?

¿En el sótano?

¿Recuerdas la nube blanca de corazón gris?

El Führer todavía baja algunas veces preguntando por ti. Te echa de menos. Todos te echamos de menos.

El látigo. El látigo.

El látigo era una continuación de la mano del soldado. Se abatió sobre la cara de Max. Le azotó la barbilla y le abrió un surco en el cuello.

Max se desplomó y el soldado se volvió hacia la niña. Con la boca abierta. Tenía unos dientes inmaculados.

Una imagen repentina resplandeció ante los ojos de Liesel. Recordó el día en que deseó que la abofeteara Ilsa Hermann o, al menos, la infalible Rosa, pero ninguna de las dos lo hizo. Esta vez no la decepcionaron.

El látigo le hizo un corte en la clavícula y le alcanzó el omoplato.

—¡Liesel!

Reconoció la voz.

Cuando el soldado echó el brazo hacia atrás, Liesel vislumbró entre la gente a un Rudy Steiner aterrado. La estaba llamando. Distinguió el rostro atormentado y el cabello rubio.

—¡Liesel, sal de ahí!

La ladrona de libros no se movió.

Liesel cerró los ojos y en su cuerpo se abrió una nueva y abrasadora veta, y otra más, hasta que cayó contra el cálido suelo, que le calentó la mejilla.

Llegaron más palabras, esta vez del soldado.


Steh’auf
—la lacónica frase iba dirigida al judío, no a la joven, aunque no tardó en desarrollarla—. Levántate, asqueroso imbécil, puerco judío, levántate, levántate…

Max se puso en pie como pudo.

Una flexión más, Max.

Una flexión más en el frío suelo del sótano.

Movió los pies.

Los arrastró y continuó su camino.

Le temblaban las piernas y se pasaba las manos por las marcas de los latigazos, para calmar el escozor. Cuando intentó volver a buscar a Liesel, las manos del soldado lo cogieron por los hombros ensangrentados y lo empujaron.

Llegó el niño. Dobló las larguiruchas piernas y llamó a alguien, a su lado.

—Tommy, ven aquí y ayúdame. Hay que sacarla de aquí. ¡Tommy, date prisa! —levantó a la ladrona de libros por las axilas—. Liesel, vamos, tienes que salir de la calle.

Cuando Liesel logró ponerse en pie, miró a los atónitos y conmocionados alemanes, recién sacados de su envoltorio. Se había dejado caer a sus pies, pero sólo un momento. Un roce encendió un fósforo en la mejilla que había impactado contra el suelo. Cada latido la hacía temblar.

Vio las piernas y los talones desdibujados de los últimos judíos errantes al final de la calle.

La cara le ardía y sentía un acuciante dolor en los brazos y las piernas, un entumecimiento molesto y extenuante al mismo tiempo.

Se puso en pie otra vez.

Fuera de sí, se puso a caminar y enseguida echó a correr por Münchenstrasse tras los últimos pasos de Max Vandenburg.

—Liesel, ¡¿qué haces?!

Se escapó del lazo de las palabras de Rudy e hizo caso omiso de la gente que la miraba al pasar por su lado. La mayoría de ellos estaban mudos. Estatuas con corazones. Como espectadores del último tramo de una maratón. Liesel volvió a gritar, pero no la oyeron. El pelo le tapaba los ojos.

—¡Por favor, Max!

Unos treinta metros después, justo cuando un soldado se volvía, derribaron a la chica. Unas manos la agarraron por detrás y el chico de la puerta de al lado la tiró al suelo. La obligó a arrodillarse en la calle, y por ello fue castigado, aunque recibió los puñetazos como si fueran regalos. Aceptó las manos y los codos huesudos con apenas unos breves quejidos. Fue acumulando las violentas y pastosas raciones de saliva y lágrimas como si fueran lo que su cara necesitaba y, lo más importante, logró que no se levantara.

Un niño y una niña se entrelazaban en Münchenstrasse.

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