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Authors: Markus Zusak

Tags: #Drama, Infantil y juvenil

La ladrona de libros (63 page)

BOOK: La ladrona de libros
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—¿Mamá?

Rosa levantó una mano.

—Ve.

Liesel se quedó donde estaba.

—He dicho que vayas.

El soldado intentó entablar una conversación cuando Liesel lo alcanzó. Debía de arrepentirse del desliz que había cometido con Rosa y trataba de enterrarlo bajo otras palabras.

—Todavía no he conseguido que deje de sangrar —comentó, levantando la mano vendada.

Liesel se sintió aliviada al entrar en la cocina de los Holtzapfel. Cuanto antes empezara a leer, mejor.

Frau Holtzapfel estaba sentada. Las lágrimas le corrían por las mejillas como si fueran alambres.

Su hijo estaba muerto.

Y no sabía ni la mitad.

En realidad, nunca sabría cómo había ocurrido, pero no te quepa la menor duda de que uno de nosotros sí lo sabe. Por lo visto, tengo el don de saber qué ha ocurrido siempre que hay nieve, armas y un confuso batiburrillo de idiomas humanos de por medio.

Cuando imagino la cocina de frau Holtzapfel, basándome en las palabras de la ladrona de libros, no veo los fogones, ni las cucharas de madera, ni la bomba de agua, ni nada por el estilo. Al menos no de buenas a primeras. Lo que veo es el invierno ruso y la nieve cayendo del cielo y la suerte que corrió el segundo hijo de frau Holtzapfel.

Se llamaba Robert y lo que le ocurrió fue lo siguiente.

UNA PEQUEÑA HISTORIA BÉLICA

Le amputaron las piernas a la altura de la rodilla y su hermano lo vio morir en un frío y pestilente hospital.

Rusia, 5 de enero de 1943, otro gélido día más. Fuera, entre la ciudad y la nieve, había rusos y alemanes muertos por todas partes. Los que quedaban, disparaban a las páginas en blanco que tenían delante. Tres lenguas se entrelazaban: el ruso, las balas y el alemán.

Mientras avanzaba entre las almas caídas, uno de los hombres no dejaba de repetir una y otra vez: «Me escuece la barriga». Muchas veces. A pesar del dolor, se arrastró hasta una oscura silueta desfigurada que estaba sentada, desangrándose, en el suelo. Cuando el soldado herido en la barriga llegó hasta él, vio que se trataba de Robert Holtzapfel. Tenía las manos cubiertas de sangre reseca y estaba amontonando nieve sobre las rodillas, en el lugar donde estaban sus piernas antes de que se las volara la última explosión. Manos calientes y un grito encarnado.

El suelo humeaba. La imagen y el olor de la nieve pudriéndose.

—Soy yo —le dijo el soldado—. Pieter.

Se arrastró unos centímetros más.

—¿Pieter? —preguntó Robert con voz desvaída. Debió de sentirme muy cerca—. ¿Pieter? —repitió.

No sé por qué, los moribundos siempre hacen preguntas retóricas. Tal vez sea para morir satisfechos de haber acertado.

De repente, todas las voces sonaban igual.

Robert Holtzapfel se desplomó a un lado, sobre el frío y humeante suelo.

Estoy segura de que esperaba encontrarme allí en ese mismo momento.

No fue así.

Por desgracia para el joven alemán, no me lo llevé esa tarde. Pasé por encima de él con otras pobres almas en los brazos y me volví con los rusos.

Estuve yendo todo el día de un lado al otro.

Hombres desmembrados.

No fue una excursión a la nieve, eso te lo aseguro.

Tal como Michael le contó a su madre, pasaron tres largos días hasta que finalmente pasé a buscar al soldado que había perdido sus pies, en Stalingrado. Me presenté en ese hospital provisional al que tenía acceso libre y el olor me estremeció.

Un hombre con una mano vendada le estaba diciendo al soldado mudo y espantado que sobreviviría.

—Pronto estarás en casa —le aseguró.

Sí, en casa, pensé. Para siempre.

—Te esperaré —añadió—. Iba a volver al final de la semana, pero esperaré.

En medio de la frase de su hermano, recogí el alma de Robert Holtzapfel.

Por lo general tengo que esforzarme para poder ver a través del techo cuando estoy dentro, pero tuve suerte con ese edificio en concreto. Una pequeña sección del tejado había quedado destruida y nada obstaculizaba la visión. A un metro de nosotros, Michael Holtzapfel seguía hablando. Intenté ignorarlo mirando por el agujero del techo. El cielo estaba blanco, pero empeoraba por momentos. Como siempre, se estaba convirtiendo en una enorme sábana para trapos manchada de sangre. Las nubes estaban sucias, como las pisadas en la nieve medio derretida.

¿Pisadas?, te extrañarás.

Bueno, me pregunto de quién podrían ser.

Liesel leía en la cocina de frau Holtzapfel. Las páginas iban pasando sin que nadie les prestara atención y, en cuanto a mí, cuando la escena rusa se desvanece ante mis ojos, la nieve se niega a dejar de caer del techo. Ha cubierto la tetera y la mesa. También se acumula sobre la cabeza y los hombros humanos.

El hermano se estremece.

La mujer solloza.

Y la niña sigue leyendo, pues para eso está allí, y le hace sentir bien ser útil para algo tras las nieves de Stalingrado.

El hermano eternamente joven

A Liesel Meminger le faltaban unas semanas para cumplir catorce años.

Su padre aún no había regresado.

Habían tenido lugar tres sesiones de lectura más con la mujer destrozada, y muchas noches vio a Rosa sentada con el acordeón y rezando con la barbilla apoyada en los fuelles.

Decidió que había llegado el momento. Por lo general, robar algo era lo que la animaba, pero ese día fue restituirlo.

Rebuscó debajo de la cama y sacó el plato. Lo limpió en la cocina y salió de casa todo lo rápido que pudo. Le gustaba pasearse por Molching. El aire era cortante y contundente, como el
Watschen
de un profesor o una monja sádicos. Lo único que se oía en Münchenstrasse era el crujido de sus pisadas.

Al cruzar el río, un rayo de sol se filtró a través de las nubes.

Subió los peldaños de la entrada del número ocho de Grandestrasse, dejó el plato en el suelo y llamó a la puerta. La chica ya estaba a la vuelta de la esquina cuando abrieron. Liesel no miró atrás, pero sabía que si lo hubiera hecho habría vuelto a encontrarse a su hermano al final de los escalones, con la rodilla totalmente curada. Incluso llegó a oír su voz.

—Así está mejor, Liesel.

Con gran tristeza descubrió que su hermano tendría seis años para siempre jamás, y mientras asumía la idea se obligó a sonreír.

Se detuvo en el Amper, en el puente, donde su padre solía estar.

Sonrió y no dejó de hacerlo hasta que salió todo. Entonces supo que ya podía volver a casa y que su hermano no volvería a colarse en sus sueños nunca más. Lo añoraría, pero jamás iba a echar de menos los cadavéricos ojos fijos en el suelo del tren o el sonido de una tos funesta.

Esa noche, estirada en la cama, la ladrona de libros sólo recibió la visita del niño antes de cerrar los ojos. Un miembro más de todo un repertorio, pues era en esa habitación donde Liesel siempre los recibía. Su padre se levantó y le dijo que ya casi era toda una mujer. Max estaba escribiendo
El árbol de las palabras
en el rincón. Rudy estaba desnudo junto a la puerta. De vez en cuando, su madre aparecía en un andén de tren junto a la cama. Y lejos, en la habitación que se tendía como un puente hacia una ciudad sin nombre, su hermano, Werner, jugaba con la nieve.

Al otro lado del pasillo, Rosa roncaba haciendo de metrónomo para las visiones de Liesel, quien, despierta y rodeada de gente, recordó una cita de su libro más reciente.

«LA ÚLTIMA EXTRANJERA»

PÁGINA 38

«Las calles de la ciudad estaban llenas de gente, pero la extranjera no se habría sentido más sola de haber estado desiertas.»

Al llegar la mañana, las visiones se habían desvanecido y oyó la apagada retahíla de palabras procedente del comedor. Rosa estaba sentada con el acordeón, rezando.

—Que vuelvan con vida —repetía—. Por favor, Señor, por favor. Todos.

Incluso las arrugas de los ojos tenían las manos entrelazadas.

El acordeón debía de hacerle daño, pero a ella no parecía importarle.

Rosa jamás le habló a Hans de esos momentos, pero Liesel creía que esas oraciones ayudaron a su padre a sobrevivir al accidente de la LSE en Essen. Y si no fueron de ayuda, tampoco le hicieron daño a nadie.

El accidente

Era una mañana sorprendentemente luminosa y los hombres estaban subiendo al camión. Hans Hubermann acababa de sentarse en el asiento que le habían asignado. Reinhold Zucker estaba a su lado, de pie.

—Mueve el culo —dijo.


Bitte?
¿Cómo dices?

Zucker tenía que encorvarse bajo la capota del vehículo.

—He dicho que muevas el culo,
Arschloch
—la mata grasienta del flequillo le caía como un mazacote sobre la frente—. Te cambio el asiento.

Hans se quedó desconcertado. El asiento de atrás probablemente era el más incómodo de todos, el más frío y estaba expuesto a las corrientes de aire.

—¿Por qué?

—¿Qué más da? —Zucker empezaba a perder la paciencia—. Tal vez quiera salir el primero para usar las letrinas.

Hans enseguida se dio cuenta de que el resto de la unidad seguía la lamentable pelea entre dos supuestos adultos. Hans no quería claudicar, pero tampoco ser un incordio. Además, acababan de terminar un turno extenuante y no le quedaban fuerzas para seguir discutiendo. Con la espalda encorvada, ocupó el asiento vacante, en medio del camión.

—¿Por qué has dado tu brazo a torcer delante de ese
Scheisskopf
? —le preguntó el hombre que se sentaba al lado.

Hans encendió un cigarrillo y le ofreció una calada.

—El aire me da dolor los oídos.

El camión verde oliva regresaba al campamento, a unos quince kilómetros de distancia. Brunnenweg estaba contando un chiste sobre una camarera francesa cuando una de las ruedas delanteras sufrió un pinchazo y el conductor perdió el control del vehículo. El camión dio varias vueltas de campana y los hombres maldecían mientras se golpeaban con el aire, la luz, los trastos y el tabaco. Cuando intentaron aferrarse a algo, el cielo azul ya no hacía de techo sino de suelo.

Todos acabaron con las caras aplastadas contra el sucio uniforme del compañero que tenían al lado, apiñados en uno de los laterales del camión cuando este por fin se detuvo. Estaban preguntando si todo el mundo estaba bien cuando uno de los hombres, Eddie Alma, empezó a gritar.

—¡Sacadme este cabrón de encima!

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