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Authors: Markus Zusak

Tags: #Drama, Infantil y juvenil

La ladrona de libros (25 page)

BOOK: La ladrona de libros
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SEGUNDA PREGUNTA

¿Todavía toca el acordeón?

Sin dejar de observar con desconfianza la figura que se alzaba ante él, el joven aclaró la voz y se la ofreció a través de la oscuridad, como si fuera lo único que le quedara.

Hans, inquieto y consternado, se acercó.

—Por supuesto que sigo tocando —le susurró a la cocina.

La historia se remontaba a la Primera Guerra Mundial.

Las guerras son extrañas.

Llenas de sangre y violencia, aunque también de historias igualmente difíciles de entender.

«Pues es verdad —refunfuña la gente—, me da igual que me creas o no, pero ese zorro me salvó la vida», o «Caían como moscas, pero yo fui el único que quedó en pie, el único al que no le metieron un balazo entre los ojos. ¿Por qué yo? ¿Por qué yo y no ellos?».

La historia de Hans Hubermann era más o menos del estilo. Hasta que topé con ella entre las palabras de la ladrona de libros no caí en la cuenta de que nuestros caminos ya se habían cruzado antes, aunque ninguno de los dos había programado el encuentro. Por lo que a mí respecta, tenía mucho trabajo. En cuanto a Hans, creo que hizo todo lo que pudo para evitarme.

La primera vez que estuvimos cerca el uno del otro, Hans tenía veintidós años y luchaba en Francia. Casi todos los hombres de su sección ansiaban entrar en batalla. Hans no lo tenía tan claro. Ya me había llevado a algunos por el camino, pero te aseguro que ni siquiera estuve a punto de tocar a Hans Hubermann. O le sonrió la suerte o se merecía vivir, o tenía una buena razón para seguir vivo.

No destacó en el ejército, ni por arriba ni por abajo. Corría con el pelotón, ascendía con el pelotón y sabía disparar lo justo para no suponer una afrenta para sus superiores. Ni siquiera destacó lo suficiente para ser uno de los primeros elegidos en venir corriendo a mi encuentro.

UN PEQUEÑO PERO

VALIOSO COMENTARIO

A lo largo de los años he visto a muchos jóvenes que creen correr al encuentro de otros jóvenes.

No es así.

Corren a mi encuentro.

Llevaba seis meses en el campo de batalla cuando lo destinaron a Francia, donde, por lo visto, un extraño suceso le salvó la vida. Visto de otro modo, lo cierto es que en medio del disparate que supone una guerra, tuvo perfecto sentido.

En general, desde el momento que entró en el ejército y hasta que terminó la guerra, vivió una sorpresa continua, como en una serie, un día tras otro y otro más. Y aún otro.

El intercambio de disparos.

El descanso de los hombres.

Los mejores chistes verdes del mundo.

Ese sudor frío —el malvado amiguito— que anuncia su llegada a gritos en las axilas y los pantalones.

Lo que más le gustaba era jugar a las cartas, y después al ajedrez, aunque era bastante malo. Y la música. La música por encima de todo.

Un hombre un año mayor que él —un judío alemán llamado Erik Vandenburg— le enseñó a tocar el acordeón. Fueron trabando amistad poco a poco, debido a que ninguno de los dos estaba especialmente interesado en luchar; preferían liar cigarrillos que liarse a tiros, preferían hacer rodar los dados a que los hicieran rodar a ellos por la nieve y el lodo. Una sólida amistad que afianzaban el juego, el tabaco y la música, sin olvidar el mutuo deseo de sobrevivir. El único problema fue que poco después encontrarían los trocitos de Erik Vandenburg esparcidos por una verde colina. Tenía los ojos abiertos y le habían robado la alianza. Me eché su alma al hombro junto con las demás y nos alejamos de allí tranquilamente. El horizonte tenía el color de la leche. Frío y fresco. Borbotaba entre los cadáveres.

Lo único que quedó de Erik Vandenburg fueron unos cuantos objetos personales y el acordeón, con sus huellas todavía impresas en él. Lo enviaron todo a casa, todo menos el instrumento. Consideraron que era demasiado grande. Esperaba en el camastro provisional de Vandenburg, como si se reprochara estar allí, en el campamento, y acabaron dándoselo a su amigo, Hans Hubermann, que resultaría ser el único superviviente.

SOBREVIVIÓ DEL

SIGUIENTE MODO

Ese día no entró en combate.

Todo gracias a Erik Vandenburg. O mejor dicho, a Erik Vandenburg y al cepillo de dientes del sargento.

Esa mañana en concreto, poco antes de salir, el sargento Stephan Schneider entró tranquilamente en los dormitorios y reclamó la atención de todo el mundo. Era popular entre los hombres por su sentido del humor y por sus bromas, pero aún más por el hecho de no ir jamás detrás de nadie en la línea de fuego. Él siempre era el primero.

Había días en que le daba por entrar en el barracón donde descansaban los hombres y decir algo así como: ¿Hay por aquí alguien de Pasing?, o: ¿A quién se le dan bien las matemáticas?, o, en el profético caso de Hans Hubermann: ¿Quién tiene una letra que se entienda?

Después de la primera vez que entró a preguntar, nadie volvió a prestarse voluntario. Ese día, un joven y diligente soldado llamado Philipp Schlink se levantó con gallardía y respondió a la llamada: «Sí, señor, yo soy de Pasing», a lo que, sin más, el sargento le tendió un cepillo de dientes y le ordenó que limpiara las letrinas.

Cuando Schneider preguntó quién tenía buena caligrafía, estoy segura de que entenderás por qué nadie tuvo prisa por ser el primero en dar un paso al frente. Creyeron que les tocaría recibir una inspección higiénica completa o limpiar con un cepillo los terrones de mierda pegados a la suela de las botas de un excéntrico teniente antes de salir al campo de batalla.

—Vamos, hombre —los animó divertido Schneider. Su cabello, apelmazado con aceite, brillaba, aunque en la coronilla siempre le quedaba un mechón en guardia—. Qué hatajo de inútiles, al menos uno de vosotros tiene que saber escribir como Dios manda.

Oyeron disparos a lo lejos.

Lo que desencadenó una reacción.

—Mirad, esto es diferente —aseguró Schneider—. Estaréis ocupados toda la mañana, tal vez más —no consiguió disimular una sonrisa—. Schlink dejó las letrinas como los chorros del oro mientras vosotros jugabais a las cartas, pero esta vez tendréis que salir ahí fuera.

La vida o el honor.

Era evidente que esperaba que uno de sus hombres tuviera la suficiente inteligencia para escoger seguir con vida.

Erik Vandenburg y Hans Hubermann intercambiaron una mirada. Si alguien daba un paso al frente en ese momento, el regimiento le haría la vida imposible mientras siguieran juntos. ¿A quién le gustan los cobardes? Por otro lado, si alguien tenía que salir…

Aun así nadie dio un paso al frente, si bien una voz se alzó y se acercó sin prisas al sargento. Se detuvo a sus pies, a la espera de recibir un buen puntapié.

—Hubermann, señor —dijo.

Era la voz de Erik Vandenburg. Por lo visto pensaba que a su amigo todavía no le había llegado la hora.

El sargento se paseó por el pasillo que formaban los soldados.

—¿Quién ha dicho eso?

Stephan Schneider tenía un pasear magnífico, un hombre bajo que hablaba, se movía y actuaba a paso ligero. Mientras caminaba arriba y abajo entre las dos hileras de hombres, Hans mantuvo la vista al frente, a la expectativa de lo que tuviera que pasar. Tal vez una de las enfermeras estaba indispuesta y necesitaban a alguien para que cambiara las vendas de las piernas infectadas de los soldados heridos. Tal vez había que cerrar un millar de sobres pasándoles la lengua por la goma de sellado para enviar a casa el fúnebre anuncio que contenían.

En ese momento, la voz volvió a adelantarse, lo que animó a otras a hacerse oír. Hubermann, repitieron todas. Erik incluso añadió: «Una caligrafía inmaculada, señor, inmaculada».

—Entonces, decidido —el sargento esbozó una sonrisita de besugo—. Hubermann, te ha tocado.

El desgarbado y joven soldado dio un paso al frente y preguntó cuál sería su cometido. El sargento suspiró.

—El capitán necesita que le escriban unas cartas. El reumatismo de los dedos no lo deja vivir, o la artritis, o lo que sea. Se las escribirás tú.

No era momento de ponerse a protestar, sobre todo cuando a Schlink le había tocado limpiar letrinas y, Pflegger estuvo a punto de palmarla de tanto chupar sobres. Su lengua acabó de un color azulado nada saludable.

—Sí, señor —asintió Hans, y eso fue todo.

Siendo benévolos, se diría que sus aptitudes caligráficas eran dudosas, pero se sintió afortunado. Puso todo su empeño en escribir las cartas mientras los demás hombres iban al campo de batalla.

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