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Authors: Markus Zusak

Tags: #Drama, Infantil y juvenil

La ladrona de libros (20 page)

BOOK: La ladrona de libros
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Reinaba un silencio más profundo del que creía posible, un silencio que se extendía como una goma elástica que ansiaba romperse. La niña la rompió.

—¿Puedo?

La palabra esperó, rodeada de un espacio inmenso de madera. Los libros estaban a kilómetros de distancia.

La mujer asintió.

—Claro que puedes.

Poco a poco, la estancia empezó a encogerse hasta que la ladrona de libros pudo tocar las estanterías, a unos pocos pasos de ella. Pasó la palma de la mano por la primera, atenta al rumor de las yemas de los dedos deslizándose sobre la columna vertebral de los libros. Sonaba como un instrumento o como las notas de unos pies a la carrera. Utilizó ambas manos. Recorrieron una estantería tras otra. Y rió. La voz resonó en su garganta, y cuando al fin se detuvo en medio de la habitación, pasó varios minutos dirigiendo la mirada de las estanterías a sus dedos y de estos a las estanterías.

¿Cuántos libros había tocado?

¿Cuántos había sentido?

Se acercó y repitió, esta vez mucho más despacio, con la palma de la mano extendida para notar el pequeño obstáculo que suponía cada libro. Era mágico, era hermoso, era como si todo estuviera iluminado por deslumbrantes rayos de luz reflejados por una lámpara de araña. Se vio tentada a sacar algún libro de su lugar, pero no se atrevió a molestarlos. Eran demasiado perfectos.

Descubrió a la mujer a su izquierda, todavía con la pequeña torre apoyada contra el torso, junto a un enorme escritorio. Esperaba, con un aire de complacida astucia. Parecía que una sonrisa le había paralizado los labios.

—¿Quiere que…?

Liesel no acabó la frase, pero hizo lo que iba a preguntar. Se acercó, cogió con delicadeza los libros de los brazos de la mujer y los fue colocando en los huecos de la estantería, junto a la ventana entornada por donde se colaba el frío del exterior.

Por un momento pensó en cerrarla, pero al final decidió no hacerlo. No era su casa y tampoco se trataba de forzar la situación, así que se volvió hacia la mujer que estaba a su espalda, con una sonrisa que ahora parecía una magulladura y los brazos colgando delicadamente a los lados. Parecían los brazos de una niña.

Y ahora, ¿qué?

La incomodidad se abrió paso en la habitación y Liesel lanzó una última y rápida mirada a las paredes tapizadas de libros. Las palabras juguetearon en sus labios, pero salieron en tropel.

—Debería irme.

No lo consiguió hasta el tercer intento.

Esperó en el pasillo unos minutos, pero la mujer no asomó la cabeza, así que Liesel volvió a acercarse a la entrada de la biblioteca y la vio sentada al escritorio, con la mirada perdida en uno de los libros. Decidió no molestarla. Recogió la colada en el pasillo.

Esta vez esquivó el apretado nudo de las tablas del suelo y atravesó el pasillo pegada a la pared de la izquierda. El sonido metálico del latón resonó en sus oídos al cerrar la puerta de la calle y, con la colada en una mano, acarició la madera.

—En marcha —dijo.

Al principio, se dirigió a casa un poco aturdida.

La experiencia surrealista con esa habitación llena de libros y la mujer ensimismada y derrotada la acompañó durante el camino. Veía la escena reflejada en los edificios, como si fuera una obra de teatro. Tal vez estaba experimentando algo parecido a la revelación que vivió su padre con el
Mein Kampf
. Allí donde mirara, Liesel veía a la mujer del alcalde con los libros apilados en los brazos. Al volver las esquinas, oía el rumor de sus propias manos, revolviendo en las estanterías. Veía la ventana abierta, la lámpara de araña de luz mágica, y a sí misma abandonando la casa sin dar las gracias siquiera.

Al cabo de poco, le acometió el desasosiego y el desprecio por sí misma. Se reprendió severamente.

—No has dicho nada —negó con la cabeza con vigor y siguió caminando apresurada—. Ni «Adiós», ni «Gracias», ni «Es lo más bonito que he visto en mi vida». ¡Nada!

De acuerdo, era ladrona de libros, pero eso no significaba que fuera una maleducada, que no pudiera ser amable.

Continuó andando, luchando contra la indecisión.

Le puso fin en Münchenstrasse.

En cuanto distinguió el rótulo que rezaba: STEINER-SCHNEIDERMEISTER, dio media vuelta y echó a correr.

Esta vez completamente decidida.

Aporreó la puerta y el eco de latón resonó a través de la madera.

Scheisse!

No fue la mujer del alcalde, sino el propio alcalde el que apareció delante de ella. Con las prisas, Liesel no había reparado en el coche aparcado delante de la casa.

—¿En qué puedo ayudarte? —preguntó el hombre bigotudo y trajeado.

Liesel no pudo responder. Todavía. Estaba inclinada hacia delante, sin aliento. Por fortuna, la mujer llegó cuando había conseguido recuperarse. Ilsa Hermann se quedó detrás de su marido, a un lado.

—Se me olvidó —jadeó Liesel. Levantó la bolsa y se dirigió a la mujer del alcalde. A pesar de la respiración forzada, consiguió colar las palabras por el resquicio que había entre el alcalde y el marco. Entre resuellos, las palabras salieron a trompicones—. Se me olvidó… Es decir, sólo… quería… darle… las gracias.

La mujer del alcalde enrojeció. Se adelantó hasta quedar a la altura de su marido, asintió ligeramente con la cabeza, esperó un poco más y cerró la puerta.

Liesel todavía tardó un rato en dar media vuelta.

Sonrió a los escalones.

El luchador entra en escena

Cambiemos de escenario.

Hasta el momento todo ha sido muy fácil, ¿no crees, amigo mío? ¿Qué te parece si nos olvidamos un rato de Molching?

Nos vendrá bien.

Además, es importante para la historia.

Viajaremos un poquito, hasta un almacén secreto, y ya veremos qué encontramos.

VISITA GUIADA AL SUFRIMIENTO

A su izquierda,

tal vez a su derecha,

incluso puede que al frente,

hay una pequeña habitación a oscuras.

Allí espera sentado un judío.

Apesta.

Está famélico.

Está asustado.

Por favor, intenta no apartar la vista.

A cientos de kilómetros al noroeste, en Stuttgart, lejos de ladronas de libros, mujeres de alcaldes y Himmelstrasse, un hombre esperaba a oscuras. Habían decidido que era el mejor sitio. Es más difícil encontrar a un judío en la oscuridad.

Estaba sentado en su maleta. ¿Cuántos días habían transcurrido?

Lo único que había comido en lo que él consideraba semanas había sido el sabor repugnante de su famélico aliento, es decir, nada. En ocasiones oía voces que pasaban al lado, y a veces deseaba que llamaran a la puerta, que la abrieran, que lo sacaran a rastras de allí, hacia la insoportable luz. Sin embargo, por el momento sólo podía seguir sentado en su sofá maleta, con las manos debajo de la barbilla y los codos quemándole los muslos.

Tenía que combatir el sueño, un sueño voraz, y la desesperación del duermevela, y el castigo del suelo.

No le hagas caso al cosquilleo de los pies.

No gastes las suelas.

Y no te muevas demasiado.

Déjalo todo como está, cueste lo que cueste. Puede que pronto llegue la hora de partir. La luz es como una pistola. Un explosivo para los ojos. Podría ser la hora de partir. Podría ser la hora, así que despierta. ¡Despierta de una vez, maldita sea! Despierta.

La puerta se abrió y se cerró, una silueta se acuclilló delante de él. La mano se estrelló contra los fríos embates de sus ropas y las mugrientas corrientes soterradas. Detrás de la mano llegó una voz.

—Max —susurró—, Max, despierta.

Sus ojos no reaccionaron conmocionados. No se abrieron y cerraron de repente, ni parpadearon, ni pestañearon. Eso ocurre cuando despiertas de una pesadilla, no cuando despiertas en una pesadilla. No, sus ojos se abrieron a la fuerza, de la oscuridad a la penumbra. El cuerpo fue el primero en reaccionar, se enderezó y estiró un brazo para estrechar el aire.

—Disculpa que haya tardado tanto —intentó tranquilizarlo la voz—. Creo que me han estado vigilando. Además, el hombre de las falsificaciones se ha retrasado, pero… Ahora ya lo tienes. No es de muy buena calidad, pero espero que te sirva, si tienes que usarlo —se agachó y apoyó la mano sobre la maleta. En la otra llevaba algo pesado y delgado—. Vamos, se acabó —Max obedeció, se levantó mientras se rascaba. Sentía la tirantez de los huesos—. El documento de identidad está aquí dentro —era un libro—. Deberías meter el mapa y las instrucciones también. Y hay una llave… pegada en la parte de dentro de la cubierta —abrió la maleta, intentado hacer el menor ruido posible, y metió el libro, como si se tratase de una bomba—. Volveré en unos días.

Dejó una bolsita con pan, manteca y tres zanahorias diminutas. Al lado había una botella de agua. No se disculpó.

—No puedo hacer más.

Puerta abierta, puerta cerrada.

Otra vez solo.

Lo primero que percibió fue el ruido.

Todo hacía un ruido desesperante cuando estaba a solas en la oscuridad. Cada vez que se movía, oía el sonido de una arruga. Se sentía como un hombre con un traje de papel.

La comida.

Max dividió el pan en tres pedazos y guardó dos. Se concentró en el que tenía en la mano, masticando y engullendo, forzándolo a pasar por el árido desfiladero de su garganta. Al tragar notó la manteca fría y dura, que de vez en cuando se resistía. Unos buenos tragos de agua la despegaron y enviaron hacia abajo.

Luego, las zanahorias.

Una vez más, apartó dos y devoró la tercera. El ruido era ensordecedor. Incluso el Führer habría podido oír el escándalo que hacía al masticar la masa anaranjada. Los dientes se le partían cada vez que daba un mordisco, y estaba convencido de que al beber se los estaba tragando. «La próxima vez —se dijo—, bebe antes.»

Al cabo de un rato, cuando los ecos lo abandonaron y reunió el valor para comprobar que todos los dientes seguían en su sitio, le alivió encontrarlos intactos. Intentó esbozar una sonrisa, pero esta se resistió. Sólo consiguió imaginar una sumisa tentativa y una boca llena de dientes rotos. Estuvo tocándoselos durante horas.

Abrió la maleta y sacó el libro.

No podía leer el título a oscuras, y le pareció que encender una cerilla en esos momentos era arriesgarse demasiado.

—Por favor —musitó, aunque apenas llegó a un intento de susurro—, por favor.

Hablaba con un hombre del que sólo conocía unos pocos detalles de relevancia, entre ellos su nombre: Hans Hubermann. Volvió a dirigirse al distante desconocido. Le suplicó.

—Por favor.

Los elementos del verano

Ahí lo tienes.

Ahora ya eres consciente de lo que se avecinaba a finales de 1940 en Himmelstrasse.

Yo lo sé.

Tú lo sabes.

Sin embargo, no podríamos colocar a Liesel Meminger en la misma categoría.

El verano de ese año fue tranquilo para la ladrona de libros, un verano formado por cuatro elementos básicos, sobre los que a veces se preguntaba cuál tuvo mayor peso.

Y LOS CANDIDATOS SON…

1. Avanzar diariamente en la lectura de
El hombre que se encogía de hombros
.

2. Leer tumbada en el suelo de la biblioteca del alcalde.

3. Jugar al fútbol en Himmelstrasse.

4. Aprovechar una nueva oportunidad de hurto.

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