La ladrona de libros (51 page)

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Authors: Markus Zusak

Tags: #Drama, Infantil y juvenil

BOOK: La ladrona de libros
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—Liesel —la llamó en un susurro—, ven aquí.

Cogió a la niña por la espalda y la estrechó con fuerza contra ella. Cantó una canción, pero en voz tan baja que Liesel apenas la oyó. Las notas nacían en su aliento y morían en sus labios. A su lado, Hans permanecía callado e inmóvil. En cierto momento, colocó su cálida mano sobre el frío cráneo de Liesel. Vivirás, decía el gesto, y tenía razón.

A su izquierda estaban Alex y Barbara Steiner con sus hijas pequeñas, Emma y Bettina. Las niñas se aferraban a una pierna de su madre. El hijo mayor, Kurt, miraba al frente, cual efigie perfecta de las Juventudes Hitlerianas, y le daba la mano a Karin, diminuta incluso para tener siete años. Anna-Marie, de diez, jugaba con la pulposa superficie de la pared de cemento.

Al otro lado de los Steiner estaban Pfiffikus y la familia Jenson.

Pfiffikus se abstenía de silbar.

El barbudo señor Jenson abrazaba a su mujer con fuerza, y sus dos hijos tan pronto estaban callados como no dejaban de hablar. De vez en cuando se incordiaban entre ellos, pero se echaban atrás en cuanto rozaban el inicio de una pelea de verdad.

Al cabo de unos diez minutos, en el sótano reinaba una especie de inmovilidad. Los cuerpos estaban soldados y únicamente los pies cambiaban de postura. El silencio absoluto amordazaba los rostros. Se miraban unos a otros y esperaban.

«DICCIONARIO DE DEFINICIONES»

SIGNIFICADO N.° 3

Angst
- Miedo: emoción desagradable y a menudo intensa causada por la intuición o la conciencia de un peligro. Palabras relacionadas: terror, horror, pánico, aprensión, alarma.

Se contaban historias sobre otros refugios donde la gente cantaba
Deutschland über Alles
o se peleaba tropezando con su propio aliento viciado. Esas cosas no ocurrieron en el refugio de los Fiedler. Allí sólo había lugar para el miedo y la aprensión, y una sorda canción en los labios acartonados de Rosa Hubermann.

Poco antes de que las sirenas anunciaran el final, Alex Steiner —el hombre del impasible rostro de madera— convenció a las niñas para que se soltaran de las piernas de su mujer y alargó un brazo para coger la mano que su hijo tenía libre. Kurt, que seguía en actitud estoica y con la mirada fija, la aceptó y apretó con suavidad la de su hermana. Pronto todo el mundo le daba la mano a alguien y el grupo de alemanes formaba un círculo irregular. Las manos frías se derretían en las cálidas y, en algunos casos, incluso transmitían la sensación de otro pulso humano que se abría camino a través de las capas de piel pálida y agarrotada. Algunos cerraron los ojos a la espera de su propio fin, o de la señal que anunciaba el final del bombardeo.

¿No les estaba bien empleado?

¿Cuántos de ellos habían perseguido a otros de forma activa, ebrios de la mirada penetrante de Hitler, repitiendo sus frases, sus párrafos, su obra? ¿Rosa Hubermann era responsable de algo? ¿La mujer que ocultaba a un judío? ¿O Hans? ¿Merecían morir? ¿Y los niños?

Me interesa mucho la respuesta a todas estas cuestiones, aunque no debo dejarme seducir. Lo único que sé es que toda esa gente debió de sentir mi presencia esa noche, excluyendo a los niños más pequeños. Yo era una insinuación. Un aviso. Mis pies ficticios entraron en la cocina y avanzaron por el pasillo.

Como suele pasarme con los humanos, cuando leo lo que la ladrona de libros escribió sobre ellos, los compadezco, aunque no tanto como a los que en aquella época recogí a paletadas en varios campos. Por descontado que los alemanes de los sótanos merecían mi compasión, pero al menos ellos tenían una oportunidad de salvarse. Ese sótano no era una ducha de gas. Para esa gente, la vida todavía era posible.

Los minutos iban calando en el corro irregular.

Liesel le daba la mano a Rudy y a su madre.

Sólo la entristecía un pensamiento.

Max.

¿Cómo iba a sobrevivir Max si las bombas llegaban a Himmelstrasse?

Estudió el sótano de los Fiedler. Era bastante más sólido y profundo que el del número treinta y tres de Himmelstrasse.

Le preguntó a su padre en silencio.

¿También piensas en él?

Tanto si la muda pregunta llegó a su destino como si no lo hizo, Hans le respondió con una breve inclinación de la cabeza. Unos minutos después llegaron las tres sirenas de paz transitoria.

La gente del número cuarenta y cinco de Himmelstrasse se sumió en el alivio.

Algunos cerraron los ojos con fuerza y volvieron a abrirlos.

Un cigarrillo pasó de mano en mano.

Cuando Rudy Steiner iba a acercárselo a los labios, su padre se lo quitó de un manotazo.

—Tú no, Jesse Owens.

Los niños abrazaron a sus padres, y todavía tuvo que pasar un rato para que todos fueran completamente conscientes de que estaban vivos y de que iban a seguir estándolo. Sólo entonces se atrevieron a subir los escalones que desembocaban en la cocina de los Fiedler.

Fuera, una procesión de gente recorría la calle en silencio. Muchos de ellos alzaban la vista al cielo y daban gracias a Dios por sus vidas.

Cuando los Hubermann regresaron a casa, se dirigieron directamente al sótano, pero parecía que Max no estaba allí. La lámpara apenas tenía una llamita anaranjada y no se lo veía ni se lo oía por ninguna parte.

—¿Max?

—Ha desaparecido.

—Max, ¿estás ahí?

—Estoy aquí.

Al principio creían que las palabras habían salido de detrás de las sábanas y los botes de pintura, pero Liesel fue la primera en verlo delante de ellos. Su rostro extenuado se confundía con los trastos de la pintura y las telas. Estaba sentado allí delante, con los ojos y la boca abiertos de par en par.

Volvió a hablar cuando se acercaron.

—No pude reprimirme —se disculpó.

—¿De qué hablas, Max? —preguntó Rosa, agachándose para mirarlo a la cara.

—Yo… —intentó explicarse—. Cuando todo estaba en silencio, subí al pasillo y la cortina del comedor estaba un poco descorrida… Se veía la calle. Miré, sólo unos segundos.

Hacía veintidós meses que no veía el mundo exterior.

No hubo ni enfados ni reproches.

—¿Qué aspecto tenía? —preguntó Hans.

Max levantó la cabeza con gran pesar y estupefacción.

—Había estrellas —contestó—. Me quemaron los ojos.

El ladrón de cielos

Al final resultó que el primer bombardeo no fue un bombardeo. Si la gente se hubiera quedado a esperar los aviones, habrían pasado allí toda la noche. Eso explicaría por qué ningún cucú avisó por la radio. Según el
Molching Express
, cierto controlador de una torre de fuego antiaéreo se había puesto un poco nervioso. Juraba que había oído el ruido de los aviones y los había visto en el horizonte. Él había dado la voz de alarma.

—Podría haberlo hecho a propósito —comentó Hans Hubermann—. ¿Te gustaría estar sentado en una torre de fuego antiaéreo disparando a aviones cargados de bombas?

Como es lógico, siguió leyendo Max en el artículo en el sótano, el hombre de tan viva imaginación había sido relevado de su puesto. Seguramente lo destinarían a algún servicio en alguna parte.

—Que tenga suerte —dijo Max.

Parecía saber lo que le deparaba. Pasó a los crucigramas.

El siguiente bombardeo fue real.

La noche del 19 de septiembre, el cucú avisó por radio. A continuación, una voz grave y desapasionada que anunció Molching entre los posibles objetivos.

Himmelstrasse volvió a convertirse en un sendero de gente y Hans volvió a olvidarse el acordeón. Rosa le recordó que se lo llevara, pero él se negó.

—No me lo llevé la última vez y sobrevivimos —explicó.

Estaba claro que la guerra confundía los límites entre la lógica y la superstición.

Una inquietante sensación los siguió hasta el sótano de los Fiedler.

—Creo que esta noche va en serio —comentó el señor Fiedler.

Los niños enseguida se dieron cuenta de que sus padres estaban bastante más preocupados que en la anterior ocasión. Reaccionando de la única manera que sabían, los más pequeños empezaron a chillar y a llorar cuando la habitación pareció tambalearse.

La amortiguada sintonía de las bombas llegó incluso hasta el sótano. La presión del aire los aplastó como si el techo les cayera encima, como si quisiera estamparse contra el suelo. Las desiertas calles de Molching recibieron un mordisco.

Rosa apretaba furiosamente la mano de Liesel.

El machacón llanto de los niños perforaba los oídos.

Incluso Rudy estaba completamente rígido, fingiendo despreocupación, tensando los músculos para combatir la tensión. Brazos y codos luchaban por hacerse sitio. Algunos adultos intentaban calmar a los niños. Otros ni siquiera conseguían calmarse a ellos mismos.

—¡Haz callar a ese crío! —gritó frau Holtzapfel, aunque su voz no fue más que otro desventurado reproche en medio del frenético caos del refugio.

Mugrientas lágrimas asomaban a los ojos de los niños y el olor a alientos nocturnos, el sudor de sobaco y ropa sucia de varios días se mezclaba y bullía en lo que en esos momentos era un puchero donde flotaban humanos.

A pesar de que estaban una al lado de la otra, Liesel no tuvo más remedio que alzar la voz.

—¿Mamá? —insistió—. ¡Mamá, me estás destrozando la mano!

—¿Qué?

—¡La mano!

Rosa la soltó y, para sustraerse al barullo del sótano, Liesel abrió uno de sus libros y empezó a leer en busca de consuelo. El primer libro de la pila era
El hombre que silbaba
y lo leyó en voz alta para concentrarse. El primer párrafo llegó entumecido hasta sus oídos.

—¿Qué has dicho? —rugió su madre, pero Liesel la ignoró para no perderse ya en la primera página.

Al pasar a la siguiente, Rudy reparó en ella. Se fijó en lo que estaba leyendo y llamó la atención de sus hermanos con un golpecito en el hombro para que hicieran lo mismo. Hans Hubermann se acercó y pidió silencio. La calma se abrió paso en el abarrotado sótano. A la tercera página, todo el mundo estaba en silencio menos Liesel.

El crujir de las páginas los cautivó.

Liesel continuó leyendo.

Compartió la historia durante unos veinte minutos. Su voz tranquilizó a los niños más pequeños y los demás imaginaron al hombre que silbaba huyendo de la escena del crimen. Liesel no. La ladrona de libros sólo veía la mecánica de las palabras, sus cuerpos varados en el papel, derribadas a golpes para que ella pudiera pisotearlas. En algún lugar también estaba Max, en los espacios entre un punto y la mayúscula siguiente. Recordó cuando le leía mientras estaba enfermo. ¿Estará en el sótano? ¿U otra vez al acecho de un pedacito de cielo?, se preguntó.

UN PENSAMIENTO AGRADABLE

Ella era una ladrona de libros.

Él asaltaba el cielo.

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