—A —leyó Liesel.
—¿A de…?
Liesel sonrió.
—
Apfel
.
Hans escribió la palabra con letras grandes y debajo dibujó una manzana deforme. Era pintor de brocha gorda, no artista.
—Ahora la B —anunció cuando terminó, echando un vistazo a su obra.
A medida que avanzaban por el abecedario, Liesel estaba cada vez más boquiabierta. Era lo que había hecho en el colegio, en la clase de párvulos, pero mucho mejor: era la única alumna y no se sentía un gigante. Disfrutaba viendo cómo se movía la mano de su padre mientras escribía las palabras y trazaba lentamente los rudimentarios bosquejos.
—Ánimo, Liesel —la alentó al ver que se encallaba—. Dime algo que empiece por «S». Es fácil. Vamos, me estás defraudando.
Liesel estaba bloqueada.
—¡Venga! —susurró con complicidad—. Piensa en mamá.
La palabra se estampó contra su cara como un bofetón y Liesel esbozó una sonrisa automática.
—
Saumensch!
—gritó.
Hans soltó una carcajada, pero se calló al instante.
—Shhh, no podemos hacer ruido.
Soltó otra carcajada y escribió la palabra, que aderezó con una de sus filigranas.
UNA OBRA DE ARTE TÍPICA
DE HANS HUBERMANN
—¡Papá! —le susurró—. ¡No tengo ojos!
Hans le dio unos suaves golpecitos en la cabeza, la niña había caído en la trampa.
—Con una sonrisa así, no necesitas ojos —respondió. La abrazó y volvió a mirar el dibujo con expresión de plata cálida—. Ahora la «T».
—Ya está bien por hoy —decidió Hans, levantándose después de haber recorrido y repasado una docena de veces el abecedario.
—Sólo unas más.
—No, ya está bien por hoy. Cuando te despiertes, te tocaré el acordeón —contestó Hans, manteniéndose firme.
—Gracias, papá.
—Buenas noches —soltó una risita silenciosa de una sola sílaba—. Buenas noches,
Saumensch
.
—Buenas noches, papá.
Hans apagó la luz, regresó a su lado y se sentó en la silla. En la oscuridad, Liesel tenía los ojos abiertos. Contemplaba las palabras.
La instrucción continuó.
Durante las semanas siguientes y el verano, la clase de medianoche comenzaba después de las pesadillas. Liesel mojó la cama en dos ocasiones más, pero Hans Hubermann se limitó a repetir su heroica colada, y luego se puso manos a la obra con la lectura, el garabateado y el repaso. A altas horas de la noche, los susurros eran escandalosos.
Un jueves, hacia las tres del mediodía, Rosa le dijo a Liesel que se preparara para acompañarla a entregar la ropa planchada. Sin embargo, Hans tenía otros planes.
—Lo siento, mamá, pero hoy no puede acompañarte —repuso el padre, entrando en la cocina.
Rosa ni se molestó en apartar la vista de la bolsa de la colada.
—¿Y a ti quién te ha preguntado,
Arschloch
? Vamos, Liesel.
—Tiene que leer —insistió. Hans dedicó a Liesel una sonrisa resuelta y un guiño—. Conmigo. Le estoy enseñando. Vamos a ir al Amper, río arriba, donde suelo ensayar con el acordeón.
Ahora sí había captado su atención.
Rosa dejó la colada sobre la mesa y adoptó el grado conveniente de cinismo.
—¿Qué has dicho?
—Creo que ya me has oído, Rosa.
Rosa rió.
—¿Qué diablos vas a enseñarle tú? —una sonrisa de cartulina. Un gancho directo de palabras—. Como si tú leyeras tan bien,
Saukerl
.
La cocina estaba a la expectativa. Hans lanzó un contragolpe.
—Ya llevaremos nosotros la plancha.
—Serás… —se contuvo. Las palabras se agolparon en su boca mientras consideraba la situación—. Volved antes de que oscurezca.
—No podemos leer en la oscuridad, mamá —intervino Liesel.
—¿Qué has dicho,
Saumensch
?
—Nada, mamá.
Hans sonrió de oreja a oreja a la niña.
—El libro, la lija, el lapicero —ordenó—. ¡Y el acordeón! —gritó cuando ya había salido de la cocina.
Al cabo de unos minutos estaban en Himmelstrasse con las palabras, la música y la colada.
A medida que se acercaban a la tienda de frau Diller, iban volviendo la cabeza para ver si Rosa seguía vigilándolos junto a la cancela. Allí estaba.
—¡Liesel, lleva derecha esa ropa planchada! —le avisó desde lejos—. ¡No me la vayas a arrugar!
—¡Sí, mamá!
Unos pasos después:
—Liesel, ¿no vas a tener frío?
—¿Qué dices?
—¡
Saumensch dreckiges
, tú nunca oyes nada! Que si no vas a tener frío. ¡Puede que luego refresque!
Al volver la esquina, Hans se agachó para atarse un zapato.
—Liesel, ¿te importaría liarme un cigarrillo? —le pidió.
Nada podría haberla hecho más feliz.
Una vez que entregaron la ropa planchada, se dirigieron hacia el río Amper, que bordeaba la ciudad y seguía su camino en dirección a Dachau, el campo de concentración.
Había un puente de tablones.
Se sentaron sobre la hierba a unos treinta metros del puente, escribieron las palabras y las leyeron en voz alta, y cuando empezó a oscurecer Hans sacó el acordeón. Liesel lo escuchaba y, aunque lo miraba ensimismada, no advirtió de inmediato la perplejidad que esa noche se reflejaba en el rostro de su padre mientras tocaba.
EL ROSTRO DE SU PADRE
Vagaba y se hacía preguntas, aunque sin encontrar ninguna respuesta.
Aún no.
Se apreciaba cierto cambio en Hans, si bien era casi imperceptible.
Liesel lo notó, aunque no fue hasta más tarde, cuando todas las historias comenzaron a tomar forma. No se había fijado en que su padre adoptaba una actitud vigilante mientras tocaba, porque ignoraba que el acordeón de Hans Hubermann fuera una historia en sí. Una historia que llegaría al número treinta y tres de Himmelstrasse de madrugada, con los hombros arrugados y una chaqueta con tiritera. Llevaría consigo una maleta, un libro y dos preguntas. Una historia. Una historia después de otra historia. Una historia dentro de otra historia.
Por ahora, en lo concerniente a Liesel, sólo existía una y la disfrutaba.
Se acomodó entre los largos brazos de hierba, tumbada de espaldas.
Cerró los ojos y sus oídos abrazaron las notas.
Claro que, también tenían algún que otro problema. A veces Hans se contenía para no chillarle. «Vamos, Liesel —le decía—, pero si sabes esta palabra, ¡la sabes!» Justo cuando parecía que avanzaban a buen ritmo, algún obstáculo les obligaba a reducir la marcha.
Si hacía buen tiempo, por las tardes iban al Amper. Y si hacía mal día, bajaban al sótano. Sobre todo por Rosa. Al principio lo intentaron en la cocina, pero era imposible.
—Rosa, ¿podrías hacerme un favor? —le pidió Hans en una ocasión.
Tranquilamente, sus palabras interrumpieron una de las frases de Rosa. Esta apartó la mirada del fogón.
—¿Qué?
—Te lo pido. No, te lo ruego: ¿podrías cerrar la boca aunque sólo fueran cinco minutos?
Ya te imaginas la reacción.
Acabaron en el sótano.
Allí abajo no había luz, así que se llevaron la lámpara de queroseno y, poco a poco, entre el colegio y la casa, entre el río y el sótano, entre los buenos y los malos días, Liesel aprendía a leer y a escribir.
—Pronto leerás ese espantoso libro de sepultureros hasta con los ojos cerrados —la animaba su padre.
—Y me sacarán de la clase de los enanos.
Había pronunciado las palabras con cierta seriedad, como si le pertenecieran.
En una de las sesiones del sótano, Hans prescindió del papel de lija (que se le estaba acabando) y sacó un pincel. En casa de los Hubermann no podían permitirse muchos lujos, pero la pintura les sobraba a espuertas, y acabó siendo más que útil en el aprendizaje de Liesel. Hans decía una palabra y la niña tenía que deletrearla en voz alta y luego pintarla en la pared, siempre que la acertara. Al cabo de un mes la pared había recibido una nueva capa de pintura. Una página de cemento fresco.
Algunas noches, después de trabajar en el sótano, Liesel se encogía en la bañera y oía una y otra vez las mismas frases que llegaban desde la cocina.
—Apestas a tabaco y queroseno —rezongaba Rosa.
Sentada, sumergida en el agua, se imaginaba el aroma que se dibujaba en las ropas de su padre. Era, sobre todo, el de la amistad, un olor que también descubría en ella. Liesel lo adoraba. Lo aspiraba en su brazo y sonreía mientras el agua se enfriaba.
El verano de 1939 tenía prisa, o tal vez la tuviera Liesel. Se pasó todo el tiempo jugando al fútbol con Rudy y los demás niños en Himmelstrasse (un pasatiempo atemporal), repartiendo la ropa planchada por toda la ciudad con la madre y aprendiendo palabras. A los pocos días de empezar, se sentía como si ya se hubiera acabado.
Dos cosas ocurrieron en la última parte del año.
ENTRE SEPTIEMBRE
Y NOVIEMBRE DE 1939
1. Empieza la Segunda Guerra Mundial.
2. Liesel Meminger se convierte en la campeona de los pesos pesados del patio del colegio.