Liesel creía que
El hombre que se encogía de hombros
era excelente. Noche tras noche, en cuanto se serenaba después de la pesadilla, se alegraba de estar despierta para poder leer.
—¿Unas cuantas páginas? —preguntaba su padre, y Liesel asentía con la cabeza.
A veces acababan el capítulo la tarde del día siguiente, en el sótano.
El problema que las autoridades tenían con el libro era obvio. El protagonista era un judío al que se presentaba de manera positiva. Imperdonable. Hablaba de un hombre rico cansado de ver pasar la vida ante sus ojos, que para él era como encogerse de hombros ante los problemas y los placeres de la vida.
Apuntaba el verano en Molching, y mientras Liesel y su padre se abrían camino a través del libro, el hombre se iba de viaje de negocios a Amsterdam y la nieve se estremecía en el exterior. A la niña le encantaba esa parte, nieve con tiritera.
—Así es exactamente como cae, tiritando —le aseguró a Hans Hubermann.
Estaban sentados uno al lado del otro en la cama, Hans medio dormido y la niña medio despierta.
A veces, cuando le vencía el sueño, se lo quedaba mirando. Sabía mucho más de él, y a la vez mucho menos, de lo que cualquiera de los dos creía. A menudo lo oía hablar con su madre sobre la dificultad de encontrar trabajo, o comentar desanimado si no debería ir a ver a su hijo; hasta que se enteró de que el joven había abandonado el lugar en el que se hospedaba y que seguramente ya estaba de camino al campo de batalla.
—
Schlaf gut
, papá —le decía la niña en esas ocasiones—, que duermas bien.
Bajaba con sigilo de la cama y apagaba la luz.
El siguiente elemento del verano, como ya he mencionado, era la biblioteca del alcalde.
Para ilustrar esa circunstancia particular, podríamos echar mano de un fresco día de finales de junio. Decir que Rudy estaba indignado es quedarse corto.
¿Quién se creía que era Liesel Meminger, para decirle que ese día llevaría la colada y la plancha ella sola? ¿Acaso le avergonzaba pasear con él?
—Deja de lloriquear,
Saukerl
—protestó Liesel—. Es que no hace falta que me acompañes; si no, te vas a perder el partido.
Rudy la miró por encima del hombro.
—Vale, si es por eso… —esbozó una
Schmunzel
—. Que te aproveche la colada.
Salió corriendo y en menos que canta un gallo ya se había unido a un equipo. Cuando Liesel llegó al final de Himmelstrasse, se volvió justo a tiempo para verlo delante de la portería improvisada que tenía más cerca. La estaba saludando.
Saukerl
, musitó Liesel riendo y, cuando levantó la mano, supo sin lugar a dudas que él a su vez la estaba llamando
Saumensch
. A los once años, creo que es lo más parecido al amor que podían experimentar.
Liesel echó a correr hacia Grandestrasse y la casa del alcalde.
Estaba sudando y su hálito empañado se extendía ante ella.
Pero leía.
Era la cuarta vez que la mujer del alcalde dejaba entrar a la niña, y ahora estaba sentada al escritorio con la mirada perdida en los libros. En su segunda visita le había dado permiso para que eligiera uno y lo leyera, lo que condujo a otro y a otro más, hasta que se decidió por media docena que, o bien llevaba bajo el brazo, o bien apilaba sobre el montón cada vez más alto en la mano que le quedaba libre.
Ese día, mientras Liesel se deleitaba en la parte más fresca de la habitación, su estómago protestó, pero la mujer muda y derrotada no reaccionó. Volvía a llevar puesto el albornoz y, aunque a veces observaba a la niña, nunca se detenía en ella demasiado tiempo. Por lo general, prestaba mayor atención a lo que tenía cerca, a algo ausente. La ventana estaba abierta de par en par, una boca cuadrada y fresca por la que de vez en cuando se colaba una ráfaga de aire.
Liesel estaba sentada en el suelo y tenía los libros esparcidos a su alrededor.
Al cabo de cuarenta minutos, se fue. Todos los libros volvieron a su sitio.
—Adiós, frau Hermann —las palabras de despedida siempre cogían por sorpresa a la mujer—. Gracias.
La mujer le pagó, con movimientos estudiados, y Liesel se fue. Todos sus movimientos estaban calculados, y la ladrona de libros corrió de vuelta a casa.
A medida que el verano avanzaba, la habitación abarrotada de libros se hacía más cálida, por eso los días que le tocaba entrega o recogida, estar tumbada en el suelo no le parecía tan incómodo. Liesel se sentaba junto a una pila de libros y leía unos cuantos párrafos de cada uno, intentando memorizar las palabras que no conocía para preguntárselas luego a su padre al llegar a casa. Tiempo después, ya de adolescente, cuando Liesel quiso escribir acerca de esos libros, no consiguió recordar los títulos. Ni uno. Tal vez habría estado mejor preparada si los hubiera robado.
Lo que sí recordaba era que en el interior de la cubierta de uno de los libros ilustrados había un nombre escrito con torpeza.
EL NOMBRE DE UN NIÑO
Johann Hermann
Liesel intentó morderse la lengua, pero al final no pudo resistir. Se volvió hacia la mujer del albornoz y la miró desde el suelo.
—Johann Hermann —leyó—. ¿Quién es? —preguntó.
La mujer no la miró directamente, bajó la vista hacia las rodillas de la niña.
—Perdóneme. No debería preguntar esas cosas… —se disculpó Liesel, dejando el final de la frase colgada en el aire.
La mujer no mudó la expresión de su rostro y, aun así, encontró el modo de responder.
—Ahora ya no es nadie —explicó—. Era mi…
LOS ARCHIVOS DE LA MEMORIA
Ah, sí, claro que lo recuerdo.
El cielo estaba oscuro y era profundo, como las arenas movedizas.
Había un joven envuelto en alambre de espino, como si fuera una gigantesca corona de espinas. Lo desenredé y me lo llevé.
En lo alto, nos hundimos juntos hasta las rodillas. Era un día como otro cualquiera de 1918.
—Aparte de todo lo demás, murió de frío —dijo. Se frotó las manos un momento y volvió a repetirlo—. Murió de frío, estoy segura.
La mujer del alcalde sólo era una integrante más de una brigada mundial. Las has visto antes, estoy segura. En vuestros relatos, en vuestros poemas, en las pantallas que tanto os gusta mirar. Están en todas partes, así que ¿por qué no aquí? ¿Por qué no en una preciosa colina de una pequeña ciudad alemana? Es tan buen lugar para sufrir como cualquier otro.
Sin embargo, Ilsa Hermann había decidido hacer del sufrimiento su razón de vivir, porque cuando este se negó a abandonarla, ella sucumbió a él. Lo abrazó.
Podría haberse pegado un tiro, podría haberse arañado o haberse infligido cualquier otra forma de mutilación, pero escogió la que creyó que sería la opción más benigna: soportar las inclemencias del tiempo. Por lo que Liesel sabía, frau Hermann deseaba que los días de verano fueran fríos y húmedos. La mayor parte del año vivía en el lugar apropiado.
Ese día a Liesel le costó mucho decir lo que dijo al marcharse. Traducido, podríamos comentar que tuvo que forcejear con dos palabras gigantes, cargarlas al hombro y arrojarlas con torpeza a los pies de Ilsa Hermann. Pesaban tanto que al final la tambaleante niña no pudo sostenerlas más y cayeron de lado. Quedaron postradas en el suelo en toda su extensión, extravagantes y desgarbadas.
DOS PALABRAS GIGANTESCAS
«LO SIENTO»
De nuevo, la mujer desvió la vista para no mirarla directamente. Su rostro era una página en blanco.
—¿El qué? —preguntó, pero ya era tarde.
La niña había salido de la habitación y se dirigía a la puerta de la calle. Liesel la oyó y se detuvo, pero decidió no volver atrás, prefirió salir de la casa y bajar los escalones sin hacer ruido. Abarcó Molching con la mirada antes de adentrarse en la ciudad y se compadeció de la mujer del alcalde durante un buen rato.
A veces Liesel se preguntaba si no debería dejar de ir a visitar a la mujer, pero Ilsa Hermann era demasiado interesante y no podía hacer nada contra la atracción que ejercían los libros sobre ella. Antes, las palabras la habían hecho sentirse como una inútil, pero ahora, cuando se sentaba en el suelo junto a la mujer del alcalde, experimentaba una innata sensación de poder. Ocurría cada vez que descifraba una nueva palabra o construía una frase.
Era una niña.
En la Alemania nazi.
Qué apropiado que descubriera el poder de las palabras.