Enrolla la bolsa de plástico hasta formar un cilindro con ella, y se la mete en el bolsillo.
—Despídete del coche —le dice Maury—. Vamos a ir a pie hasta que encontremos uno nuevo.
En su camino de regreso bordean la ciudad. A lo lejos distinguen gritos y hondos lamentos impregnados de ira y pena.
—Me parece que han descubierto el estropicio que hicimos —dice ella—. Supongo que vendrán a buscarnos, ¿eh, Maury? Tenemos que ir con un ojo puesto a la espalda. Me pregunto qué le habrán hecho al amigo Moses.
A tres kilómetros de la ciudad empiezan a marchar por la vía del tren y la siguen hacia el oeste hasta que pueden dejar la vía principal y ser capaces, de todos modos, de moverse con rapidez y darse cuenta si alguien se les acerca por detrás. Con la daga de los gurkhas, Temple le hace a Maury un bastón que él después arrastra por las traviesas, produciendo un rítmico golpeteo de madera contra madera, como las vueltas de un podómetro antiguo que midiera la distancia caminada en su viaje.
El sol se agacha en el cielo frente a ellos, y sus sombras son sólo cosas que los siguen, alargándose y deformándose a sus espaldas. Sus pies hacen crujir la grava del lecho sobre el que se asientan las vías, y Temple nota que los raíles no están oxidados sino brillantes. Se pregunta si alguien los seguirá utilizando.
El sol se oculta, pero el cielo permanece brillante durante bastante rato, como si caminaran por el perímetro mismo de una Tierra plana. Sigue habiendo luz cuando los secos árboles de su derecha, estrangulados por el kudzu, se arralan para mostrar un río que corre paralelo a ellos.
—¡Vaya vista! —comenta Temple.
La superficie del río es ancha, el agua se mueve muy despacio, las márgenes están pobladas de carrizo. Temple observa atentamente la lejanía que dejan atrás, pero no ve nada.
—Vamos, Maury: te hace falta un baño casi tanto como a mí.
Así que se quitan la ropa y entran en el agua como mugrientos suplicantes de una tierra profanada. El cuerpo del hombre es pálido y grueso, casi sin pelo, y está sentado como una piedra hundida en el bajío, inmóvil entre las aguas que encuentran su curso alrededor de aquel sencillo obstáculo. Como quien se quita una culpa, Temple se lava las marcas de su pecado hundiendo la cabeza bajo el agua como si en ella encontrara el bautismal reino de los cielos, e irguiéndola de nuevo para que el rosa de su carne empiece a asomar por entre la máscara de putrefacción. Se pasa los dedos por el pelo y observa cómo el agua se lleva consigo grumos de sangre, trocitos de carne y astillas de huesos. Desde lo alto, se podría ver que desprende una cola como la de un cometa, con su brillante cabeza a la que sigue un alargado triángulo de porquería de color marrón rojizo. Después se sienta con el agua hasta la cintura, se quita trocitos de cristal que tiene clavados en la piel de la cara y de las manos, y se enjuaga las heridas en el agua fresca hasta que dejan de escocerle.
Entonces coge la ropa de la verde orilla, la empapa en el agua y la retuerce una y otra vez hasta que deja de estar tiesa, pese a que las manchas rojas no se van y, según supone, nunca se irán.
Cuando salen purificados del río, el cielo ha adquirido un color morado oscuro, y se ven las estrellas entre las nubes de la noche.
Juntan ramitas y hojas secas de los árboles. Temple hace un montón con ellas y emplea un manojo de hierba seca para prender fuego detrás de una roca que aflora de la tierra, donde el fuego quedará oculto para cualquiera que se acerque proveniente de la ciudad. Coloca la ropa sobre las piedras, cerca del fuego, y observa cómo al secarse sale el vapor de ella en tenues lenguas de color gris. El viento de la noche es fresco, y a ella se le pone la carne de gallina.
Observa el fuego y le entra sueño. Cuando las remueve con un palo, las brasas salen volando por el aire, como un loco escuadrón de insectos, para desaparecer entre los pliegues de la noche.
Mira al hombre que está sentado a su lado, con los ojos planos embargados en la contemplación de las llamas. En esa cabeza suya tiene que quedar mucho espacio libre, y en aquel momento el espacio parece ocupado por las formas en continuo movimiento de la hoguera.
—Eso que ocurrió allí —dice ella—. Ya sé que no me lo has preguntado, pero de todos modos…
Él no aparta los ojos del fuego.
—Supongo que llevo demasiado tiempo tratando con pellejos. A veces lo que ocurre es que se me va la olla. Como si se me encendiera un interruptor en algún lugar del cerebro, ¿sabes? Y entonces mis manos empiezan a rasgar y a romper y no se preocupan de los motivos ni de los porqués.
El fuego crepita y chisporrotea con la savia de las ramas que han encontrado.
—Y eso está mal, es un pecado tan grande como el mundo en que vivimos, o más grande aún: poner las manos en una creación divina para matarla. No importa lo fea que sea la víctima, matar es un pecado, y Dios hará caer una terrible venganza contra el que lo hace. Lo sé, lo he visto. Pero lo cierto es… lo cierto es que yo no sé dónde me salí del buen camino. Moses dice que no soy mala, pero si no soy mala… si no soy mala, ¿qué soy? Porque mis manos, míralas, mis manos no parecen servir para nada salvo cuando están machacando un cráneo o rebanando una garganta. Ésa es la plena verdad del asunto. Los pellejos matan, pero no obtienen ninguna satisfacción al hacerlo. Maury, está claro que caminas por una Tierra solitaria, llena de infracciones y locuras, pero lo verdaderamente abominable es que yo esté sentada justo a tu lado.
Por encima de su cabeza, la luna es tan sólo una astilla en el cielo, como la llama de una vela, delicada y tenue contra la noche irreducible. Y parece que fuera sensato contener la respiración por miedo a apagarla.
Si el hombretón que está a su lado ha comprendido una palabra de lo que ha dicho ella, no se le nota.
Temple asiente con la cabeza en un gesto dirigido hacia sí misma.
—Supongo que lo que quiero decir es —anuncia Temple al final—, que será mejor que te lleve a Texas para que te libres de mí.
Días de vagar y vagar. Siguen los caminos manteniendo siempre a su espalda el sol de la mañana. Maury camina a su lado, con los pies invariablemente atrapados en un movimiento gravitatorio que sólo responde a la dirección marcada por ella. Cada vez que ella entra en el bosque porque piensa que oye que se acerca algo, él la sigue sin preguntar nada y sin ningún tipo de perplejidad; cada vez que ella se detiene a mirar el sol o a mojar los pies en el río que sigue corriendo paralelo a ellos dos, él también se detiene.
Cuando se acaban las galletas saladas, comen bayas y pescado cogido en el río con un saco de arpillera que encuentra Temple entre los escombros de la vía férrea. Allí donde las vías cruzan alguna carretera, Temple busca coches que estén en condiciones de ser conducidos, pero las vías los han alejado de las zonas urbanas, y piensa en la posibilidad de regresar a las carreteras principales, aunque llega a la conclusión de que es mejor quedarse por donde es más improbable que los puedan seguir. Además, se está tranquilo allí, con las vías y el río que fluye recto y paralelo a ellas. Caminan de una sentada durante horas sin ver un solo pellejo, y los pocos que encuentran se mueven con enorme lentitud a causa de que hace mucho que no han comido. Algunos ni siquiera se tienen en pie.
En una ocasión, por la mañana, mientras Temple se echa agua en la cara, ve una figura que flota a la deriva, río abajo. Se trata de un pellejo que se debate con lentos movimientos, incapaz de enderezarse ni de mantener la cabeza fuera del agua, impulsado por la suave corriente… Tal vez, se imagina ella, seguirá así hasta llegar al mar.
En otra ocasión, en un claro que hay cerca de las vías, encuentran un montón de cadáveres quemados. Aquella masa quebradiza es más alta que ella, y todos esos miembros enmarañados se han fundido unos con otros y petrificado para convertirse en algo que parece un iglú negro. Cuando el viento sopla, escamas chamuscadas de piel que parecen papelitos vuelan de un lado para otro como espumillón. No hay señal de vida por ningún lado, y Temple se pregunta qué significa la presencia de semejante construcción aquí, lejos del común flujo del discurrir humano.
La tercera tarde los pasa de largo una lancha motora que va río arriba transportando a diez o quince personas, entre las que se encuentran dos niños que la miran a través de sus gafas de sol de tamaño descomunal. El conductor hace girar la lancha, pero no detiene el estrepitoso motor. Saluda a Temple con la mano, y ella responde del mismo modo. Entonces él levanta y baja el pulgar, preguntando de este modo si están bien o no. Ella le responde señalando con el pulgar hacia arriba, y él contesta a su vez haciendo un círculo con el pulgar y el índice para indicar okey. Entonces vuelve a girar la lancha y continúan río arriba.
Durante el día, los pies levantan polvo seco al caminar, y tienen que seguir moviéndose para que quede detrás de ellos. Si se detienen, la nube que levanta su propio paso los alcanza, y se ahogan, tosen y escupen sin echar saliva.
A veces se encuentran cabañas hundidas en medio de un claro del que se ha apoderado la maleza, y buscan dentro de ellas por si encuentran algo curioso o útil.
Por la noche hierve agua en viejas latas que encuentra junto a la vía. Añade bayas y hojas aromáticas que sabe que no son venenosas.
—Agua de río —dice ella—. No es el elixir de los dioses, pero se deja beber cuando uno tiene sed.
A veces canta para hacerse compañía:
Era leve como un hada,
pie pequeño, nariz fina.
Unas latas de sandalias
le valían a Clementina.
A los patos hasta el agua
llevaba desde la mina.
Se cayó un día en ella
mi querida Clementina.
Las burbujas salen fuera
de su boca roja y fina.
Pero yo no sé nadar
ni sabe mi Clementina.
Arriba en el camposanto
crecía la santolina.
Ahora está lleno de rosas
cuidadas por Clementina.
En mis sueños aún me ronda
empapada en sal marina.
Sale del agua y viene
junto a mí mi Clementina.
La añoraba, la añoraba,
a mi dulce Clementina>.
Pero besé a su hermana
y olvidé a Clementina.
Y Temple se ríe, golpeando la tierra polvorienta con la puntera de las zapatillas.
—¿Lo pillas, Maury? ¡La hermana de Clementina tiene que ser una naranja!
Llegan nubes y después la lluvia, y la tierra requemada se la engulle por cada poro. Podría pasarse días lloviendo sin que se formara un charco, de tan dura, salvaje y cenicienta como es la tierra que pisan. En vez de ponerse a resguardo, siguen andando, disfrutando con el tónico golpeteo de las gotas en la piel. Temple vuelve la cara hacia el cielo, saca la lengua y deja que la lluvia le penetre por la garganta. El leve retumbar del trueno en la distancia suena como un cañón medieval que los alcanzara no a una distancia de kilómetros, sino a una distancia de siglos, como si siguieran el río para regresar a los primitivos pasados de cada uno. Cuando la tormenta está ya cerca, y el rayo vuelve blanco el cielo durante un fotográfico instante, Maury empieza a gemir y se niega a seguir andando, abriendo y cerrando las manos en el aire.
—No pasa nada, Maury —dice ella—. Esa serenata no te va a hacer daño. No es más que Dios dándose aires en las bodas del cielo con la Tierra. Tiene que hacerlo de vez en cuando para que no nos olvidemos de quién es el que manda. Vamos, no tienes más que abrir bien los ojos al camino y prestar oídos a mis melodías vocales. Voy a cantarte hasta que termine la tormenta.
Temple lo coge de la mano y siguen caminando los dos. Su voz se eleva en el cielo gris hasta que las nubes pasan y el sol se asoma dibujando unas largas cintas rectas tan claras y definidas que parece que uno podría deslizarse por ellas si tuviera una escalera para subir allá arriba.
Sobre una gran roca que sobresale en el río, se tienden boca arriba y dejan que la ropa se les seque. Temple nota en la piel el cosquilleo de las gotas, que resulta al mismo tiempo insoportable y delicioso.
—Si cierras los ojos y miras al sol —le explica a Maury—, podrás ver los animales minúsculos que viven en tus ojos.
Cuando lo observa, ve que Maury se ha quedado dormido. Temple lanza un suspiro y vuelve a contemplar las nubes que se alejan.
—Señor —suspira ella—, está claro que una chica puede recorrer bastante camino a lo largo de su vida. Apuesto algo a que tendré que ir a lugares que todavía ni sé que existen.
Es el quinto día de camino cuando ella oye el ruido. Al principio piensa que se trata de otro trueno, pero el sonido dura demasiado, continúa y continúa no como un trueno o una ola que rompe contra las rocas, no como esas cosas que la naturaleza quiebra una vez y después se apagan lentamente. Se agacha para tocar con la mano la vía de acero del tren.
—Será mejor que nos hagamos a un lado, Maury. Podríamos subir a esto a menos que resulte ser un tren lleno de mutantes. Pero me da la impresión de que los herederos de la Tierra no son aficionados al ferrocarril.
Extrae del saco la daga de los gurkhas y se la guarda a la espalda.
—Tal vez sean problemas —comenta Temple—, pero la verdad es que mis pies agradecerían un descanso. Ponte recto, Maury, y procura no dar la impresión de que eres de mal augurio.
Por el este aparece una locomotora diésel que tira de tres furgones cuyas puertas van abiertas como las negras fauces de un pez gigante. El tren comienza a aminorar la marcha nada más doblar la curva, y cuando se detiene lo hace para ella: la bestia de acero, grasa y cadenas se va deteniendo a poca distancia de donde se encuentra ella con Maury. Los frenos neumáticos carraspean, el metal se tensa contra el metal, y Temple piensa en David y Goliat, o en otras historias donde el monstruo se detiene y se arrodilla con mucho crujido de huesos para medir a su insignificante enemigo.
Agarra la daga a la espalda con más fuerza aún.
No sonríe ni frunce el ceño. Es consciente de todos los sonidos que la envuelven, del trino de los pájaros y del lejano susurro del río, y del viento que pasa entre los árboles.
La locomotora tiene la forma de un bulldog, con su morro chato y las mejillas que le cuelgan. Está pintada de verde bosque y ostenta un emblema de alas amarillas en la parte de delante, pero el polvo de mil viajes se ha amontonado en la superficie y le otorga el aspecto de algo que se acaba de elevar de la Tierra.