De repente se abre deslizándose una puerta lateral, y aparece la cara cubierta de hollín de un anciano. Lleva puesta una gorra de béisbol, que se quita para abanicarse con ella mientras mira de arriba abajo a Temple y a Maury.
Al mismo tiempo, Temple empieza a distinguir los rostros de otros hombres que atisban por las paredes de los furgones que están más allá.
El anciano escupe en la tierra y se limpia la boca con la manga de la camisa.
—¿Estáis en un apuro? —pregunta.
—No lo sé —dice ella—. ¿Estamos en un apuro?
—Por nosotros, no.
—Me alegra oírlo.
El anciano se limpia el sudor de la frente, dejando una veta negra.
—¿Adónde vais? —pregunta.
—Hacia el oeste.
—Bien pensado. Al este no hay que ir. Hay malas cosas por allá.
—¿De verdad?
—A las babosas estoy acostumbrado. Pero al cabo de un rato ves más de lo que quieres ver y dejas de mirar.
—Aaah.
El anciano indica con la cabeza en dirección a Maury.
—¿A ése que le pasa?
—No habla. Es bobo.
Los ojos del anciano vuelven a Temple para escudriñarla. Pero nada más que escudriñarla, sin intentar desnudarla con la mirada ni nada de eso.
—¿Cuántos años tienes? —le pregunta.
—Quince —responde ella, arriesgándose a decir la verdad confiando en el instinto paternal del hombre de la gorra.
—¡Quince! Eres demasiado joven para andar caminando por el campo. Demasiado, demasiado joven.
—He intentado hacerme mayor —responde ella—, pero es difícil forzar las cosas.
Él se ríe, se frota los ojos, mira la orilla del río cuajada de maleza, y vuelve a mirarla a ella.
—¿Qué llevas a la espalda? —le pregunta.
Temple muestra la daga de los gurkhas, sujetándola para que la vea bien.
—¿Qué pensabas hacer con eso?
—Si resultaba que eras un problema, pensaba matarte con ella.
El anciano la mira con ojos tan tranquilos como un estanque después de la tormenta, cuando el aire está impregnado de ozono. Entonces empieza a reírse.
El anciano se llama Wilson. Él y sus hombres, ocho en total, circulan por la vía entre Atlanta y Dallas, recogiendo en aquella tierra de nadie a gente perdida como Temple y trasladándola a comunidades más pobladas y seguras. Además, cuando los encuentran, terminan con grupos de babosas clavándoles puntas en el cráneo con una pistola de las de clavar puntas accionada por butano. Después las amontonan y queman los cuerpos.
Wilson fue ingeniero en un pasado lejano. Volvía de Washington cuando comenzó el problema, el primer día en que los muertos empezaron a levantarse y a caminar por ahí como si estuvieran vivos. A su familia, su esposa y sus dos hijos, ya los habían pillado cuando él llegó a casa. Todo cambió de repente. Aquel nuevo mundo, aquel mundo que ya tiene un cuarto de siglo de existencia, no era algo que tuviera que afrontar al lado de su familia. El mundo cambió y él cambió al mismo tiempo. Y decidió no quedarse parado, ya que según parece no hay ningún sitio en que asentarse ni nadie con quien hacerlo. Según dice, aún se acuerda del Wilson de antes, pero poco.
Los demás son antiguos militares la mayoría. Algunos mercenarios que zozobraban sin una economía que explotar, oportunistas que, habiendo reunido montones de dinero, se encontraban perdidos sin tener en qué gastarlo, sin encontrar nada que no pudiera ser cogido gratis y con el permiso de todo el mundo. Habiendo cambiado el país para su beneficio, sus habilidades resultaron de repente inútiles, y se entregaron a las únicas acciones que aún parecían mercenarias en aquel mundo puesto patas arriba: se echaron al monte como forajidos, para ayudar a la gente.
Y allí están sentados ante una mesa de juego desvencijada, sujeta con escuadras a la pared interior del furgón para que no se vuelque con las paradas y las sacudidas, jugando al póquer omaha y bebiendo en tazas de hojalata, o sentados con las piernas colgando fuera del furgón, viendo pasar el paisaje, o desmontando armas para limpiarlas, o tallando figuras con cortaplumas en madera de tilo. Allí están los nuevos caballeros errantes de este mundo desolado: hombres perdidos que encuentran a otros hombres perdidos y los llevan sujetos por una polvorienta correa para depositarlos donde puedan quedarse a salvo.
Tienen su sitio
, piensa Temple.
Tienen el morro de pertenecer adondequiera que vayan. Este mundo es su mundo: toman posesión de cada metro que recorren, y no descansan hasta que el sol se guarnece cada noche en su tumba.
—¿Point Comfort, en Texas? —pregunta Wilson. Se quita la gorra para rascarse la cabeza—. Me parece que me suena. Puede que esté como a una hora al sur de Houston. ¿Para qué queréis ir allí?
—Maury tiene parientes en ese lugar.
—¿Estás segura de eso?
—No.
—Ese chico tiene mucha suerte de haberte encontrado.
—Quiero dejarlo allí. Conmigo no puede quedarse.
—Aaah. —La mira durante un buen rato, asintiendo con la cabeza y observándola como si estuviera pasando un texto por la superficie de sus ojos.
—Bueno —dice finalmente—, lo que tenéis que hacer es venir con nosotros hasta Longview, y desde allí tal vez podáis seguir con alguien hacia el sur. Conozco gente…
—Eso es muy amable por su parte —dice ella—. Tengo los pies deshechos de tanto andar.
—¿A este chico tuyo le gusta la limonada?
—Creo que sí —responde ella encogiéndose de hombros—. Se la beberá, eso seguro. Lo que no le gustan son las bayas payas.
Entonces mira a Wilson y siente como que la ha pillado de algún modo, aunque no sabe cómo. Él se sonríe y mira a través del cristal las vías que se despliegan ante ellos en líneas paralelas que convergen en la distancia.
—Como dije —aclara ella—, Maury no es nada mío.
Temple y Maury van en el tercer furgón con algunos refugiados. Van apiñados y vencidos, y la miran con unos ojos que parecen predecir la muerte. Están acabados, esas mujeres con los niños agarrados al pecho, esos hombres que se miran las heridas abiertas preguntándose qué es lo que se está extendiendo ya por su torrente sanguíneo, esos hijos e hijas de la Tierra cuyos espíritus ya se han escapado por entre los desgarrones de la carne y los cancros del cerebro.
Temple los odia por instinto. Wilson, involuntario barquero lúgubre, no sabe que lo que lleva a casa es un furgón lleno de muerte. En cierto modo, aquellos muertos son peores que los pellejos, porque carecen hasta de hambre.
Temple se sienta en la puerta abierta del furgón y ve pasar el mundo. Maury, a su lado, hace girar una y otra vez en sus manos el avión en miniatura.
—Aquí, mira —le dice ella.
Ella se lo coge y le muestra cómo sujetarlo por abajo y mirarlo de lado de tal modo que parezca que vuela por el aire que pasa.
—Inténtalo tú —le dice—. ¿Ves? ¿Ves cómo vuela? ¿A que parece que va muy rápido? Pero los cazas de verdad van aún más rápido. Van más rápidos que la barrera del sonido.
Maury mira el juguete entre sus dedos. Está quieto y tranquilo.
—Te gusta, ¿no? Como eres mayor, me imagino que viste muchos aviones de niño, ¿me equivoco? Seguro que los recuerdas perfectamente. Yo vi alguno, pero pocos.
Temple mira a Maury, mira sus ojos.
—Parece como si te alejaras volando dentro de la mente, Maury. Como si pasaras veloz entre las nubes. Yo también, yo también.
Y vuelve la espalda a los perdidos, a los muertos y los abatidos. Los deja en sus tumbas etéreas, mientras ella y el hombretón que tiene al lado miran a lo alto, al cielo, y encuentran en él no sólo puertas y ángeles, sino también otras maravillas como aviones que vuelan más rápido que el sonido y estatuas más altas que ningún hombre y cataratas más altas que ninguna estatua y edificios más altos que ninguna catarata e historias más altas aún, historias que te enganchan los pantalones a los cuernos de la luna, desde donde uno puede ver la Tierra entera, y darse cuenta de lo tonta y preciosa que es, al fin y al cabo, esa diminuta canica.
En la siguiente parada que hace el tren, coge a Maury y se lo lleva al siguiente furgón. Hay menos gente en él porque es menos confortable. En el anterior furgón había colchones, botellas de agua, un sofá viejo y raído, y unas sillas. Éste está casi desnudo. Algunos hombres de Wilson escalan el exterior de los furgones para venir a éste a echar un sueño cuando en su propio furgón hay demasiado alboroto. Y hay más gente: algunos hombres sentados sobre las tablas y apoyados contra las paredes del furgón, fumando, con caras que se iluminan brevemente con la lumbre que llevan entre los dedos. Y hay otro hombre que duerme en un rincón, con un sombrero vaquero descansando en el pecho.
Se lleva a Maury cogido de la mano hasta un rincón oscuro donde es posible que ella pueda dormir un poco. Le dice que se acueste y él obedece. Temple se coloca a su lado, cruza las manos bajo la cabeza, y aguarda a que el balanceo del tren la induzca al sueño.
En sus sueños aparece un hombre. Al principio cree que se trata del tío Jackson, porque se acerca a ella y la estrecha con los brazos, y detrás de él está Malcolm. Pero por el modo en que Malcolm la mira, Temple sabe que algo va mal. El niño parece tener miedo, y ella quiere decirle que no hay nada de lo que asustarse. Pero él señala el antebrazo de ella, que sigue estrechando la espalda del tío Jackson, y ella mira y ve que tiene toda la piel llena de forúnculos, y piensa, es curioso, debo de haberme muerto ya y no me había dado cuenta. Y entonces intenta disculparse ante Malcolm, porque tiene razón al tener miedo de ella, pues comprende que debería comérselo en una ocasión como aquella, que debería comérselo empezando por los carrillos, y que el hambre de consumir, le gustaría decirle si pudiera hacerlo, no es tan diferente del hambre de proteger y guardar, o tal vez sea sólo su propia mente perversa, que no descansa. Pero entonces los brazos del tío Jackson la estrechan más fuerte, y se da cuenta de que aquel hombre lleva barba, una barba cuyos ásperos pelos le hacen cosquillas en la cara, mientras que el tío Jackson siempre estaba muy bien afeitado, y que el hombre que la agarra, por tanto, no es en absoluto el tío Jackson. Y empieza a decir: espera, Moses, espera, Moses, pero no puede decir nada porque Moses Todd la está apretando hasta dejarla sin aliento, porque ella es una pellejo y lo único que Moses Todd odia más que a la propia Temple es a los pellejos, y por eso es lógico que quiera exprimirle hasta la última gota de vida, y también lo es que Malcolm tenga miedo de ella. Todo resulta lógico…
Y cuando Temple abre los ojos, es cierto, allí está Moses Todd, agachándose sobre ella en el furgón y diciéndole:
—¡Bueno, mira quién está aquí!
Con violencia instintiva, Temple arremete contra él, lanzándole un rápido puñetazo a la mandíbula. Acto seguido se escapa de debajo de él y se pone en pie.
—Quieta —exclama él.
Pero ella ya está encima, agarrándolo por el cuello con una mano mientras con la otra prepara la daga de los gurkhas que desenvaina y levanta para asestar un golpe mortal.
—Quieta —dice él acurrucándose ante ella y levantando las manos en señal de sumisión—. Tranquila, cielo, que soy yo. No pensaba hacerte ningún daño. Soy yo, Lee.
Lee.
Sus ojos empiezan a distinguir algo a la escasa luz del furgón, y la mente se le despeja de los fantasmas del sueño. Entonces se da cuenta de que alrededor de ella otros hombres se han levantado y la apuntan con sus armas.
—No pasa nada —dice el hombre al que tiene agarrado por la garganta—. Se lo dice a todos los ocupantes del furgón. La he asustado, no es más que eso. Esto me pasa por despertar a alguien que duerme.
Es Lee. No tiene nada que ver con Moses Todd, sino que es Lee, el cazador. Lee, el hombre que le hizo probar la carne de babosa aromatizada con romero. El hombre que le habló de las cataratas del Niágara: él era el hombre que estaba durmiendo en un rincón del furgón, con el sombrero vaquero.
—Lee —dice ella en voz alta.
—Efectivamente, cielo. Parece que un milagro nos ha vuelto a juntar.
—Siento haberte pegado —le dice ella.
Él mueve la mandíbula hacia los lados, tocándosela con los dedos.
—Me los han dado peores —responde—. Pero una cosa es segura: tardaré mucho en volver a despertarte de una siesta.
El tren se ha detenido en un cruce que hay en un pueblo donde Wilson y sus hombres buscan supervivientes y víveres. Uno de los hombres de Wilson, un mexicano grande al que llaman Popo, se pasea por allí con toda tranquilidad, acercándose a las babosas como si fuera a preguntarles una dirección, sólo que en el último instante levanta la pistola de puntas apuntando a la cabeza. Sentados en un banco de listones de madera bajo el toldo de una tienda, Temple y Lee lo observan desde lejos. Oyen el disparo sibilante de la pistola de puntas, y pueden ver a las babosas, que por un momento permanecen en pie, quietas, como sorprendidas, gesticulando un poco con las manos en el aire, y después caen al suelo como si fueran globos con forma de animal que alguien ha pinchado de repente.
—¿Qué les ha ocurrido a tus amigos? —le pregunta Temple a Lee.
—Bueno, Horace se acercó demasiado a una babosa, que le arrancó un mordisco del brazo. Después de eso ya no estuvo bien. Se quedó esperando la muerte o la transformación. Aguantó hasta el último momento, más de lo que esperábamos ninguno.
—¿Qué le ocurrió?
—No estoy completamente seguro. Clive y yo despertamos una mañana, y él ya no estaba allí. Estaban todas sus cosas, pero él se había ido. Lo esperamos hasta la puesta de sol, pero no apareció. Puede que uno note cuando llega el cambio. No lo sé. Tal vez la muerte sea algo vergonzoso. Tal vez se alejó para estar solo cuando ocurriera.
Lee enciende un cigarrillo, se recuesta en el banco, estira las piernas y cruza los tobillos.
—Y Clive, bueno… Quería que siguiéramos los dos. Pero yo estaba cansándome de la rutina del llano, si quieres que te diga la verdad. Le dije que pensaba irme hacia el oeste, para ver qué tipo de sociedad es ésa que he oído que tienen montada en California. Nos separamos, y pusimos una señal para Horace bajo un pimentero, donde nadie va a quitarla. No le hará ningún perjuicio a la naturaleza, y a nosotros nos hizo bien.
Sacude la ceniza sobre la acera y se pasa el dorso de la mano por debajo de la nariz.
—¿Y qué me dices de ti? —pregunta. Señala con un gesto de la cabeza a Maury, que está sentado en el bordillo de la acera, agarrando en una de sus gruesas manos un ramito de flores silvestres—. Parece que te has agenciado un compañero de viaje.