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Authors: Alden Bell

Tags: #Terror

La ira de los ángeles (24 page)

BOOK: La ira de los ángeles
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Temple le habla de Maury, le cuenta cómo lo encontró no mucho después de despedirse de él. Le cuenta cómo llevaba a su abuela por la calzada y lo perseguía un desfile entero de pellejos que querían darse un festín. Le cuenta lo del papel que encontró en su bolsillo con su nombre y la dirección de sus parientes en Texas, y que está tratando de llevarlo hasta allí, pero que cada vez que se da la vuelta encuentra algo que demora la llegada interponiéndose en el camino de la misión que ha emprendido.

—He visto algunas cosas —le dice—, pero no tengo ganas de entrar en detalles. Es suficiente con decir que me he visto envuelta…

—Bueno —dice él recostándose y observándola como si fuera el médico más pobre del mundo—, tienes magulladuras y rasponazos, pero parece que te las apañas bien para sobrevivir.

—Sí —admite ella—. Seguir viva no es lo más duro. Lo difícil es actuar bien.

—¿Qué quieres decir?

—Lo que quiero decir es que he hecho algunas cosas de las que no quiero hablar.

—Hermanita, todos los que estamos vivos tenemos una colección entera de cosas de ésas.

—Puede que sí, pero una cosa es sentir que hay cosas podridas que andan revueltas dentro de uno como alubias en una lata, y otra diferente es sentir que esas cosas son de lo que está hecho el corazón, el estómago y el cerebro.

Niega con la cabeza, como para alejar ciertas ideas, se sienta más erguida, y cruza los brazos.

—No importa —continúa—. Esto es lo que tiene darle demasiadas vueltas a la cabeza. Por eso no hay que quedarse parado mucho tiempo. Es mejor mantener agotado el cerebro para que no empiece a buscar por sí mismo en qué pensar.

Lee asiente y le da una calada al cigarrillo.

—De acuerdo, pero ¿puedo preguntarte una cosa? —le dice.

—Prueba.

—Cuando me pegaste antes, ¿quién pensabas que era yo?

—Ésa es una de las cosas en las que no me gusta pensar.

—¿Quién?

—Tan sólo un hombre al que dejé morir.

Wilson hace ir al tren a una velocidad lo bastante lenta para que cualquiera que necesite montar en él pueda hacerle señas para que pare, pero lo bastante rápida para evitar que se suban a bordo las babosas. A veces lo intentan: echan las manos y se agarran al reborde metálico. En ocasiones consiguen agarrarse fuerte y se ven arrastradas durante más de un kilómetro antes de soltarse y caer al lado de las vías, como una inmundicia arrojada por la máquina.

A veces están en las vías y el tren las aplasta, dejando tras él masas retorcidas e inidentificables de materia orgánica.

Cuando llega la noche, la tierra se vuelve negra como el alquitrán. Al pasar, las luces del tren penetran apenas entre los matorrales, provocando un revuelo de hierbas y espinos entre los que, muy a menudo, Temple distingue los pálidos rostros de los muertos que observan su avance, como si las vías llevaran directamente a un lúgubre Campo de Asfódelos, donde los anfitriones guiaran y atendieran con el debido respeto a aquellos peregrinos provenientes de otros lugares.

En la distancia se distingue a veces el leve brillo de una hoguera, tenue e implacable. Wilson asegura que se trata de espejismos, de ilusiones nocturnas que se irían alejando continuamente de aquel que intentara llegar a ellas. Como las relucientes sílfides de antaño que conducían a los viajeros hasta precipicios, o bien a cavernas laberínticas e interminables. No toda la magia de la Tierra es benévola. Temple observa aquellas luces con atención, y a veces le parecen cercanas esas brasas neblinosas, como si estuvieran casi al alcance de la mano, y se da cuenta de que se está inclinando hacia delante, de que alarga la mano hacia ellas, sacándola por la puerta del furgón para introducirla en la oscuridad.

—Ése es un buen método para conseguir una amputación instantánea, muchacha —le advierte uno de los hombres de Wilson. Y ella retira el brazo.

Al día siguiente, que es domingo, algunos de los hombres de Wilson se suben al furgón de los refugiados para asistir a los oficios cristianos. Popo el mexicano lee con voz monótona pasajes de la Biblia:

Y el campo es el mundo; y la buena simiente son los hijos del reino, y la cizaña son los hijos del maligno; y el enemigo que la sembró, es el diablo; y la siega es el fin del mundo, y los segadores son los ángeles.

De manera que como es cogida la cizaña, y quemada al fuego, así será en el fin de este mundo.

Oran, algunos en silencio, otros moviendo los labios, otros expulsando el humo del cigarrillo hacia Dios que está en los cielos. Temple observa. El dios que ella conoce es demasiado grande para precisar las súplicas de los insignificantes trotamundos. Dios es un tipo con maña que dispone de recursos mágicos incomparables, como esas luces que te tientan a meterte en el vientre de la bestia, y esas otras luces que, como la de la luna y los peces brillantes, te guían a veces para salir de él.

Llega la noche, y cuando el sol vuelve a salir lo hace sobre un desierto inmóvil, sobre calles abarrotadas de automóviles herrumbrosos y averiados, sobre pueblos llenos de edificios abandonados, señales retorcidas y dobladas de tal modo que sus flechas se vuelven absurdas, señalando hacia la inmundicia o hacia lo alto del cielo, vallas publicitarias cuyas imágenes de sol y palabras de colores se han despegado y se agitan al viento, escaparates manchados con una suciedad de decenios, bicicletas con los neumáticos desinflados abandonadas en medio de cruces de carreteras, y cuyas ruedas giran lentamente como inútiles molinillos de hojalata. Algunos edificios están quemados o chamuscados, otros medio caídos, hay bloques de viviendas en los que se ha hundido la mitad, en tanto que la otra mitad ha quedado en pie cobrando aspecto de maqueta al mostrar cuadros que siguen colgados en las paredes, televisores que siguen en su sitio, tambaleándose al borde mismo del suelo, allí donde el resto de la salita se ha hundido en montañas de hormigón, polvo y vigas, todo como si fuera el juguete abandonado de una niña gigante.

Al mirar el paisaje uno podría pensar no que el mundo ha sufrido una devastación, sino más bien que la construcción se ha detenido cuando estaba a medias, que la santa mano del Constructor se ha parado de manera temporal, que las esqueléticas estructuras hablan de promesas, esperanzas e ingenuidad más que de ruinas y restos.

Pero además hay otros lugares que antaño eran oasis de los viajeros: gasolineras, restaurantes de comida rápida, moteles… Conservan intactos sus escaparates, la electricidad aún funciona, las puertas correderas de cristal siguen permitiendo la entrada, y la música enlatada sigue sonando en abollados altavoces metálicos. Y los pueblos fantasma. Perdidos completamente para el mundo, esos lugares están tan muertos que ni siquiera los muertos habitan en ellos.

Wilson y sus hombres tratan esos pueblos con silencioso respeto, los recorren como quien va de puntillas por un camposanto. La soledad de aquel tipo de abandono absoluto está llena de presagios. Es espectral el modo en que la devastación y la podredumbre han errado su camino hasta aquí por el ancho desierto, sin poder llegar. Pues que te dejen de lado, aunque sea la devastación, sigue significando que te dejan de lado.

12

Llegan a Longview, en Texas, cuando el sol está en el punto más alto del cielo. Su ardor resulta seco y laxante, y da la impresión de que el clima está puliendo la piel.

El centro del pueblo está fortificado, y hay hombres emplazados allí con armas de fuego, pero cuando ven el tren saludan, y alguien retira el autobús que utilizan para bloquear la vía. Cuando el tren ha penetrado en la fortificación, el autobús vuelve a cerrar las vías.

—Tres por tres —dice Wilson—: nueve manzanas de casas han protegido aquí. Éste es el bastión más grande al este de Dallas. Y es vuestra parada, si seguís pensando en dirigiros al sur.

Hay niños jugando en la calle, y cuando ven el tren dejan caer las bicis al suelo y corren hacia él. Las madres les advierten que no se acerquen demasiado. Pero no son sólo niños: gente de todas las clases y edades sale de las puertas de las casas y las tiendas para rodearlo cuando chirría para detenerse lentamente.

Los hombres de Wilson conocen a las mujeres. Se encuentran los unos con los otros en medio de la multitud y se alejan emparejados. Algunas mujeres se cuelgan del hombro de los recién llegados riéndose, levantan el trasero y se propinan en él una palmada digna de un saco de grano.

Otras personas del pueblo ayudan a los refugiados a bajar de los furgones, y el propio Wilson consulta con un hombre y una mujer, los mayores del pueblo, para decidir cuáles de los refugiados deberían quedarse y cuáles seguir hasta Dallas.

En cuanto el tren se ha vaciado de pasajeros, los niños empiezan a jugar a indios y vaqueros, utilizándolo como enorme escenario.

—Me voy a buscar alguna buena bebida fría —le dice Lee a Temple—. ¿Te apetece?

—Creo que Maury y yo simplemente echaremos un vistazo.

—Como quieras. Pero intenta no darle una paliza a nadie mientras estamos aquí, ¿te parece?

Temple se queda un rato en pie, en medio de la calle, sin saber qué hacer. Su lugar, como ha comprobado muchas veces, está fuera, con los pellejos y la brutalidad, no allí, dentro de los confines de un precioso pueblecito. Ya lo ha intentado antes, y no ha funcionado. Lo que de verdad quiere ella es sentir en la mano la daga de los gurkhas, esa mano que está sudorosa de anhelo, pero la mantiene enfundada para no asustar a los niños.

Intenta doblar las manos sobre el pecho y después agarrarse las muñecas a la espalda, y luego metérselas en los bolsillos, pero nada de eso parece correcto, y quisiera estar ahí fuera con Maury nada más, donde supiera qué era lo que tenía que hacer, tal vez preparar una hoguera o esconderse de los perseguidores, o matar a un pellejo.

Al cabo de un rato, se le acerca un chico. Es un poco más alto que ella, y lleva la camisa metida por dentro de unos vaqueros y un cinturón de tiras de cuero entrelazadas, con una enorme hebilla de plata en la que aparece la imagen de un caballo.

—Me llamo Dirk.

—Hola, Dirk.

—¿No me vas a decir cómo te llamas tú?

—Sarah M… Temple, me parece.

—¿Te parece? ¿No lo sabes seguro?

—No le sale natural, pero intenta decir la verdad, dado que aquel lugar parece digno de confianza.

Temple, responde.

—¿De dónde eres? —le pregunta.

—De muchos sitios.

—Vale, pero ¿dónde te has criado?

—En Tennessee principalmente.

—Ya sé dónde está eso. Lo he visto en un mapa de la escuela, quiero decir. Yo nací aquí, y no he estado en ningún otro lugar salvo en Dallas, porque fui una vez en el tren. Los demás sitios no son seguros.

—Yo no estoy hecha pa’ la seguridad.

—No deberías decir pa’ —Temple.

—¿Por qué no?

—Porque es incorrecto gramaticalmente —dice él como si estuviera citando algo—. Revela falta de educación.

—La gramática incorrecta es la única gramática que conozco.

—¿Cuántos años tienes?

—No lo sé. ¿A qué día estamos?

Dirk mira su reloj digital, que muestra también la fecha:

—A cuatro de agosto.

—Me parece que ya tengo dieciséis años. Mi cumpleaños fue la semana pasada.

Temple intenta recordar qué estaría haciendo aquel día de su aniversario, pero el camino borra las separaciones entre los días.

—¡Dieciséis años! —dice muy contento—. Yo también tengo dieciséis. ¿Quieres que quedemos para salir juntos?

—¿Salir juntos?

—Podemos ir a la cafetería a tomar una coca-cola.

—¿Con hielo?

—Siempre la sirven con hielo.

—Vale, salimos juntos.

Se van caminando hacia la cafetería, y Dirk insiste en cogerle la mano. Le molesta que Maury comience a seguirlos en silencio, pero ella se niega a separarse de él. La cafetería es una cafetería de verdad, con su barra y sus taburetes y reservados y todo eso, de las que ella sólo había visto en un estado de polvorienta decadencia al borde de carreteras vacías. Dirk quiere sentarse en un reservado, pero Temple no quiere dejar pasar la oportunidad de hacerlo ante la barra, así que cada uno de los tres se coge un taburete y se sientan juntos, Dirk pide tres coca-colas y, habiendo decidido comportarse como un caballero, rompe el envoltorio de la pajita de Maury antes de entregársela.

—¿Te gusta la música? —le pregunta Dirk.

—Sí. ¿Hay alguien a quien no le guste?

—Pues estamos de suerte, porque en el pueblo tenemos una tienda entera de música. Está siguiendo por la calle. Apuesto a que podría mencionar cien músicos distintos de los que no habrás oído hablar.

—Eso sería apostar sobre seguro.

—Me gusta
elrock and roll
, pero sobre todo escucho compositores clásicos: Chaikovski, Rachmaninov, Smetana… Ésa es la música de la gente realmente civilizada. ¿Has oído la novena sinfonía de Dvorak? Es la cosa más bella del mundo, y te hace sentir que cualquier cosa es posible.

Él sigue hablando de cosas que a Temple le resultan muy extrañas en su mayoría, pero ella sorbe su coca-cola y coge los cubitos de hielo de su vaso con una cuchara y los tritura con las muelas, y el mundo del que él le habla le parece muy bonito, muy curioso, aunque no concuerda exactamente con las cosas que ella ha visto ni con las personas que conoce. Aun así, a Temple le gustan sus grandes visiones y sus grandes mañanas, y no los estropearía por nada.

Dirk explica que los administradores de la ciudad tienen planes para expandirla, para mover las defensas y reconstruir la ciudad que queda fuera, edificio a edificio, hasta recuperarla por completo. Lo único que necesitan es gente que defienda los límites, y no paran de llegar nuevos pobladores, gente fuerte llena de habilidades, ingenio y amplitud de miras.

—Y cuando hayamos recuperado todo Longview —explica con gestos que se hacen más expansivos cada vez—, entonces iremos aún más lejos hacia el este, hasta que lleguemos a Dallas, y hacia el sur hasta Houston. Podemos hacerlo. Lo único que hace falta es gente. Y cuando hayamos conectado con esas ciudades, podemos marchar sobre el resto de Texas y recuperarla entera para restablecer la civilización en todo el estado, y al marchar sonará Dvorak por los altavoces, porque él escribió esa música para un nuevo mundo, que será lo que estaremos construyendo nosotros. Y muy pronto los pavos no tendrán otro sitio donde meterse más que el océano.

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