La ira de los ángeles (18 page)

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Authors: Alden Bell

Tags: #Terror

BOOK: La ira de los ángeles
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—Vamos a lo nuestro —dice él levantando la pistola hasta la frente de Temple—. Será rápido: empezarás a soñar con el cielo antes de que puedas sentir nada. Pero tal vez prefieras cerrar los ojos.

Lo hace: cierra los ojos y piensa en toda clase de cosas, en Malcolm y en Maury el bobo y en el faro desde el que podía contemplarse la inmensidad del océano, y se imagina volando por encima de aquel océano y viéndolo extenderse debajo de ella más y más allá, mientras pasa casi rozando por la superficie y va más y más rápido hasta que la velocidad lo emborrona todo y las palabras arriba y abajo dejan de tener ningún significado, y el aire se espesa y solidifica a su alrededor, y el rostro de Dios está justo ahí, levantando el morro hacia ella, y amén, dice amén, amén, amén…

Oye el disparo, y hay algo que no encaja, porque Temple sabe que no debería oír nada. Pero la cabeza no le funciona bien, y empieza a sudar copiosamente, y una parte de su mente sigue volando sobre la superficie del océano, y abre los ojos y ve ante ella a Moses Todd, que deja caer al suelo la pistola y se agarra el hombro del que brota la sangre marrón que le corre entre los dedos.

—Hijo de perra —dice empezando a retroceder y a apartarse de ella.

Entonces, saliendo de detrás, aparecen unas cuantas siluetas, deben de ser seis o siete, grandes y contrahechas, que se mueven a su alrededor y derriban a Moses Todd al suelo, donde él sigue gritando hijo de perra, hijo de perra, hasta que ella respira tan hondo que se le aparecen pequeñas explosiones de luz en los ojos, y se deja caer al suelo y se pregunta cuándo morirá realmente, porque ya está horriblemente cansada, horriblemente cansada, y Moses Todd tiene razón: ella ha contraído deudas con el mundo perfecto, y siente que ya lleva demasiado tiempo dando largas a su acreedor.

En el interior del ayuntamiento hay filas de mesas de escritorio esparcidas entre desechos de distintas épocas: portarretratos, jarras llenas de bolígrafos, polvorientas pantallas de ordenador, tiestos de cerámica con plantas de largos sarmientos muertas hace tiempo, cuyos secos zarcillos reptaron por los alféizares. Aquí y allá, por los ficheros, hay manchas de sangre seca, entre negra y marrón.

La pantalla de uno de los monitores de ordenador está rota y empotrada en ella aparece, sonriente, con gafas, la cabeza vieja y reseca de un hombre.

A Temple se la llevan a la parte de atrás del edificio, atravesando un par de puertas de vaivén y bajando por una escalera de mármol que lleva al sótano, una gran estancia en cuya pared trasera hay una serie de cinco o seis celdas. Arrimadas contra otra pared hay dos mesas destinadas a trabajar de pie sobre ellas, llenas de instrumentos de laboratorio que se mantienen en precario equilibrio, del tipo de lo que ha visto en laboratorios de meta clandestinos, pero no exactamente igual. En medio del sótano hay una mesa de metal con un reborde alto y un canalito de drenaje. Parecería una mesa de autopsias si no fuera porque está llena de improvisadas correas destinadas a sujetar el cuerpo. Y junto a la mesa de autopsias hay algo que parece una silla de dentista. El suelo de linóleo tiene pellejos de sangre reseca incrustados.

La introducen en una de las celdas y cierran la puerta de barrotes de hierro.

Temple cae de rodillas y se sube con esfuerzo a un viejo catre que está arrimado a la pared. Oye ruidos de movimiento, y gruñidos. Una de las celdas está abarrotada de pellejos que se mueven unos alrededor de otros como animales inquietos.

En la pared de su celda hay una ventana rectangular enrejada que llega hasta el techo. Temple contempla la luz que penetra por ella, y le entra sueño. El cristal de la ventana es opaco de puro mugriento, y está resquebrajado. Falta una cuña de cristal. A través de esa diminuta abertura, ve la luz del sol, limpia y brillante.

Dios le llega a uno hasta en un sótano, y al final no puede mantener los ojos abiertos.

9

—Eh, chiquilla, despierta. Es hora de levantarse.

Temple está soñando con cosas hermosas: con prados de hierba seca que le llega a la cintura, con lagos en cuya superficie puede extenderse todo lo larga que es, y flotar, y la piel tensa del agua le hace cosquillas en su piel, y ella permanece allí como una chinche acuática, dejando pasar el tiempo entre el cielo y el mar.

—Hora de levantarse, chiquilla.

Reconoce la voz aun antes de abrir los ojos. Se protege los ojos con la mano y los abre con gran esfuerzo, y lo primero que ve es la luz que entra por la ventana rectangular que se encuentra por encima de ella. Aún es de día: no ha estado dormida mucho tiempo.

—Levántate y resplandece, pirulí. Estamos en un aprieto.

Moses Todd está en la celda de al lado, agarrándose el brazo que le sangra. Temple se incorpora. La cabeza le estalla de dolor, pero ha dejado de darle vueltas.

Es capaz de levantarse sin problemas. Se despereza y camina por la celda trazando círculos para aclararse la cabeza.

Entonces oye un gemido que proviene de la celda que sigue a la de Moses Todd. Lo reconoce:

—Maury —dice, y mira más allá de Moses.

Y allí está su bobo, metiendo el brazo por los barrotes y gimiendo de modo lastimero.

—Me suponía que te habrían cogido, Maury —dice ella. Y se da cuenta de que está sonriendo, pese a que eso no hace más que empeorar su dolor de cabeza—. Pensé que me había quedado sin bobo.

Los ojos obtusos y planos de Maury le devuelven una larga mirada.

En la celda que se encuentra en medio, Moses emplea los dientes y su brazo bueno para rasgar la sábana de su catre y sacar de ella una larga tira de tela.

—Esto es conmovedor —dice él, ofreciéndole la tira de tela por entre los barrotes—. Pero ¿qué te parece si me echas una mano antes de que pierda el conocimiento?

Temple se separa de él.

—No te pienso ayudar a vendarte las heridas, Moses. Volverás a intentar matarme.

—Ya sabías que te estaba persiguiendo.

—No importa. Desángrate hasta morir, y tendré un problema menos del que preocuparme.

Moses se ríe, negando con la cabeza.

—Supongo que tienes razón —responde.

Coge la tira de tela, se sienta en el catre y empieza a envolverse el brazo con mucho cuidado. Después hace un nudo con los dientes.

Entonces se abre la puerta de la otra punta de la estancia y entran dos hombres enormes, como los que Temple ha visto antes. Tienen que agacharse para entrar por la puerta. Uno de ellos no lleva zapatos, pero sus pies están recubiertos por una excrecencia ósea articulada con tendones que unen las placas que se alargan y contraen al andar. Temple se pregunta hasta dónde llegará ese hueso por arriba. La piel de la cara está medio desprendida, dejando al descubierto un globo ocular que no se cierra nunca y que gira dentro de una cuenca gelatinosa. Parece un cadáver, algo semejante a un pellejo, pero se mueve como los demás, con rapidez y determinación humanas.

El hombre que lo acompaña está menos descompuesto. Tiene la piel agrietada por muchas partes y el pelo le cae en mechones, pero Temple no distingue en él ninguna excrecencia ósea.

El que carece de zapatos avanza con determinación hacia los barrotes de la celda de Temple. Al andar, sus pies óseos producen un taconeo en el linóleo.

—La chica está despierta, Bodie —le anuncia. Se agarra a los barrotes de la celda e interpela a Temple.

—Chavala, casi matas a Millie del susto. ¿Por qué demonios has querido aterrorizar a una niña tan encantadora como ella? ¿Por qué has ido a meterte en su lugar de juegos? En su pequeña alma, esa niña tiene madera de verdadera y afectuosa madre. Querer estropear una cosa así no es más que una maldad repugnante. ¿Le tienes envidia porque ella tiene una familia que la quiere?

El ojo gira en la cuenca, humedeciéndose por sí mismo.

—Yo no tengo ningún interés en su guardería de nenas —explica Temple—. Y era ella la que llevaba el arma.

—Bueno —dice él señalando la daga de los gurkhas que descansa en la mesa en medio de todo el equipo de laboratorio—: supongo que eso que tenemos ahí son florecillas silvestres. Mamá no está muy contenta contigo, chavala. Lo que me parece es que tienes envidia. Pero la familia es una cosa férrea. No la deshacen los extraños.

—Cállate, Royal —le dice Bodie—. Sólo hemos venido por una dosis, así que siéntate.

El que se llama Royal se queda mirando a Temple un rato más con su ojo que no se cierra, y después se dirige a la silla de dentista, donde se sienta del revés, a horcajadas, abrazando el respaldo del asiento y apoyando la cara en el reposacabezas.

En la mesa, Bodie coge una jeringuilla y la llena con el líquido claro que saca de un vaso de precipitados que estaba colocado bajo una de las pipetas. Saca las burbujas de aire dando unos golpecitos y se acerca adonde está sentado Royal.

—¿Preparado? —le pregunta.

—Clávamela —responde Royal.

Bodie se inclina e introduce con cuidado la aguja en la nuca de Royal, junto a la base del cráneo, y a continuación aprieta lentamente el émbolo, mientras el cuerpo entero de Royal se tensa como un músculo contraído.

—Me cago en la puta mierda —dice Royal por entre los dientes apretados cuando todo ha acabado. Su cuerpo entero parece tan tenso como si estuviera a punto de reventar, y su piel fina y floja tiembla y se resquebraja en pequeñísimos reventones. Al cabo de unos minutos, su cuerpo se distiende y recupera la respiración normal.

—Ahora me toca a mí —dice Bodie, y se cambian de sitio.

Cuando Bodie recibe la inyección no dice nada, pero Temple ve cómo debajo de la ropa le tiemblan los músculos de pura tensión.

—Señor, señor —dice Royal caminando en círculos por el sótano—. Esto es puro fuego, Bodie. Ahora mismo… ahora mismo me podría follar el mundo hasta abrirle un buen agujero. Se lo juro a Dios omnipotente: me podría follar el mundo hasta abrirle un nuevo Gran Cañón yo solito.

—Tranquilízate, Royal. Tenemos cosas que hacer. Trae uno de esos para mamá.

Royal regresa a la mesa y llena una jeringuilla con el doble de cantidad de la que se pusieron ellos. Después, gritando y haciendo sonar los pies contra el suelo, sale del sótano tras Bodie.

—¿Quieres intentar adivinar qué era eso? —dijo Moses Todd tras salir los dos hombres.

—Nunca había visto nada que se pareciera a ellos.

—Yo tampoco, la verdad.

—Babosas no son.

—Eso desde luego.

—Entonces, ¿qué son?

Moses Todd se encoge de hombros.

—¿Mutantes? —propone.

—Bueno —dice ella—, no son la cosa más linda que haya visto nunca.

—En eso estamos de acuerdo, corderita.

—¿Qué crees que será lo que se chutan? —pregunta ella—. Meta no es…

—Parece alguna pócima de invención propia. Lo que me pregunto es si tendrá algo que ver con su tamaño y su aspecto.

—¿Qué quieres decir, que se pueden haber metamorfoseado ellos mismos?

—Lo único que digo es que no me verás echándole un poco de eso a mi café del desayuno.

Ella mira hacia atrás. Al otro lado hay una celda vacía, y después viene la que ocupan los pellejos, siete en total, que caminan en círculo, chocando unos contra otros como ciegos.

—¿Para qué piensas que pueden guardar a las babosas? —pregunta ella.

—No lo sé —responde él—. Tal vez las empleen para algo. A lo mejor se las comen. Ya lo he visto en alguna ocasión.

—Sí —dice ella—. Yo también.

—Si uno piensa en abominaciones, ésa se lleva la palma —dice él moviendo la cabeza hacia los lados en gesto de negación—. Se supone que la cadena alimentaria debe ir en un solo sentido, si me preguntas mi opinión.

Temple se calla. Se acuerda de los cazadores que conoció, y de aquel plato de carne salada que sabía a romero.

Moses Todd lanza un suspiro:

—Bueno, ya estoy harto de especulaciones —comenta—. Y creo que estoy listo para salir de aquí.

—¿Qué vas a hacer, doblar los barrotes?

—No lo sé. Algo haré.

—Genial. Cuando tengas un plan, hazme saber en qué consiste. Mientras tanto, me voy a echar otro sueño.

Más tarde entra la niña, Millie, la del bosque. Lleva una barra de pan que desgarra en tres trozos e introduce por los barrotes de cada una de las celdas. A continuación abre una bolsa y saca de ella tres mazorcas crudas que introduce también por los barrotes.

—¿Qué pensáis hacer con nosotros? —le pregunta Moses Todd.

Pero la niña no responde.

—Bueno, es que no podemos quedarnos aquí. Tenemos sitios a los que volver.

Ella se va sin responder nada.

Temple llama a Maury y levanta su mazorca. Le muestra cómo se pela y le dice que haga lo mismo con la suya.

El sol desciende, la ventana rectangular se apaga. Temple se duerme.

Noche profunda; se oye el sonido de la pesada respiración de Maury y el inagotable deambular de las babosas arrastrando los pies. Temple está tendida en su catre, pensando que el mundo que la rodea está tan oscuro que no hay diferencia entre tener los ojos abiertos o cerrados. Su mente entra y sale de sueños enmarañados y tan superficiales que tienen dificultades para abandonar los muros del sótano en que se halla.

En cierta ocasión, proveniente de la negrura de carbón de la celda de al lado, Temple oye el chirrido de los muelles del catre, y la voz de Moses Todd, poco más que un susurro, que la llama:

—Eh, chiquilla, ¿estás despierta?

—Sí.

Eso parece agradarle durante un instante: la confirmación de que ella está desvelada, la fraternidad de los insomnes.

Entonces le pregunta:

—¿En qué piensas?

—¿Yo? No pienso en nada. Si quieres una historia para dormir, Moses, has dado con la persona menos adecuada.

—Bueno —dice él—. Vale.

Ella espera volver a oír su voz, pero la voz no llega, y la oscuridad pronto empieza a preocuparla, metiendo los dedos por todos los recovecos de su desvelado cerebro.

Al cabo de un rato, pregunta:

—¿Por qué? ¿En qué pensabas tú?

Le oye respirar una vez muy hondo.

—Bueno —responde—. Nada más que en algo que vi una vez, hace mucho tiempo.

—¿Qué fue?

—Fue en un lugar llamado Sequarchie —responde él pronunciando muy despacio las palabras—. Está en Tennessee. Pasaba yo por allí y vi a una chica que estaba delante del hospital, sentada en el bordillo de la acera y apoyada contra una boca de incendios. Se negaban a atenderla porque la habían mordido. En el cuello tenía arrebujada una camisa de hombre. La franela de la camisa ya estaba completamente empapada, y la chica seguía tratando de encontrar un trozo limpio que empapar con la sangre, pero no quedaba ya ni un cachito, así que la utilizó simplemente para apretar. Esto ocurrió poco después de que comenzara todo, así que las cosas resultaban muy confusas. Y esa chica, que debía de tener dieciocho o diecinueve años, acababa de bajar de las colinas donde vivía, y ni siquiera había oído las noticias de que los muertos habían empezado a levantarse. Yo entonces era joven, de su misma edad exactamente, me parece.

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