—Bueno, me imagino que podremos pasar por cualquier sitio por el que hayan pasado ellos —comenta Temple—, y prosigue hacia el oeste, por la carretera de las marismas.
La carretera no tarda en ascender sobre unos pilares de hormigón, y a sus pies la marisma se convierte en un lago de agua espesa y salobre. En la superficie el limo verde forma lentos remolinos. La carretera termina a mitad del puente, pues el firme de asfalto se ha desgarrado y caído con toda la mugre. Temple detiene el coche y se queda observando el otro lado de la brecha, cien metros más allá, allí donde prosigue el puente, con el hormigón doblándose como una antena de aluminio. Entonces da la vuelta con el coche, regresa por donde ha venido y se mete por una carretera secundaria que parece probable que circunde el lago por el sur. La carretera sigue el curso de un estrecho río de aguas marrones, cuyos bordes están llenos de maleza, tazas de plástico y otras viejas basuras que han quedado enganchadas en las espinosas ramas de los arbustos.
En una curva, Temple ve la cosa a lo lejos. Al principio le parece un hombre en medio de la carretera, o una babosa, y a medida que se acerca ve que la cosa es demasiado grande. Tiene la apariencia de un hombre, pero no cabe duda de que mide entre dos metros y dos metros y medio. Avanza pesadamente, como un fantasma, balanceando los brazos como si fueran gruesas cadenas. Cuando aquella cosa oye el coche a sus espaldas, vuelve la cabeza y Temple le ve el rostro: un rostro humano pero desfigurado, en el que una parte del cráneo ha quedado al aire, un ojo desmesuradamente abierto y el otro completamente cerrado, como vencido por el sueño, y una palidez de musgo o de podredumbre. Pero no se trata de una babosa, pues cuando ve el coche se esconde entre los árboles con un extraño trote lateral.
—Pero ¿qué demonios era eso? —se pregunta.
Llega al punto de la carretera en que la cosa se escondió, y aparca el coche. Se asoma por la ventanilla para escudriñar la hilera de árboles, pero no hay nada más que ver.
—¡Eh! —grita dirigiendo la voz hacia la densa maleza—. ¡Eh, abominable hombre de las nieves! ¿Me oyes? ¡No tengo intención de hacerte ningún daño!
Junto a ella, en el asiento del copiloto, Maury empieza a emitir un lamento largo y bajo, carente de sentido.
—Calla —le dice ella—. No vamos a tardar en ponernos en marcha, pero quiero enterarme qué demonios era ese gigante. A veces los milagros se esconden tras un aspecto desagradable.
Abre la puerta y sale del coche, poniéndose el sombrero panamá y cogiendo en la mano la daga de los gurkhas. En el coche, Maury prosigue su largo lamento.
—Vamos, Maury —le dice ella—. Cállate ya, ¿quieres? Quiero oír al mostruo.
Se sale del asfalto para meterse en medio de una maraña de hierbas que le llega al hombro. Está a punto de caer la noche, pero las chicharras no han empezado todavía a cantar. En su lugar, el canto de los pájaros cruza los aires de manera constante pero entrecortada.
—Vamos, monstruo, sal de ahí —grita ella con voz potente—. Eres una criatura de Dios. No tienes motivos para esconderte.
Abriéndose camino por entre las ramas entrelazadas, sale a un claro y encuentra una vista que la hace enmudecer. Y no sólo se queda en silencio su voz, sino también cada parte de ella, como si lo más hondo de sus entrañas enmudeciera de la impresión.
Primero piensa que se trata de una hilera de niños muertos puestos en fila, pero a continuación ve que no son más que sonrosadas muñecas de plástico. Muñecas bebé, algunas desnudas, otras vestidas con restos de ropa sucia, descolorida por la lluvia; unas con guedejas de falso pelo, y otras calvas, con el flequillo pintado. Y no todas están enteras. A un par de ellas les falta un brazo, otra no tiene brazos ni piernas, otra es nada más que un torso que yace como un rombo carnoso en la tierra atestada. La mayoría descansa en cunas hechas con ramitas, teniendo hojas a modo de almohada. Una de ellas ha recibido un golpe y se ha quedado torcida: las ramitas se han esparcido y la muñeca yace boca abajo, con su vestidito rosa de encaje tieso, con restos de juncos, torcida y exponiendo las piernas que se tuercen hacia atrás en una postura antinatural.
La repulsión que le produce aquella escena es algo que nota en la parte de atrás de la garganta, como si lo que estuviera viendo fuera algo impuro, una conjunción de caos y orden en una disposición forzada en la que todo se halla tenso o torcido de manera absurda, como aquellas piernas de bebé.
Oye tras ella una respiración: una inspiración áspera y agitada. Pero su mente anda vagando por lugares más oscuros, y cuando regresa ya es demasiado tarde. Se gira para ver la cara de alguien que le saca más de medio metro de altura, un ser esquelético y horrible, medio despellejado, y que muestra huesos grises, secos y sucios, dientes sin encías, ojos inteligentes. A continuación ve el brazo como una rama de árbol que se alza sobre ella, aferrando una piedra en la mano.
Y cuando la mano desciende, la mente de Temple estalla en luz.
Cuando Temple despierta, ya ha caído la noche: los grillos y los sapos arbóreos arman bulla, y el cielo sigue gris con los restos de luz de un sol ya hundido. Temple trata de ponerse en pie, pero la cabeza se le va hacia los lados sin que pueda controlarla, así que se asienta con firmeza y aguarda a que se le pasen las palpitaciones y las náuseas. Localiza el punto en la parte de atrás de la cabeza en que le ha salido el chichón. Tiene los dedos ensangrentados, y siente que ya han comenzado a formarse postillas. Se encontrará bien en cuanto el mundo deje de dar saltos a su alrededor.
Oye algo que se mueve tras ella, y al darse la vuelta descubre una niña con coletas que está medio escondida tras el tronco de un árbol, y que daría la impresión de tener siete u ocho años si no fuera porque es al menos tan alta como ella: algo así como un bebé crecido desmesuradamente y ataviado con un vestido a cuadros.
La niña mira desde detrás del tronco del árbol, y clava nerviosamente sus gruesas uñas en la corteza.
Temple la mira con atención, tratando de enfocar correctamente con los ojos.
—¿De dónde has salido tú, pequeña? —le pregunta Temple.
—Del pueblo.
Temple oye a lo lejos el motor del coche, que sigue en marcha.
—¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?
La niña no responde. Sigue con los ojos fijos en ella, y continúa clavando las uñas en la corteza del árbol.
—Vamos —dice Temple—. No te voy a hacer daño. ¿Por qué te escondes ahí?
La niña no dice nada.
—¿Has visto al monstruo? ¿El que me golpeó? No tienes que preocuparte: no voy a dejarle que te atrape.
La niña mira a su alrededor, pero no parece que tenga miedo. Murmura algo que Temple no oye del todo.
—¿Qué…? ¿Qué has dicho?
La niña lo repite en una voz curiosamente profunda pero al mismo tiempo delicada:
—He dicho que te voa matá.
Por primera vez Temple ve que hay algo extraño en los dientes de la niña: en vez de estar dispuestos todos en fila, apuntan hacia todos lados, y algunos de ellos incluso le sobresalen de los labios aunque tenga la boca cerrada.
—Voa matate —repite la niña.
—¿Por qué me quieres matar?
—Tú no ere de lo mío.
—¿De lo mío? ¿Qué es eso?
—Tú no ere de lo mío.
—¿De los míos? ¿Quieres decir que no soy de los tuyos?
—Voa matate.
—Yo no pienso lo mismo, niña. Ve a jugar a otra parte. Ya es hora de que me levante y resplandezca.
Temple se pone en pie, balanceándose con los brazos extendidos como un funambulista sobre la cuerda floja.
Cuando se estabiliza, alza la mirada y ve que la niña ha salido de detrás del árbol. Por primera vez distingue cabalmente el gigantesco tamaño de la niña, que es gruesa como un tronco andante. Hay algo extraño en su brazo, y al mirarlo más detenidamente se da cuenta de que la piel de la mano y el antebrazo se le ha desprendido y están al descubierto los huesos, los tendones, la carne y los músculos amarronados. No parece que se trate simplemente de una herida: puede ver cómo se distienden y tensan con fuerza. En ciertas zonas incluso parece haberse formado sobre el brazo una fina costra blanca.
Y eso por no mencionar el largo cuchillo de cocina que sujeta con la mano despellejada.
—Voa matate.
—Calma, señorita.
La niña se le acerca con el cuchillo en alto. Temple le pone la zancadilla y esquiva el cuchillo, pero recibe en su propio cuerpo todo el impacto de su cuerpo de gigante. Cae al suelo y se queda sin aliento. Tosiendo, se pone en cuclillas de un salto. La cabeza le da vueltas. La niña está en pie, por encima de ella, con el cuchillo en la mano.
—Para, pequeña —le dice Temple—. O no tendré más remedio que hacerte daño.
Pero la niña alarga la pierna y le da una patada a Temple en el pecho. El impacto es como el de un mazo que la derribara hacia atrás. Se arrastra para escapar de la niña, que avanza hacia ella. Ve los huesos de los dedos que se tensan en torno al mango del cuchillo.
Entonces surge la voz de un hombre de entre los árboles:
—Millie, ¿qué demonios estás haciendo, niña? Sólo te dije que la vigilaras hasta que yo volviera.
Es un hombre distinto del que había visto antes, pero grande como aquel, con la piel gris arrancada por algunos sitios, y uno de los párpados cerrado y cosido sobre la cuenca vacía.
Señala el cuchillo que la niña lleva en la mano y comenta:
—Mamá te va a matar si se entera de que has andado revolviendo en la cocina. Venga, que mamá ha dicho que nos llevemos también a ésta.
Y la levantan uno por cada lado. Temple percibe el sucio olor de la podredumbre de la piel de ambos. La cabeza se le cae hacia los lados y el estómago le hierve. Trata de utilizar las piernas para mantenerse en pie, pero la mayor parte del tiempo arrastra los pies por el suelo.
Se la llevan a la carretera, y ella nota, por entre la bruma de sus ojos, que el coche está vacío. Maury no está. Se pregunta dónde puede haberse metido. Se pregunta también, de un modo vago, si se lo habrán llevado ellos.
Por la carretera llegan a un pueblo que es poco más que un cruce de carreteras con algunas tiendas pequeñas de ladrillo alrededor. Percibe que los pies chocan contra los raíles de una vieja vía de tren que va de este a oeste, una de cuyas largas barreras de madera con rayas rojas apunta derecha al cielo que se oscurece, mientras que la otra está rota a medio metro de la base.
Trata de caminar por sí misma, pero tropieza y tiene que dejar que la lleven. Le duelen los hombros, y los brazos le pican allí donde la aferran las manos de huesos descarnados.
Las calles están vacías. La arrastran en dirección a un edificio que hay en la esquina. Tiene pinta de ser el ayuntamiento o algún edificio municipal. Hay un letrero sobre la puerta, pero Temple no entiende las palabras.
Entonces, detrás de ellos, se alza una voz que le resulta conocida: una voz de hombre.
—Un segundito nada más —dice la voz.
Las manos la sueltan, y ella cae primero de rodillas y después hacia delante. La cabeza le da vueltas, y también el estómago. La grava de la calzada se le clava en las palmas de las manos. Necesita todas sus fuerzas, pero se vuelve y levanta la cabeza lo suficiente para poder ver.
—Moses Todd —dice.
Es él, sin duda. Ahí está plantado, como una especie de vaquero en medio del cruce. Por encima de su cabeza se balancea levemente un semáforo roto, y al final del brazo extendido una pistola apunta al hombre que se yergue por encima de ella.
—Apártate de la chica —dice Moses Todd.
Pero algo sucede: el hombre del párpado cosido se coloca repentinamente tras ella, le aferra el cráneo con las manos y la levanta del suelo, de manera que Temple tiene que alargar las manos para sujetarse a las muñecas de él y evitar que se le rompa el cuello.
—Baja esa pistola —dice el hombre con voz engolada y potente, justo detrás de ella—. Bájala o la mato.
Moses se ríe y sigue apuntando con la pistola.
—Mira en qué berenjenal te has metido, chiquilla. Parece que todo el mundo quiere participar un poco de tus estertores.
—Juro que voy a matarla —repite el hombre empezando a dislocarle la cabeza hacia un lado.
Entonces Moses Todd levanta la mirada desde Temple hasta el hombre, y una expresión de seriedad aparece en su rostro.
—No eres tú quien tiene que matarla —le dice—. Me pertenece.
La pistola dispara su proyectil. Temple siente una humedad que le rocía la parte de atrás de la cabeza, las manos que la aferraban se aflojan, y ella cae al suelo y mira hacia atrás y ve el cuerpo del hombre desmoronado sobre el asfalto, con la parte de atrás de la cabeza abierta y desparramada y un informe agujero en la cabeza, allí donde se encontraba antes la mejilla izquierda.
Millie, la niña, que estaba al otro lado de ella, escapa corriendo por la esquina del edificio de ladrillo.
Temple logra levantar el cuerpo lo suficiente para quedarse sentada. Bajo el cuerpo, las rodillas están entumecidas.
Moses Todd se acerca y su cuerpo se yergue delante de ella. La mira desde lo alto, casi con tristeza.
—Te ha llegado la hora, chiquilla. Te dije que harías bien en matarme tú a mí.
—Sí que lo dijiste —responde ella, intentando averiguar en qué parte de su cuerpo está oculta en aquel momento toda su fuerza—. Claro que lo dijiste.
—Creo que ahora tu vida me pertenece por partida doble —comenta él—. Me pertenece porque me la debes, y porque acabo de heredarla.
—Creo que sí.
—¿Tienes algo más que decir?
La cabeza le da vueltas, como el contenido de una cazuela al removerlo con la cuchara. Intenta encontrar en sus brazos algún resto de fuerza, pero no lo logra: los brazos le cuelgan, lacios, a ambos lados del cuerpo. Está agotada. Nunca en toda su vida se ha encontrado tan cansada, y eso es decir bastante, porque a lo largo de su vida se ha cansado mucho.
—No te preocupes por eso —le dice ella—. Creo que me hubiera gustado ver las cataratas del Niágara, habría estado bien. Pero tampoco importa mucho.
—Las cataratas del Niágara… ¿Y eso por qué?
—Ahí me pillas. Lo único que sé es que son grandes. Una de las maravillas de Dios.
Moses Todd asiente con la cabeza.
—Sí —responde.
Temple levanta la vista hacia él, y ve que las comisuras de la boca se le estiran en algo que parece una sonrisa, una sonrisa que dice: vale, me rindo ante tu efímera candidez infantil. Y Moses Todd lanza un profundo suspiro y mira hacia donde la carretera se pierde en la lejanía.