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Authors: Alden Bell

Tags: #Terror

La ira de los ángeles (16 page)

BOOK: La ira de los ángeles
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—¿Qué vas a hacer, chiquilla? ¿Le vas a decir a tu tonto que me pise?

Sin levantarse de la butaca, Albert alarga el brazo hacia la puerta de la casucha, saca una escopeta que debía de estar justo al entrar, y le apunta con ella.

—Ahora andando —le dice—. Porque no soy mal hombre te dejo que te lleves una tarrina de bayas.

—Porque no eres mal hombre es por lo que no voy a matarte.

—¿Qué…?

Albert baja la guardia un instante, intentando comprender por qué no está asustada. Y es entonces cuando Temple agarra el cañón de la escopeta y tira de ella hacia delante para sacarle el dedo del gatillo. Entonces empuja con toda su fuerza la escopeta para meterle la culata en la barriga. Albert se agarra el estómago y se cae de la silla. Entonces ella pone la escopeta en horizontal y le coloca una rodilla sobre el pecho, cruzándole la escopeta sobre la boca y hudiéndosela hasta la garganta.

—Ahora te diré lo que voy a hacer —le explica—. En primer lugar, voy a entrar ahí y a coger las dos tarrinas de bayas payas que me corresponden según convinimos. En segundo lugar, me iré al gallinero para coger la docena de huevos del trabajo que Maury ha hecho para ti. En tercer lugar, me tomaré una jarra de esa limonada que tienes, para quedar en paz y no odiarte por las ofensas que hemos soportado. ¿Lo has entendido?

Él asiente con la cabeza, jadeando por la falta de aire. Temple se pone en pie y baja los peldaños del porche.

—Y ahora, ¿por qué no te echas ahí un rato? —le dice—. No tardarás mucho en recuperar el aliento.

Al otro lado de la casa, el hombretón sigue partiendo leña con obtusa precisión.

—Maury —lo llama ella—. ¡Maury! ¡Ya puedes dejar de partir leña! Volvemos a la carretera.

Después, en el coche, ella le pone a Maury una tarrina de bayas en el regazo.

—Cómetelas. Te gustarán. Te puedes comer la tarrina entera si quieres: es para ti. Nos ha dado una para cada uno. ¡Vamos!

Temple coge una y se la lleva a la boca para enseñarle cómo se hace.

—¡Mmm! No sé cuánto tiempo hacía que no tomaba bayas payas. Ese Albert puede que sea un sinvergüenza, pero sabe cómo cultivar algunas plantas, ¿verdad? Vamos, cómete una.

Maury se lleva a la boca una de las bayas y su rostro adquiere una expresión de amargura. Abre la boca todo lo posible, como si esperara que aquella cosa saliera volando por sí sola.

—¿Qué pasa, es que no te gusta? Te lo juro, grandísimo bobo: no sabes distinguir las cosas buenas de la vida. Ya tienes algo en lo que trabajar. De acuerdo, escúpela. Mira, aquí tienes un trapo. Intenta no armar tanto estropicio con todo lo que haces.

Maury escupe la baya y se restriega la lengua con el trapo, pero sigue encogido y empieza a exhalar un gemido bajo semejante al llanto, aunque sin lágrimas.

—De acuerdo, de acuerdo —dice ella—. Pero ahora cállate.

El gemido prosigue, bajo pero prolongado.

—Te he dicho que te calles. Mierda, ¿es que te crees que te quería envenenar, o qué? Mira, bebe un poco de esa limonada, que sé que te gusta. Pero no te la bebas toda o te dejo en la cuneta. ¿Lo has entendido, Maury?

Maury bebe, y el gemido cesa. Su mirada recupera la inexpresividad.

—Señor, Maury, eres todo un diablillo, ¿a que sí? Ruega para que Jeb y Jeanie Duchamp sepan qué hacer contigo, porque son tu última oportunidad. Porque, sean como sean, te dejaré con ellos.

Siguen recorriendo camino en su coche. Temple se asegura de llevar de frente el sol poniente y el sol naciente detrás. En algunos tramos de autovía, se puede ir tan aprisa como si uno volara, pero también se puede quedar uno atrapado fácilmente en una maraña de pasos elevados ahora derrumbados y masivas colisiones de coches, como antiguos túmulos de metal y restos de tapicería.

A veces es preferible seguir por carreteras secundarias, donde son mayores las oportunidades de coger un desvío.

Y aunque sabe que es imposible, sigue esperando que al mirar atrás pueda ver en cualquier momento el coche negro de Moses Todd siguiendo su rastro.

«Mississipí» es una de las palabras que reconoce al verla, con todas esas culebrillas en fila separadas por rayas verticales. Ve un letrero en el que pone «Mississipí», y no se sorprende. Los árboles que bordean la carretera han sido invadidos por el kudzu, que es como una manta verde echada por encima de todas las formas de la Tierra. Pasando por entre los pueblos, Temple encuentra en los árboles cabañas torcidas y con el suelo podrido, toboganes de plástico derribados en el jardín de delante de las casas, y comunidades enteras impregnadas del olor de la verbena y la madreselva. Por todas partes, en los tramos en que ascienden y descienden las carreteras secundarias, las desoladas plantaciones han quedado invadidas hace tiempo por malas hierbas y flores silvestres, que sirven de alimento a caballos sin montura que se desplazan en manadas, y a vacas que no paran de mugir, y que plantan su silueta en el horizonte, sobre la cima de una colina.

Justo a la salida del centro de una ciudad de Mississipí, se encuentran con un gran edificio de mármol que tiene columnas en la fachada, como la mansión de una plantación, sólo que con muchas columnas. Las puertas de delante están firmemente cerradas, así que tienen que rodear el edificio hasta que encuentran una ventana que pueden romper y que se encuentra lo bastante alta para que las babosas no puedan entrar por ella. Le explica a Maury que debe acercar un contenedor para subirse a él y de ese modo alcanzar la ventana.

—Es un museo —le dice una vez dentro—. Eso es lo que fue este edificio. Venga, Maury, vamos a edificarnos.

A decir verdad, el lugar la pone un poco nerviosa con todas aquellas complicadas estancias que serpentean unas en torno a las otras como en un laberinto. A ella le gustan las situaciones en las que sabe por dónde tiene que echar a correr si tiene necesidad de hacerlo. Pero todo está tranquilo. Parece como si el lugar no se hubiera abierto en veinte años o más. Se pasean de una estancia a la otra, colocándose delante de los cuadros. Algunos de ellos no parecen más que manchas de color sobre el lienzo, y ésos son los que más le gustan a Maury, cuyos ojos se impregnan del color y de las gruesas texturas de la pintura.

Temple lo sorprende poniendo la palma sobre uno de los lienzos, como para apreciar su temperatura.

—No se toca, Maury.

Temple le coge el grueso brazo y se lo baja.

—Esto es arte, Maury. No se puede tocar. Estas cosas tienen que durar un millón de años para que la gente del futuro pueda saber algo sobre nosotros. Podrán mirarlas y enterarse de cuál era nuestra idea de la belleza.

Maury la mira con esos ojos distantes y vacíos. Después vuelve a mirar el cuadro.

—Tú y yo no somos entendidos en nada. La mayor parte de estos cuadros no los podemos entender porque no fueron pintados para gente como nosotros. Pero antes o después vendrá alguien que sepa interpretarlos, y será como encontrar un mensaje proveniente de otra civilización. Así es como funciona la cosa, ¿te das cuenta? Así es como la gente se comunica a través del tiempo. ¿No te maravilla?

En otra habitación Temple ve un cuadro que parece simplemente un grupo de árboles, como un bosque o algo así, pero después descubre en lo profundo del bosque una pequeña cabaña multicolor, apenas visible entre los troncos de los árboles. La luz que hay en el cuadro es algo que ella no sería capaz de explicar. Delante parece como de noche, pero a lo lejos, donde se encuentra la cabaña, parece de día. Temple se queda mucho tiempo mirando aquella cabaña, y la mente se le llena con su forma, con la paz que contiene. Es un lugar al que le gustaría ir si supiera cómo llegar a él.

Retira los ojos de allí. Sabe que si sigue mirando demasiado tiempo el cuadro, le entristecerá después pensar cómo son en realidad las cosas.

En la tienda del museo encuentra algo para Maury: un bolígrafo con un caballo y un carruaje dentro que se mueven hacia atrás y hacia delante cuando ella lo inclina.

—Mira este boli mágico que te he encontrado —le dice moviéndolo delante de sus ojos para que Maury pueda ver cómo funciona. Éste fija los ojos muy intensamente, como si quisiera meterse en el carruaje, dentro del boli.

—Vamos —dice ella entregándoselo—. Te lo puedes quedar. Es un regalo. Quién sabe, a lo mejor hoy es tu cumpleaños.

Por la noche encuentran un lugar donde dormir: estructuras que pueden defender, tejados a los que pueden trepar. Contemplan las estrellas, y Temple inventa historias sobre lo que sucede en diferentes tierras que giran en círculo alrededor de diferentes soles. Maury se duerme con facilidad, como si ése fuera su estado natural, y la vigilia, una cotidiana tarea que le cuesta esfuerzo mantener. A Temple, sin embargo, le cuesta conciliar el sueño. En esas ocasiones le gustaría saber tocar la armónica, o la guitarra, o el birimbao. Se acuerda del faro, de sus revistas, de cómo retiraba las redes por la mañana y recorría el contorno de la isla como si fuera el perímetro de todas las cosas. Después su mente se llena de otras cosas: un ruidoso desfile de recuerdos que la frustran a causa de la manera en que se presentan. Esos recuerdos le dan la impresión de que ha vuelto allí en aquel preciso instante, y de que tiene la oportunidad de elegir una cosa diferente a la que eligió entonces. Pero no es así, porque no son más que recuerdos, y están fijados de modo permanente, como grabados en mármol, y por eso se ve condenada a verse hacer las mismas cosas una y otra vez. Y no puede haber mayor condena.

Se ha acostado con la cabeza puesta sobre el pecho de Maury. En contraste con otras cosas desastrosas, el latido de su corazón es firme y constante.

Por el día continúan su camino.

—Me gustaría que supieras leer, Maury. Me refiero a que… Echa un vistazo a ese lago.

La carretera se abre, y se encuentran yendo por la orilla de una reluciente masa de agua. A través de los árboles, Temple ve el sol que centellea en la rizada superficie. Al acercarse, el agua se ensancha y la orilla opuesta se retira, hasta que apenas pueden ver las casas y muelles del otro lado.

—Mira qué pareja —comenta Temple—. Sería de mucha utilidad que al menos uno hubiera aprendido a leer.

Ella lo mira: Maury tiene los ojos fijos en el horizonte.

—A la mierda —dice ella—. ¿Quién sabe? Tal vez tú sepas leer, pero como no sabes hablar… el caso es que no nos sirve de nada.

Le gustaría ver gente allí, nadando en el lago, disfrutando de él.

—Lo que quiero decir es que es una cosa bonita lo que tenemos ahí delante —dice—, y me apuesto a que también tiene un nombre bonito, algo como Lago del Palacio de Cristal, o Lago del Cielo Brillante, o algo así, y me apuesto a que ese letrero de ahí nos lo diría si supiéramos entenderlo.

Lanza un suspiro.

—No —dice ella—. Ni tú ni yo conocemos los secretos del lenguaje. Menos mal que aprendí algunas canciones cuando era niña, y tienes suerte de que tenga voz de ángel. Mira, bobo, voy a soltarla:

¡Sácame del partido,

sácame de la multitud!

¡Cómprame cacahuetes y chuminadas!

Me da igual si no vuelvo,

así que… ¡pi, pi, pi por los de casa!

¡Si no te importa, es una pena
,

porque con uno, dos, tres errores
,

te has salido del partido
!

Cuando el depósito está a medias, se detienen en cada gasolinera para ver qué surtidores siguen funcionando. Le gusta ese olor del combustible quemándole en la nariz.

En una estrecha carretera de dos carriles, se cruzan con una ranchera. Una mano que sale por la ventanilla les hace señas, y los dos coches se detienen en medio de la carretera, uno al lado del otro. Temple echa mano a la pistola y baja el cristal de la ventanilla. Van un anciano y una joven en los asientos de delante, y en los de atrás dos mujeres y una niña. La niña la mira por encima de los respaldos, con el pulgar en la boca y una muñeca de cara sucia ahogándose bajo el brazo.

La familia viene de Lafayette, y se dirige a Slidell por Baton Rouge. Ha oído que allí hay un reducto de supervivientes, y en el lugar de donde vienen las cosas se están poniendo muy duras.

Los ojos de la niña, hipnóticos y somnolientos, encuentran los de Temple y por un momento ambas se miran fijamente.

—Escucha —dice el conductor inclinándose hacia Temple a través de la ventanilla y bajando la voz—. ¿Tienes munición de escopeta? A nosotros sólo nos queda un puñado de cartuchos.

—¿De qué tipo? —pregunta Temple.

—Del doce.

—Lo único que tenemos es del veinte.

—¡Ah…!

—Eh, ¿a la niña le gustan las bayas payas?

—No las ha probado nunca.

—Aquí tienen —dice Temple, entregándole el cuarto de tarrina de bayas que quedan a través de la ventanilla—. Recién cogidas hace un par de días.

—Te lo agradecemos mucho —responde el hombre cogiendo la tarrina—. Nunca le hemos dado muchos caprichos.

—No hay de qué. Yo me he puesto las botas, y a este bobo mío no le gustan. Pero que no se las coma todas de una vez, o le darán cagalera.

—¿Adónde vais vosotros?

—Al oeste.

El hombre le dice que debería coger la carretera de la orilla del río hacia el norte, hasta la 190, en vez de seguir por la carretera por la que va.

—Son unos kilómetros más —dice él—, pero es más seguro. Nosotros acabamos de cruzar el río Atchafalaya. Hay algo al otro lado, una especie de ciudad. Es mejor que no paséis por allí a menos que no tengáis más remedio. Hemos visto cosas…

—¿Qué cosas? ¿Babosas?

—No sé lo que eran —responde el hombre—. Lo único que sé es que eran grandes. No me entraron ganas de aflojar la marcha para mirar de qué se trataba.

Temple le da las gracias y vuelve a mirar a la niña que va en el asiento trasero. La maraña de su cabello rubio cae sobre la muñeca.

—Bueno, me parece que vamos a seguir —dice el hombre—. Hace un buen día para conducir. Un día hermoso.

Los coches se alejan uno del otro, y ella puede ver cómo la ranchera se va haciendo más pequeña en el espejo retrovisor, invirtiendo el reflejo de su propio avance, como si aquel coche fuera el suyo que retrocediera en el tiempo, y las horas fueran carreteras de doble sentido.

Marismas, largos trechos de terreno pantanoso y estéril carrizo balanceado por las cálidas brisas, de vez en cuando algún cuerpo que se pudre en la mugre, localizado ya por las aves carroñeras. Hay un pellejo que se ha visto atrapado, incapaz de moverse, hundido en el barro hasta el cuello, y ha puesto los brazos en cruz como para mantenerse a flote, pero permanece inmóvil, sin nada a lo que echarle el diente en aquel lugar de ciénagas y hierbas raquíticas. Llegan a una pequeña carretera, llena de surcos, que conduce a la derecha. Supone que esa es la carretera de la orilla del río que le ha mencionado el hombre, pero está en muy mal estado, y una pequeña cabaña se ha derrumbado sobre ella: puede verla a lo lejos.

BOOK: La ira de los ángeles
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