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Authors: Alden Bell

Tags: #Terror

La ira de los ángeles (15 page)

BOOK: La ira de los ángeles
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—Por la abuelita Grierson.

—¡Por Richard, el concertista de piano!

—¡Por Richard!

Y siguen brindando por el padre y por Johns y por Maisie y por el bobo, y uno por el otro, y por todos aquellos en quienes aciertan a pensar, y se besan una vez, pasándole él alrededor de la cintura un brazo que es como una viga, y entonces se ríen y vuelven a empezar con los brindis, y para cuando terminan ella no está exactamente borracha, pero sus pensamientos son obtusos y lentos y una vez en su habitación le parece que podría acostarse y dormir tan sólo una horita, pero sabe que si lo hiciera podría no despertar hasta que fuera ya demasiado tarde, así que se va al lavabo y se echa agua en la cara y abre la ventana y camina por la habitación varias veces y aguarda a que la cabeza recupere su estado normal.

Pero media hora después, cuando ya está lista para escapar, llaman a la puerta y es James Grierson, que se apoya en el marco de la puerta exhibiendo un aspecto espantoso, sosteniendo en una mano un vaso de güisqui y en la otra un revólver.

—Necesito que me hagas un favor —dice arrastrando las palabras—. ¿Sabes una cosa? No me creo que Sarah Mary Williams sea tu verdadero nombre. ¿Tengo razón? No importa. Tú tienes secretos, pero no importa. ¿Me harás un favor?

—¿Qué haces aquí, James? Deberías acostarte antes de que el suelo salga volando y te golpee en la cara.

—No importa —repite él—. La carretera es larga. Tú te vas a ir. Y los Grierson mantendrán su dominio sobre el valle y las verdes praderas.

—Vamos, no estoy de humor. ¿Qué pretendes hacer con esa pistola?

—¿Pistola?

Parece sorprendido al descubrir la pistola que lleva en la mano. Entonces recuerda:

—Ah, es para ti: quiero pedirte que mates a mi padre.

Temple lo observa: James se tambalea en el umbral de la puerta, agarrando con una mano el vaso de bourbon y ofreciéndole con la otra la pistola con escasa decisión.

—Vamos —le dice ella cogiéndolo del brazo y llevándolo por el pasillo a la biblioteca, donde lo deja caer en un sofá. Le coge el bourbon y la pistola y los pone en la última mesa de la biblioteca.

—Tienes que dormir un poco —le dice ella.

—Lo vas a hacer, ¿verdad? —le pregunta él—. Tienes que hacerlo. Eres la única que puede. Es una crueldad y una vergüenza tenerlo ahí encerrado de ese modo. Mi padre era un hombre bueno… un tipo decente. Es una vergüenza. No se merece eso.

—No creo que a él le importe mucho, la verdad sea dicha. Pero si tienes tantos deseos de acabar con él, ¿por qué no lo haces tú mismo?

Él la mira con una mueca en el rostro y ojos aterrados que han presenciado las peores ignominias. Trata de levantarse, pero oscila y vuelve a caer. Finalmente responde:

—Es mi padre.

Temple lo mira con atención. Ve el desprecio que siente por la familia que morirá por proteger: una bandera hecha jirones en una mañana gris, abyecta, gloriosa, inútil y perversa.

—De acuerdo —dice ella—. De acuerdo, mierda.

Temple está de pie frente a él, que se cubre la cara con las manos.

—Gracias —le dice—. Gracias, gracias. Puedes guardarte tus secretos, Sarah Mary Williams. Estoy en deuda contigo.

Ella ya casi ha salido de la biblioteca cuando él la detiene.

—Espera —le dice señalando la pistola de la última mesa—. No te olvides eso.

—No la necesito —le responde ella—. No tengo intención de despertar a toda la casa.

Una vez en el sótano, Temple levanta un taburete y se sienta ante la puerta de la jaula para intercambiar una larga mirada con Randolph Grierson, que está tirado contra la pared y carece de las fuerzas necesarias para levantarse. Tiene los ojos enrojecidos por los bordes, como una bestia ancestral.

—No lo sé, señor Grierson —le dice ella—. Tengo que decir que esto no me parece del todo correcto.

Sin fuerzas, los dedos de la mano de él intentan agarrar el aire. Y por un momento ese gesto le recuerda a Temple el que hace otro hombre de lentos movimientos y mente somnolienta al que tiene cariño.

—No me parece del todo correcta —prosigue—, la destrucción de aquello que ama una familia. Y tampoco de lo que odia una familia, en realidad. Cada familia tiene sus propios fantasmas, y no les atañe a los de fuera venir a hacer exorcismos.

Introduce los dedos por la alambrera. Él hace esfuerzos para acercarse un poco a ella.

—Sí, ya lo sé —le dice ella—. A usted le da igual lo que sea, ¿verdad? Lo único que usted quisiera es meterse un poco de carne en la barriga. Me parece que es un afortunado: tiene una casa entera que no puede separarse de usted, una generación de cada lado que no se atreve ni a mirarlo ni a olvidarlo. Usted levanta pasiones por aquí, señor Grierson. Y no tiene ya que preocuparse por buscar el sentido de nada. Me parece que en cierto modo es usted libre.

Entonces Temple se inclina hacia delante, con los codos en las rodillas.

—Olvidado de buscar el sentido de nada, y más allá del bien y del mal, por supuesto —le dice—. ¿Sabe?, es una labor de todos los días eso de intentar hacer lo correcto. Y no porque lo correcto sea difícil de hacer, que no lo es. Es sólo porque lo correcto… Bueno, lo correcto tiene la manía de esconderse de uno. Deme usted una brújula con la que pueda distinguir el bien del mal y, se lo aseguro, me convertiré en paladín de la verdad y la justicia. Pero el bien y el mal son un asunto resbaladizo, y lo de separar el uno del otro se hace a base de palos de ciego.

Temple se pone en pie para descorrer el pasador de la jaula y abrir la puerta. Penetra dos pasos en ella, se planta ante el cuerpo lento y avaricioso del señor Grierson, y desenvaina la daga de los gurkhas.

—Y a veces —dice ella—, a veces uno simplemente se cansa de darle vueltas a lo mismo. Y es entonces cuando hacemos algo simplemente porque estamos hartos de pensar si hacerlo o no. Y es entonces cuando el diablo tiene el lápiz listo para marcarse un tanto, porque ha pasado el momento de los escrúpulos. Y piensa uno: a la mierda, de acuerdo pues, al infierno con todo.

Temple levanta la daga de los gurkhas, y la hunde.

Al volver a subir, entra en la salita, donde Moses Todd sigue atado a la silla.

—¿Has cambiado de opinión con respecto a matarme? —le pregunta él.

—No. Sólo quiero preguntarte algo.

—Venga.

—¿Alguna vez te haces preguntas? Me refiero a grandes preguntas que no puedes responder…

—Desde luego.

—Me refiero al tipo de preguntas que te persiguen durante años —le dice.

—Sé de qué preguntas me hablas.

—¿Y qué haces con ellas?

Moses se encoge de hombros.

—No gran cosa —dice. Algunas se contestan solas al cabo de un tiempo. Con otras, uno simplemente deja de pensar en ellas. Otras se van acumulando.

—No eres de mucha ayuda.

Moses Todd sonríe, se mete los labios para dentro. La barba hace un sonido como el de un cepillo raspando el cemento.

—Deja de jugar, chiquilla. Lo sabes tan bien como yo: sales a la calle, bajo el cielo azul, y encuentras respuestas por dondequiera que mires. Antes que nada, ¿por qué corres sin parar?

—Huyo de ti.

—No es cierto. Por lo menos no huyes tan rápido como podrías hacerlo. Lo que pasa es que sabes que es ahí fuera donde tienes que buscar las respuestas. Aunque no las encuentres todavía. Pero eso es más de lo que sabe la mayoría de la gente.

Entonces se le transforma el rostro para adquirir un aire de complicidad:

—Eh, si me quieres desatar, podemos ver si te llegan las respuestas mientras te clavo los pulgares en la tráquea.

Ella permanece en pie, pensando si cruzarle la cara con una bofetada, pero no le apetece conocer el tacto de esa barba.

—Nos veremos, Moses.

—Cuenta con ello, chiquilla.

—¿Lo has hecho? —le pregunta James Grierson cuando entra en la biblioteca.

—Sí, ya está.

El rostro de él parece un árbol seco al que no le queda una gota de savia.

—Entonces te vas —comenta.

—Sí. ¿Vigilarás a Moses por mí mientras me voy? No quiero que se le pasen ideas por la cabeza.

—Lo vigilaré.

—De acuerdo, pues.

Ella se vuelve para irse.

—Escucha —dice James irguiéndose en el borde del sofá—. Escucha: tengo algo que decirte.

—¿De qué se trata?

—Yo… lo que tengo que decirte es… He perdido a mi padre esta noche.

Ella lo observa: es una figura trágica, con el cabello negro e ideas torturadoras.

—Estarás bien, James. Toda casa necesita un hombre. Ahora lo eres tú.

—Vale —dice él riéndose para sí.

No hay nada más que ella pueda decir. Abre la puerta y casi se ha ido cuando de pronto recuerda algo: el papel que el bobo tenía en el bolsillo. Se detiene un instante, meditando. Una parte de ella le dice que lo deje estar, que deje de meterse en lo que no es asunto suyo. Pero hay otra parte en ella que le dice otra cosa.

Vuelve al sofá donde está sentado James Grierson.

—Hay algo más, le dice entregándole el papel. ¿Puedes leer esto?

Él lo mira.

—¿Qué significa? —le pregunta James.

—En voz alta —dice ella—. ¿Puedes leerlo en voz alta?

—¿Por qué?

—Es un favor que te pido, ¿vale?

Él vuelve a mirarlo y recita:

Hola, me llamo Maury y soy incapaz de hacerle daño a una mosca. Mi abuela me quiere mucho y quisiera seguir cuidándome siempre, pero cuando leas esto ella seguramente ya no estará. Tengo familia en el oeste. Si me encuentras, ¿podrías llevarme donde ellos? ¡Que Dios te bendiga!

Jeb y Jeanie Duchamp

Hamilton Street, 442

Point Comfort, TEXAS

—Mierda —dice ella.

Y de este modo, los caminos se estrechan por las tentaciones del destino. Temple piensa en Malcolm, en el gigante de hierro, en los edificios de hombres perdidos, y el dolor de las entrañas es peor que un demonio o un pellejo. La voz de Dios le habla en colores que no son los de ella.

Debería haberse ido sola.

Suspira.

—De acuerdo, pues —dice—. ¿Te importa volver a leerme esa dirección?

Segunda Parte
8

Temple recolecta desde las ocho hasta las diez de la mañana, parando de vez en cuando para erguirse y enderezar la espalda y observar a través del campo el punto en el que Maury parte leña del modo exacto en que ella le ha dicho que lo hiciera. Su enorme cuerpo se encorva sobre el tocón donde coloca los troncos, levanta el hacha por encima de la cabeza y la baja despacio pero con fuerza, poniendo en el gesto toda la gravedad de su ser mineral. Temple se limpia el sudor de la frente, se abanica con el sombrero panamá y mira al amplio cielo abierto, el mayor cielo que haya visto nunca, porque ve cómo se curva en el horizonte para casi volver a encontrarse consigo mismo.

Cuando ha llenado de bayas una tarrina, la lleva a la casucha que está en medio de la propiedad vallada y la deja en el porche. Entonces regresa al campo. Repite la operación cinco veces, dejando las tarrinas en fila.

—Mucho trabajo para tan poca cosa —le dice a Albert, el pecoso que está sentado en una butaca de mimbre, a la sombra del porche.

—Ya te dije que no sería fácil.

Albert sorbe algo de un vaso de plástico.

—¿Qué bebes? —le pregunta ella.

—Limonada recién exprimida. Podría darte un vaso cuando acabes.

Temple observa el vaso en la mano reseca del hombre.

—Sí, vale. Sólo me estoy tomando un respiro. De todos modos, ¿para qué quieres todas estas bayas payas?

—Para venderlas. Te sorprendería saber las cosas que da la gente a cambio de unas bayas recién cogidas.

—Me lo imagino. Oye, quería preguntarte, ¿en qué estado nos encontramos?

—Chiquilla, ¿en tus viajes no has visto muertos andando por ahí? ¿Que en qué estado nos encontramos? Yo diría que en un estado de negación.

Sus risotadas terminan transformándose en tos. Ella respira hondo y espera a que se le pase el ataque.

—Sólo estaba tomándote el pelo. Estamos en Alabama. Justo a las afueras de Union Springs.

—¿En Alabama? Mierda. Pensé que habríamos avanzado más.

—¿De dónde venís?

—Hace un par de días estábamos en Georgia. Pero vamos despacio. Las carreteras de por aquí están muy mal.

—Escribiré a nuestro representante en el Congreso para decírselo.

Entonces piensa en algo, y mira por el lateral de la casa en dirección a donde está Maury partiendo leña.

—¿Vigilas a ese tonto?

—A él no le pasa nada. Hace lo que se le dice.

Albert se inclina hacia delante.

—Mira lo que te dije antes —le dice a Temple—. No sé si lo entendiste bien. Ven un ratito adentro conmigo, y tendrás todas las bayas que quieras.

—Sí, ya te oí la primera vez. Pero paso.

Él se echa hacia atrás para indicar que la conversación ha terminado.

—Como tú quieras —le dice—. Será mejor que vuelvas al trabajo si quieres terminar antes de mediodía.

Temple no pensó que fuera a ser tan difícil recolectar las bayas, pero las plantas tienen espinas, y si tira demasiado fuerte de ellas, se aplastan y se convierten en savia morada en sus manos. Sigue recolectando, agachada como un sapo entre los arbustos. Hacia el mediodía, Temple se ha manchado toda entera de zafiro, y cuando se chupa la sangre de las yemas de los dedos, sabe a una mezcla de hierro y baya paya.

Regresa al porche por última vez.

—Aquí tienes —le dice—. Son diez tarrinas.

—Buen trabajo —le responde él—. Ésa es tuya.

—¿Cómo que «ésa»?

Temple baja la mirada, y ve que han desaparecido las otras nueve tarrinas que estaban puestas en fila.

—Dijiste que tendría una tarrina por cada cinco que cogiera. He cogido diez tarrinas. ¿Qué es lo que intentas? Y ¿dónde están los huevos que me prometiste por toda la leña que ha partido Maury?

El pecoso Albert la mira con ojos entrecerrados.

—No me gusta cómo parte la leña ese tonto. Yo la quería en trozos más grandes.

Temple se retira el pelo de la frente y se moja los labios.

—Ahora abre bien las orejas, Albert —le dice—, porque vas a escuchar lo que tengo que decirte. Y lo que tengo que decirte es muy simple: Estás cometiendo un error.

Albert vuelve a reírse hasta que la tos se apodera de él y tiene que encorvarse, con el cuerpo apretado y retorcido. Cuando vuelve a levantar la vista sus ojos son esferas rojas.

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