—Como veo que me escucha —le dijo ella al final—, ¿por qué no se toma un café?
—Gracias. Sírvamelo en un vaso de papel. Lo tomo aquí, en el andamio.
Pero ella llegó con la bandeja y las tacitas del juego de porcelana con dibujos plateados, precisamente el del rey. Depositó todo en el alféizar y tomaron el café entre las nubes.
Él le dijo que así, enmarcada en la ventana, le parecía un bonito retrato, como las damas que se ven en los cuadros de los museos, y con mucho gusto se lo hubiera llevado. Además, lo de la casa nueva con garaje lo había dicho por decir. A él también le apasionan las antigüedades.
A partir de ese día, Noemi le sirve el café nada más y nada menos que en bandeja de plata y tazas de porcelana.
Los otros albañiles le toman el pelo y se ríen socarrones, y quienes viven en los apartamentos vendidos observan desde sus ventanas y comentan. Porque Noemi es mayor y la situación, que podría parecer muy poética, quizá en el fondo resulte un tanto ridícula. Aunque se nota que en la familia esperan que Elias y la hermana mayor se comprometan y no ven absolutamente nada raro y mucho menos ridículo.
Pero el otro día ocurrió algo desagradable. A lo mejor Elias pasó un mal rato, porque se sentía observado por sus compañeros de trabajo y había gente asomada a las ventanas. Se le cayó la taza y se le hizo añicos. Noemi bajó corriendo al jardín a recoger los trozos, pero no había manera de pegarlos. Él también bajó del andamio y salió corriendo.
—No pasa nada. No pasa nada —dijo Noemi y le temblaron las manos y los labios.
No más ceremonias del café. Se cerraron las ventanas sobre el andamio.
—¡Una tacita! —repite Maddalena—. ¡No es para tanto!
Elias se sentía mortificado. Sabe lo que significa encariñarse con los objetos. Hace años que busca vajillas antiguas de las mesas de los nobles, desde que, cuenta su tía, se quedó fascinado con el juego que las condesas le habían regalado justamente para su boda.
Su colección es preciosísima y es tan grande que ha tenido que colocar cajas hasta en el dormitorio de su tía, porque en la casa del pueblo ya no caben. Y así, el dormitorio del ama de llaves se ha convertido en un museo de vajillas cuya historia Elias conoce a fondo.
• • •
Después del episodio de la tacita, le enseñó a Noemi su preciosísima colección y le dijo que se llevara lo que quisiera.
Le explicó que esas vajillas se consiguen con suerte y muchas personas a quienes se las ha comprado pensaban que eran cosas feas y viejas.
Una de las piezas más preciosas es una ensaladera de Savona, con flores pintadas en rosa y azul, con una restauración de época por parte de
s'acconciacossius,
el apañacuencos.
Otra es una flamenquilla de finales del siglo XVII, de Albisola Superiore, en loza trabajada con esponjas marinas y decoraciones pintadas a mano alzada. Muy raras, estas flamenquillas, donde se ponía el pescado asado con brasas de madera olorosa junto con la jara y el lentisco. Las usaba la burguesía y se encontraban en Cagliari gracias a los contactos con la Liguria y Piamonte en la época del Reino de Cerdeña.
Después le enseñó a Noemi unos platos votivos de Cerreto Sannita, del siglo XVII, de tradición romana, elaborados en mayólica, blancos con tintado azul y una decoración inconfundible hecha a mano. Dos de ellos son fuentes, una redonda y otra ovalada. Fue una gran suerte haberlos conseguido tan grandes, porque sólo se encuentran los platos pequeños.
De valor incalculable también tiene unas mayólicas de Ariano Irpino, de la escuela campaniense, que producía para los Borbones. Elias posee nada menos que cuarenta y le dijo a Noemi que se las llevara todas.
Pero los más preciosos son los platos conmemorativos. Recuerdan las batallas de África de finales del siglo XIX, o la Unificación de Italia, como los que llevan la inscripción: «La guerra está ganada», o bien «Italia libre y fuerte».
Noemi miraba y escuchaba con admiración, pero al final no aceptó que Elias le diera ninguna de estas piezas como resarcimiento y reconoció que es verdad que son preciosas, pero no son nada comparadas con el juego de café de producción de Giuseppe Besio, del que Elias rompió una taza, y no porque fuese el que había calmado al rey en tiempos de Napoleón, sino porque era un juego completo, de doce piezas, y ahora es de once. Queda el platito, pero sin su tacita. Un sistema al que le falta un elemento no vale nada.
La tata también está inconsolable y no hace más que reprobar a Elias y sentir la pérdida de la taza. Junto con Noemi entran de puntillas en el salón comedor, entornan las ventanas, abren el aparador altísimo con columnitas y se lamentan delante del platito vacío. Después se ponen a disertar sobre porcelanas finísimas de la fábrica Ginori de Doccia, de las que las condesas heredaron soperas, fuentes para legumbres, mostaceros, fruteras, salseras, chocolateras, y después vuelven a cerrar las ventanas y salen de puntillas. Lo que el ama de llaves y Noemi no soportan es que el daño haya ocurrido precisamente ahora, después de que la tata consiguiera quitar las manchas amarillas al ajuar y las negras a las patas de bronce de la bañera y de los objetos de tocador en plata. Todo era perfecto y esa taza rota lo echa todo a perder.
Para la condesa de mantequilla, de todos los días de la semana, el domingo es el más difícil.
—¡Mamá, pon cara
aregre!
—le dice Carlino en cuanto se despierta.
¿Cómo sentirse alegres el domingo, si no hay un alma que los invite a salir? Y si alguien lo hace una vez, después, nunca más.
Si van a los jardines públicos, en cuanto llegan, Carlino intenta unirse exultante a los demás niños. Pero nadie lo quiere.
En verano es todavía peor. Porque con el mar tan bonito que hay en Cerdeña no se puede tener a un niño encerrado en casa. Salvatore, Maddalena, Noemi está claro que quieren su compañía, o quizá la soportan, pero no hay ni niños ni padres, y Carlino querría niños y padres, y únicamente las familias de verdad le dan satisfacción.
Quien se haya encontrado con la condesa y su hijo en la playa sabe que Carlino, en cuanto llegan, se escapa enseguida y se tira al agua vestido. La madre corre para detenerlo y le quita la camiseta y los calzoncillos y le pone el bañador. Los demás niños dejan los juegos en la arena. Él se acerca, y a lo mejor pilla a un padre que lleva a caballito a su hijo e intenta montarse encima.
Hay quien toma un poco de confianza y pregunta si tiene padre. ¿No ve usted cómo sofoca a los papas de los otros niños, cómo les echa los brazos al cuello?
Claro que tiene padre, contesta la condesa, el niño va a verlo dos veces por semana para tomar clases de piano. ¿Clases de piano? ¿Tan pequeño? Usted tiene que buscarse un novio. No debe de ser tan difícil encontrarle otro padre a Carlino, basta con quererlo y se encuentra novio.
Los demás niños se afanan con sus manguitos, pequeñas alas de goma, se cogen de la mano y se zambullen.
—Yo también quiero hacer el pez volador —grita Carlino corriendo detrás de ellos—. ¡Yo también quiero alas para volar! —pero los niños se alejan a toda velocidad.
A la condesa le gustaría volver a casa, pero no se puede, hay que resistir.
Las otras madres se untan con aceite solar y se echan en la tumbona, porque después de bañarse, sus hijos comen tranquilamente envueltos en sus albornoces. Se mantienen lejos de Carlino. Pero esa criatura de arena, sal y semillas de tomate no les da tregua y cuando construyen sus castillos, él los destruye. Y acude su mamá.
—¿Por qué los has derrumbado? ¿Por qué?
• • •
¿Para qué sirven, entonces, los senderos entre los muros de piedra, escondidos en el monte, para qué sirve el silencio, dejando de lado los grillos y las cigarras, para qué sirven las playas azules y doradas donde puedes tumbarte a contemplar las olas más largas que te mojan los pies, las calles que se estrechan en los arrecifes que caen a plomo, el mar infinito? ¿Y las colinas de piedras bajas y los arrecifes de plata como cráteres lunares, que albergan estanques naturales colmados de arena, y el mar, que siempre está hermoso, amenazante cuando las olas rugen y se hinchan y arremeten con fragor, delicadísimo cuando te acoge sin moverse, para qué sirven, si te sientes tan triste? Para nada.
• • •
Precisamente en un día como éstos el niño reconoció al vecino. La criatura de arena, sal y semillas de tomate, de la que todos rehuían, estaba allí cuando un grupo de señores, quizá también padres, después de dejar a las señoras en las tumbonas y a los hijos con sus castillos de arena, se dieron cita en la rompiente, juntaron las piernas y formaron con sus cuerpos una culebra. A la voz de «¡uno!» comenzaron a meterse en el agua. A la de «¡dos!» aumentaron la velocidad. A la de «¡tres!» se fueron zambullendo en el mar con chapuzones fragorosos y espumeantes. Carlino lo dejó todo plantado para acercarse al mágico monstruo de los padres con cabezas que reían.
—¡Quítate de en medio, niño, no seas coñazo! —habían vociferado las cabezas.
Pero una de ellas había gritado entonces:
—¡Es vecino mío!
Y él se había subido a la culebra y había podido navegar entre las olas y cabalgar a lomos del dragón mágico. Y el mar, quizá por primera vez, lo había acogido, pececito solitario fuera del agua.
De manera que cuando su hijo reconoció al vecino al otro lado del muro, lo llamó. La condesa salió corriendo y se asomó. Y entonces madre e hijo se sentaron a horcajadas encima del muro y le tendieron la mano.
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Ahora ya es otoño y el vecino nunca los ha invitado a entrar en su casa. Pero si por casualidad está en el jardín y ellos lo ven y lo llaman, entonces se queda para charlar.
Noemi aprovecha cualquier ocasión para decir que no lo soporta, porque tiene el jardín lleno de hierbajos y porque no los invita nunca y los mantiene alejados y da la impresión de que en la mano llevara siempre una caña, como de esas que se usan para coger higos chumbos, mientras que la tonta de su hermana y su hijo siguen asomándose con entusiasmo al muro.
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Para Carlino ha sido difícil desde el principio.
El día en que nació, su mamá oyó un gran revuelo en la zona nido del hospital. Y pensó: «¿Por qué, con todos los que hay, debe de ser precisamente mi hijo?», pero en el fondo presentía que se trataba del suyo y, de hecho, así fue. Poco antes había sido feliz, una felicidad maravillosa, jamás sentida. De su cuerpo, masa informe de mantequilla, había salido una criatura. Increíble. Ya le habían dicho que, desde que el mundo es mundo, todas las mujeres paren, pero ella creía que no era como todas. Ella estaba hecha de mantequilla y no de carne y hueso.
Se había echado el abrigo encima del camisón, había ido corriendo a la sala nido y, con seguridad, había dicho que era la madre del niño enfermo. Noemi se había presentado enseguida y había dicho: «El niño vivirá», con aquel tono de hermana mayor dotada de visión sistémica. Y la condesa se lo había creído. Y de hecho era cierto. Tras pasar una semana ingresado en el hospital pediátrico, el niño quedó fuera de peligro y se volvieron para casa. Maddalena era la madrina, y en los primeros tiempos adoraba a su sobrino, pero después fue como si ya no le gustara tanto.
Carlino no era como lo habían imaginado, un diablillo que los habría hecho felices. Pero ellos tampoco parecían hacerlo feliz, porque el niño intentaba escapar y tenían que cerrar puertas y ventanas, porque si no, en un abrir y cerrar de ojos alcanzaba los balcones, los alféizares o el vestíbulo de la casa para marcharse lejos. No se disfrutaba en compañía de Carlino. No hacía esas reflexiones infantiles que tanto divierten a los adultos y ni siquiera de noche estaba tranquilo. Cuando la condesa salía con algún novio y le dejaba con Maddalena y Salvatore, antes de irse a dormir, el niño pedía una cuchara de madera, de esas que se usan para revolver la salsa, y después gritaba y se agitaba en sueños. Hasta Maddalena, con lo que ella deseaba tener niños, a veces, cuando su hermana y Carlino subían al primer piso y tocaban el timbre, simulaba no estar en casa y no abría. Los tíos habrían hecho cualquier cosa con tal de ver feliz a su sobrino, pero ese niño era infeliz a su manera y no había nada que hacer. Tampoco se disfrutaba sacándole fotos, con esos ojos estrábicos y esas gafas correctoras que parecían de submarinista. Sólo Noemi llevaba en la billetera una foto de Carlino y la enseñaba con desenvoltura y casi con orgullo.
En pocas palabras, después de tantos meses de espera, acostumbrarse a la extraña criatura que, por lo demás, sólo podía haber salido de la barriga de mantequilla de la condesa, había sido duro.
Su mamá nota que para su niño todo es un «uuuff» general. Como para ella. Cuanto más se le acercan, incluso con las mejores intenciones, más oye ella ese «uuuff».
Pelar bien los tomates para la salsa, picar la cebolla, coser un dobladillo o un botón, no interrumpir a los demás cuando hablan para pedir explicaciones, incluso darle la vuelta al maravilloso pastel de mantequilla y requesón sin que se despachurrara había sido más fácil que evitar aquel «uuuff».
Probablemente al mismo tiempo que Carlino había nacido Míccriu, tan pequeño que cabía en una mano. Maddalena lo había encontrado por ahí cerca, en un contenedor de basura, Míccriu maullaba de un modo gracioso y dulce y la miraba fijamente a los ojos. Después, así de pronto, había saltado sobre sus hombros para restregarse contra su mejilla. La había conquistado y a ella no le había dado nada de asco aquel gatito vagabundo que a lo mejor tenía sarna.
Maddalena y Salvatore dicen que Míccriu es el gato más inteligente del mundo, porque te mira fijamente a los ojos y lo entiende todo, y que también es el más educado del mundo, porque cuando quiere algo y se lo dan, se deshace en agradecimientos con ronroneos y restregamientos, y también es mago, porque si tienen dudas sobre lo que se debe o no se debe hacer, él bufa si no está de acuerdo y aconseja que no, y si da su aprobación, de un salto se te posa en el hombro y se restriega contra ti.
Ahora Míccriu ya no es un pobre gato que nada más posee las rayas de su pelambre, sino que está lleno de juguetes y tiene una cama y una cubeta siempre limpias y, sobre todo, mucha comida. Pesa seis kilos.
Y como es muy inteligente, no entiende por qué Maddalena le dice: «¡Míííccriu! ¡Míííccriu! ¡Ven con mamá!», cuando él se acuerda de sobra de que su mamá era una gata y no una mujer.