Después se tiró encima de los trozos rotos y murió.
Cuando el ama de llaves trajo a Elias como novio, pensaban en un designio positivo. Un premio divino por su buena acción. Pensaban que se habían equivocado y que la condesa tenía razón en todo y el noviazgo de Noemi lo probaba y también Maddalena y Salvatore, que eran buenos con el ama de llaves, a lo mejor habrían recibido su premio y les llegaría el hijo. El bien que triunfa sobre el mal. Pero la vida es una mezcolanza de bien y mal y a veces vence uno, a veces el otro, y así hasta el infinito.
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Noemi sólo estaba herida y ha vuelto a su vida de solterona. Se queda en casa bien cómoda y desaseada con sus vestidos desbocados y sus zapatos deformados, y no teme que Elias llegue de repente y la encuentre con esa pinta. Antes de irse a la cama, hace las cuentas de la casa y los planes para readquirir los apartamentos vendidos y todas las mañanas sale al patio y contempla la obra de arte de la nueva fachada. No le hacen falta trajes rojos, mascarillas de belleza y ropa interior de seda, y en los congresos no espera conocer a un novio, porque se ha dado cuenta de que no está hecha para el amor. Se alegra solamente de traer a casa nuevos conocimientos de Derecho y jabones, sets de costura, peines, dulces, vinos, de esos que regalan los hoteles de lujo.
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Pero no es exactamente la misma de antes, porque hizo algo que no había hecho nunca. Ha explicado a sus hermanas por qué quiere a la tata, pero al mismo tiempo la odia.
Eran demasiado pequeñas para entender, pero ella era la hermana mayor y veía que entre su padre y el ama de llaves pasaban muchas cosas raras, que no estaban bien. Por ejemplo, donde estaba uno, estaba la otra.
Se acuerdan de su padre, hombre dulce y tranquilo, apacible y, a su manera, despreocupado, y a lo mejor era normal que prefiriese la jovialidad del ama de llaves a la desesperación de su madre. Y de hecho era una mujer jovial, pero no del mismo modo en presencia del padre. Se transformaba en una persona nueva e inesperada y se animaba de una manera que no estaba bien. Hablaban de las cosas cotidianas, pero era como si tuviesen un significado más profundo, que sólo ellos dos conocían, y a Noemi aquello la aterraba. Sobre todo cuando se sonreían y la tata se ponía preciosa y a ella, que era una niña, el corazón le latía enloquecido.
Se sentía perdida porque era la única que se daba cuenta. Como siempre.
Convencer a su madre para que echara a la tata habría sido una maldad, porque le entraba la desesperación en cuanto le faltaba el apoyo del ama de llaves. Además, no había pruebas de que el ama de llaves y su padre fuesen amantes.
Y no soportaba a los del barrio cuando decían: «Pobre mujer, qué vida sacrificada. Tan hermosa, con esa piel blanca, esa cabellera negra y brillante, podría casarse, tener casa propia, hijos propios, una vida propia. Y ya ves…».
Los mejores días eran cuando la tata se iba al pueblo; entonces a ella le daba igual si tenía que trajinar para que no imperase el caos, y hacer la comida, y si después no le quedaba tiempo para los deberes del colegio y debía hacerlos por la noche.
Al morir su madre, la sonrisa de la tata seguía asomando, pero era distinta, y no provocaba ninguna reacción en su padre, y claro, él se daba cuenta de que antes, en vida de aquella mujer rara que se pasaba el día ovillada en la cama, con la que se arrepentía de haberse casado, era posible sonreírle a alguien. Pero después nunca más. A tal punto que empezó a padecer todo tipo de enfermedades y los médicos decían que era cosa de la edad.
Así fue como la tata pasó a ser una verdadera ama de llaves y, durante muchos años después de la muerte de su padre, trabajó gratuitamente para ellas, y para conseguir algo de dinero limpiaba por horas en las casas de los verdaderos ricos de Castello. Iba por ahí con trajes viejos y decorosos, y regresaba andando a casa, cargada con las bolsas de la compra para no gastar dinero en el autobús. Cocinaba comidas exquisitas con nada, como por ejemplo deliciosos flanes de cebolla, o carcasas de pollo con patatas, o buñuelos de harina, o estofados de sobras. Siempre estaba alegre y no hacía pesar sus sacrificios, sólo se la veía algo más delgada y con la cabeza ligeramente inclinada hacia un lado al andar.
En cuanto podía iba al pueblo y traía un montón de fruta, verdura, pollos de corral y queso de la granja de su hermano, que debía mantener a su hijo Elias en el bachillerato, aunque el muchacho era un ángel y ayudaba muchísimo, estudiaba y nunca pedía nada. Gracias al ama de llaves, en el fondo se habían criado sin demasiada tristeza, dejando aparte a la condesa de mantequilla y su deseo de morirse y la manía de ayudar al prójimo, cuando los primeros necesitados eran ellos.
Después, con más de cuarenta años, el ama de llaves había conocido a su marido y se había enamorado y lo esperaba animada como en la época de su padre y otra vez estaba guapa y con él hablaban de las cosas de todos los días como si tuvieran un significado profundo, que sólo ellos conocían, y sonreía de esa manera que a las hermanas les había parecido especial, única, pero no a Noemi, que ya lo había visto todo hacía mucho tiempo.
La condesa y Maddalena escucharon a su hermana en silencio. Esos eran los hechos. Con la diferencia de que los habían interpretado de distinta manera.
—Pero, entonces, ¿de veras crees que la tata pudo haberle dado expresamente esas pastillas a mamá para que se muriera? —preguntó Maddalena.
—Seguramente no —contestó Noemi—, mamá estaba enferma del corazón, una malformación que le venía de la época de la caja de zapatos. En el fondo, no había tenido toda esa suerte que la hacía sentir tan culpable. Tomaba esas pastillas todas las noches, desde hacía años, y no se las daba la tata. Además, los médicos ya habían previsto que el corazón no le iba a aguantar mucho tiempo. El hecho es que murió con algo más de treinta años. Lo demás, lo que cuenta ahora la tata, pobrecita, es delirio. Se siente culpable de lo que pensaba o de lo que quizá esperaba, pero no se puede condenar a nadie por lo que piensa o espera.
Una noche Maddalena y Salvatore daban un paseo cuando se encontraron con Elias en la plaza del Bastión de San Remy, donde los locales están abiertos hasta la madrugada, con un grupo de muchachas jóvenes y guapas en minifalda. Llevaba el pantalón de talle bajo de siempre, la cazadora corta de piel a pesar del frío, el jersey muy ceñido, el pelo rapado para disimular que lo tiene ralo, e iba muy perfumado. Vagaba con el grupo, pero se lo veía como distraído y daba la impresión de que buscara a alguien, quizá a la única que a lo mejor no estaba.
Salvatore y Maddalena se miraron como diciendo que en el fondo estaba mejor en compañía de Noemi y, si lo hubiese visto, ella también habría pensado que era infeliz.
Se detuvieron y hablaron de todo un poco y Elias, como quien no quiere la cosa, soltó un «espero que Noemi esté bien».
Maddalena se armó de valor y le preguntó si le habían dado permiso para abrir las ventanas que dan al patio de los vecinos. Parecía como si Elias no se acordase del tema. Después, de repente, se aclaró. «¡Ah, sí!», dijo, y se puso a contar que habían perdido el juicio, pero que daba igual, tanta mala sangre por dos habitaciones ciegas. Se limitaron a hacer un pozo de luz en el centro de la casa con una enorme claraboya de cristales practicables. Lo diseñó y lo construyó él.
Y entonces lo invitaron a cenar. Un día cualquiera. Pronto.
Él se quedó mirándolos pasmado, pero menos triste. Antes puso cara como queriendo decir: «¿Os habéis vuelto locos, y quién se enfrenta a Noemi?».
Pero después puso otra cara, como queriendo decir: «Acepto». Y de hecho aceptó.
A la tata le dicen que ya son ricos otra vez y que han readquirido los apartamentos vendidos a raíz de la quiebra y, cuando los vecinos se asoman, o se los cruzan en la escalera, le dicen que están de alquiler y que pagan un dineral.
Entonces se alegra y se pone a mirar hacia arriba y hace unos gestos muy vulgares como queriendo decir que a los nuevos dueños les han dado por saco al readquirirlo todo.
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Nadie sabe lo que el vecino le dijo a las monjas. La cuestión es que en la fiesta de fin de año Carlino estaba sentado al piano. Miró boquiabierto al público formado por los padres y luego a los demás niños entre bambalinas y salió corriendo. Pero volvió enseguida. Se sentó la mar de contento y empezó con una marcha de Shostakóvich, después tocó el «Baile de los polluelos» y siguió con un adagio de Steibelt, «El tren de la libertad» de Siegmeister, y en vista de que el público aplaudía y pedía un bis, el niño volvió a sentarse y tocó la «Marcha de los soldados» de Schumann. Con las pequeñas piezas inventadas por él, el público enloqueció y los padres casi casi no tenían ganas de asistir a la actuación de sus hijos y hubieran preferido que el niño siguiera tocando todo el tiempo.
De vuelta en casa, su mamá fue a llamar a la puerta del vecino, que le abrió, pero se quedó en el umbral.
—No sé cómo darle las gracias, lo único que puedo hacer es rezar por usted. Mi familia y yo. Y las monjas. A ellas les di el mapa de los campos de vuelo de Cerdeña y Córcega, usted no tendrá que preocuparse, ¡porque estaremos todos rezando!
El vecino ni siquiera la escuchaba y decía que el concierto de Carlino le había parecido un combate de pugilato a golpes de notas musicales y daba saltitos en la puerta imitando un combate de boxeo.
—Do —y lanzaba un izquierdazo—. Re —y se cubría la cara para defenderse—. Mi —y lanzaba un derechazo—. Los dejó a todos K.O. —estaba exultante.
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Ahora, en Castello, cuando se encuentran con la condesa y el niño, se paran para congratularse y dicen que el día de mañana será un honor haber vivido en el mismo barrio que un genio de la música. Pero se nota que no están convencidos. Un genio de la música muy tonto. Entonces buscan ejemplos ilustres. Mozart. Dicen que nadie se explica cómo Dios pudo poner tanto talento en semejante cretino.
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La condesa y Carlino fueron a llevarle al vecino un regalo como muestra de agradecimiento.
El vecino estaba de mal humor y se disculpó, pero siempre en la puerta, no les hizo pasar, no le apetecía estar con nadie y mucho menos aceptar regalos.
—¿Tampoco quiere ver qué es? —preguntó la condesa.
—No, de veras. Lo siento, pero cuando estoy de mal humor quiero que me dejen en paz.
—¿Y no piensa que Carlino y yo podríamos devolverle el buen humor? Me preocupa dejarlo así tan infeliz.
—No tiene por qué. Me siento felizmente infeliz. ¡A solas!
—Es que usted tiene un carácter tan… tan
esquiroso…
Entonces el vecino se echó a reír y aceptó el regalo, pero dado que tenía ese carácter, como ella había dicho, a medio camino entre lo esquivo y lo asqueroso, quería desenvolverlo a solas.
Maddalena está embarazada. Ya no se deja atar al cabecero de la cama de hierro forjado con preciosos adornos, porque teme que Luigino, así se llamará su hijo, pueda sufrir de alguna manera, aunque de momento sea un puntito dentro de ella. Y también Salvatore tiene mucho miedo de que Luigino se vaya y no es que con su mujer ya no haga el amor, pero es diferente, y él cuando termina dice: «Ya está», como para asegurarle a ella que todo se ha hecho con delicadeza y que Luigino no ha padecido.
Cuando Maddalena se tumba desnuda en la cama, se pone siempre una mano en la barriga y le sonríe dulcemente a Salvatore, que se acuesta a su lado y pone su mano sobre la de ella y en lugar de hacer el amor hablan de Luigino.
Sobre su casa se cierne la amenaza de que Luigino decida marcharse. Salvatore no quiere que Maddalena se ponga en pie de golpe ni que levante las ollas o esté inclinada sobre la máquina de coser, porque tiene la impresión de que su hijo sufre.
Maddalena ya no siente celos de su marido, y si él sale con sus compañeros, no se atormenta pensando en las mujeres hermosas que habrá, sino que se queda en casa tranquila con su futuro hijo y al marido le dice: «Que te diviertas».
El vecino se cruza con la condesa cargada de bolsas de la compra y ella le dice que es por su futuro sobrino y por el hecho de que Salvatore trabaja todo el día. Entonces el vecino aparca la Vespa y carga con las pesadas bolsas hasta casa, mientras la condesa le habla de los progresos que hace Luigino en la barriga de su mamá.
Ella cocina y hace la limpieza y la gitana Angelica, de la que ya se sabe que no roba, atiende a la tata mientras los pequeños Antonio y Carlino juegan.
Nadie, excepto su marido, puede ver a Maddalena de cerca y mucho menos la condesa y Carlino, o la gitana Angelica y su hijo, porque son muchas las enfermedades que podrían transmitirle, sobre todo la rubéola, que Maddalena no ha tenido. Así, la condesa sube al piso de arriba y Maddalena se queda encerrada en su dormitorio y, mientras ella trae la compra, cocina y hace la limpieza, se hablan a través de la puerta cerrada. Si no llueve, la condesa baja a la calle y Maddalena se asoma al balcón.
Al gato Míccriu lo echaron de casa. Por su culpa Maddalena podría enfermar de toxoplasmosis, que hace que los niños nazcan ciegos. Al principio, seguramente él estaba contento de no tener una casa fija, de volver a ser sólo dueño de las rayas de su pelambre, pero ahora, sin duda echa de menos todos esos caprichos.
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La novia del padre de Carlino también está embarazada y él no llora, sino que es feliz. Cuando pasa a recoger a su hijo para las clases de piano, lo acompaña su mujer con el barrigón, y él la sujeta bien fuerte porque teme que se caiga en las cuestas y las bajadas pronunciadas de Castello.
Todos los vecinos del barrio felicitan y dan la enhorabuena al padre de Carlino y a su novia y por detrás dicen: «Esperemos que el segundo hijo y la segunda mujer sean mejores que los primeros,
mischineddu
[8]
».
Pero a la condesa de mantequilla y a su niño ni se les ocurre ponerse celosos. Están contentos. Ella, porque el padre de su hijo se ha vuelto más sensible, y Carlino, porque de golpe tendrá un hermano y un primo.
Pero hace una cosa rara, cuando el padre viene a recogerlo lo llama continuamente, sin motivo alguno. Una especie de aullido. «¡Papá papá papá!» El padre le dice: «Aquí estoy. Te escucho. ¿Qué quieres?». Carlino no quiere nada, pero sigue llamándolo: «¡Papá papá papá!».