La hora de las sombras (17 page)

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Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

BOOK: La hora de las sombras
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En el morral hay también otro objeto: un estuche de hojalata, algo más pequeño que la culata de una escopeta. Nils lo levanta y oye un repiqueteo en su interior. Aprieta con el pulgar y abre la tapa.

El estuche de hojalata está repleto de brillantes piedras preciosas. Las vierte sobre la mano y siente su dureza y tallado. Algunas son pequeñas como perdigones, otras tan grandes como dientes; hay más de veinte. Y junto a ellas hay algo mayor, envuelto en un trozo de tejido verde. Desenvuelve la tela y lo saca.

Es un crucifijo de oro puro, grande como la palma de una mano. Es muy hermoso. Observa la cruz un buen rato antes de envolverla de nuevo en la tela.

Nils cierra la tapa y guarda su botín de guerra en la mochila. Cierra el morral y lo deja junto a su difunto propietario. En realidad no hay mucho más que hacer en el lugar. Debería enterrar a los soldados, pero no lleva nada con que cavar.

Los cuerpos tendrán que quedarse donde están ahora, protegidos por los enebros; quizá pueda regresar otro día con una pala de verdad. En todo caso alarga la mano y les cierra los ojos, para que no se queden con la mirada clavada en el cielo.

Se endereza; es hora de volver a casa. Se cuelga la mochila, alza la escopeta aún caliente y con olor a pólvora y echa a andar en dirección oeste, hacia Stenvik. El sol brilla entre las nubes.

Después de unos cincuenta pasos se da la vuelta un instante y mira la planicie color esmeralda. El claro entre los enebros está en sombras y el verde del uniforme de los soldados se confunde con el del paisaje, pero una mano blanca e inmóvil sobresale entre la hierba, claramente visible a través de las ramas sinuosas.

Nils prosigue su camino. Empieza a pensar en lo que le dirá a su madre, cómo le explicará las manchas de sangre en sus pantalones. Desea contárselo todo, no quiere tener secretos sobre sus actividades en el lapiaz, pero a veces siente que hay cosas que ella prefiere no oír. Quizá la lucha con los soldados sea una de esas cosas. Tendrá que pensarlo.

Por mucho que se devane los sesos no encuentra ninguna respuesta. Y ahora se acerca al camino que conduce a Stenvik. Está desierto, y sigue adelante.

No, el camino no está desierto del todo. En una pequeña curva a un centenar de metros de las primeras casas de la aldea aparece alguien caminando.

El primer impulso de Nils es darse la vuelta, pero a su espalda sólo ve enebros raquíticos. Además, ¿por qué tiene que esconderse? En el lapiaz ha participado en algo grande, algo completamente revolucionario, y no tiene por qué temer a nadie.

Nils se detiene detrás del muro de piedra a unos metros del camino de la aldea y deja que la figura se acerque.

De pronto se da cuenta de que es Maja Nyman.

Maja, la chica de Stenvik a la que sigue con la mirada, la que ocupa sus pensamientos, pero con la que nunca ha hablado. Ahora tampoco puede hablar con ella, pero Maja se acerca cada vez más, esbozando una sonrisa como si éste fuera un día de verano normal y corriente. Ha visto al joven, y aunque no aviva el paso, a Nils le parece que se endereza, levanta la barbilla un par de centímetros y saca pecho.

Paralizado junto al camino, Nils ve cómo ella se detiene al otro lado del bajo muro de piedra.

Lo mira. Él le devuelve la mirada, pero no se le ocurre nada que decirle, ni siquiera un saludo. El silencio se vuelve aún más insoportable pues se oye el canto de un alegre ruiseñor procedente de la acequia que hay al otro lado del muro de piedra.

Al fin Maja abre la boca.

—¿Has cazado algo hoy, Nils? —inquiere con una voz cristalina.

Al oír la pregunta, Nils de poco da un traspié. Primero cree que Maja lo sabe todo, luego comprende que no se refiere a los soldados. Tiene una escopeta; normalmente lleva los conejos que ha cazado cuando regresa a la aldea.

Niega con la cabeza.

—No —dice—, ningún conejo. —Da un paso hacia atrás, siente el peso del estuche de hojalata en la mochila y añade—: Ahora… tengo que irme. Con mi madre, a la aldea.

—¿No vas por el camino? —pregunta Maja.

—No. —Nils sigue retrocediendo—. Voy más rápido por el lapiaz.

Las palabras le llegan a los labios cada vez con más facilidad; puede hablar con Maja Nyman. Lo hará otra vez, pero hoy no.

—Adiós —se despide lacónico, y se da la vuelta sin esperar una respuesta.

Sospecha que ella sigue parada y lo observa, y él se aleja del camino de la aldea y cuenta hasta doscientos pasos, luego tuerce hacia el pueblo.

Durante todo el trayecto oye el débil traqueteo del estuche de hojalata que baila en el fondo de su mochila y comprende que no se atreve a llevarlo a casa. Debe de tener cuidado con su botín de guerra.

Unos cuantos pasos más adelante, cuando el camino de la aldea desaparece tras los enebros, surge un pequeño montón de piedras frente a él.

El viejo mojón. Es un punto de referencia por el que pasa casi siempre al ir y venir de Stenvik, pero ahora se acerca a él y se detiene. Observa las piedras de todos los tamaños, recapacita y mira alrededor.

El lapiaz está totalmente desierto. Sólo se oye el viento.

En su interior toma forma una idea; se descuelga la mochila y la coloca en el suelo. La abre y saca el estuche con las piedras preciosas, lo sostiene en la mano y se acerca al mojón.

Al este, casi en línea recta, se encuentra la iglesia de Marnäs. La torre de la iglesia se yergue como una pequeña flecha negra en el horizonte. Nils observa la torre, se pone en posición de firmes y da un buen salto desde el mojón. A continuación empieza a cavar.

Llevan varios días de sol y el suelo está completamente seco; puede levantar una capa de hierba y cavar la tierra con las manos y el pequeño cuchillo de los alemanes. No se tarda mucho en llegar a la roca, la capa de tierra es muy fina en todo el lapiaz.

Nils retira la tierra para ensanchar el agujero, desmenuza y cava y mira sin cesar alrededor.

Cuando consigue abrir un amplio agujero en el suelo de aproximadamente un pie de profundidad, Nils toca la roca de debajo, pero es suficiente. Coge el estuche y lo coloca con cuidado en el fondo y después toma unas cuantas piedras planas del mojón y construye una pequeña bóveda a su alrededor. Luego rellena rápidamente el agujero y aplana la tierra lo mejor que puede con la palma de la mano.

Dedica mucho tiempo a colocar los trozos de hierba sobre la tierra; es importante que todo parezca igual que siempre junto al mojón.

Le lleva un buen rato recolocar la hierba, pero al final se levanta y mira el lugar desde diferentes ángulos. El suelo parece intacto, piensa, pero al colgarse la mochila ve que tiene las manos sucias.

Prosigue su camino a casa.

Ha decidido que le contará a su madre su encuentro con los alemanes, pero lo explicará con tranquilidad para que ella no se preocupe.

No mencionará las piedras preciosas que ha escondido. Todavía no; más adelante le dará una sorpresa. Ahora el botín de guerra es un tesoro escondido que sólo él conoce.

Al final salta un muro de piedra y vuelve al camino de la aldea, pero más cerca de donde se encontró a Maja. Está justo al lado de Stenvik.

Antes de llegar a casa se cruza con dos hombres que regresan del mar y caminan penosamente con sus gruesas botas. Son dos pescadores de anguilas con las manos negras que cargan un cedazo recién embreado.

No se saludan; al pasar, los dos hombres miran a otro lado. Nils no recuerda sus nombres, pero no importa. Su descortesía tampoco.

Nils Kant es más grande que ellos, más grande que todo Stenvik. Hoy lo ha demostrado durante la batalla en el lapiaz.

Casi ha anochecido. Abre la verja de su casa y entra en el silencioso jardín y sube por el sendero de piedra dando largas y orgullosas zancadas. El jardín desierto reverdece y florece. La hierba despide un aroma agradable.

Nada ha cambiado desde que ha salido de casa por la mañana a cazar conejos, pero Nils es otra persona.

12

De pie junto a la mesa de Gerlof, Lennart Henriksson sopesaba la bolsa de plástico con la pequeña sandalia, como si el peso pudiera confirmar su autenticidad. El descubrimiento no parecía alegrarle lo más mínimo.

—Tienes que contárselo a la policía, Gerlof.

—Lo sé —dijo éste.

—Estas cosas hay que notificarlas inmediatamente.

—Sí, sí —asintió Gerlof en voz baja—. Se me pasó. Pero ¿qué te parece?

—¿Esto? —El policía miró la sandalia—. No sé, no quiero sacar conclusiones precipitadas. ¿Qué te parece a ti?

—Creo que tendríais que haber buscado en otros sitios aparte de la playa —respondió.

—Lo hicimos, Gerlof —señaló Lennart—. ¿No te acuerdas? Buscamos por la cantera y en todas las casas y cobertizos de la aldea, y yo mismo recorrí todo el lapiaz con el coche. No encontramos nada. Pero si Julia dice que es la sandalia de su hijo, tendremos que tomar cartas en el asunto.

—Creo que sí es la sandalia de Jens —confirmó Julia detrás de él.

—¿Y te llegó por correo? —preguntó Lennart.

Gerlof asintió con la cabeza con la desagradable sensación de encontrarse en un interrogatorio policial.

—¿Cuándo?

—La semana pasada —respondió—. Llamé a Julia y se lo conté. En parte ha venido por eso.

—¿Aún conservas el sobre? —quiso saber Lennart.

—No —contestó Gerlof rápidamente—. Lo tiré. A veces me despisto. Pero no había carta alguna y no llevaba remitente, de eso estoy seguro. Creo que sólo ponía «CAPITÁN GERLOF DAVIDSSON, STENVIK», y los de correos me la trajeron hasta aquí. Pero el sobre no era importante, ¿verdad?

—Hay algo que se llama huellas dactilares —explicó Lennart en voz baja, y suspiró—. Hay pelos y otros detalles que uno puede… Bueno, me llevaré la sandalia. Quizás haya rastros en ella.

—Preferiría… —empezó Gerlof, pero Julia le interrumpió y preguntó:

—¿La vas a enviar a algún laboratorio?

—Sí —confirmó Lennart—. Hay un laboratorio criminal en Linköping. El Servicio Central de Análisis Científicos. Es ahí donde se investigan estos casos.

Gerlof guardó silencio.

—Bien, que lo hagan —aceptó Julia.

—¿Nos darás un recibo? —inquirió Gerlof.

Julia parecía irritada, como si se avergonzara de él, pero Lennart asintió con una sonrisa cansada.

—Claro, Gerlof —dijo—. Te daré un recibo, y así podrás demandar a la policía de Borgholm si el laboratorio de Linköping perdiera la sandalia. Pero yo no me preocuparía por eso.

Unos minutos más tarde Julia acompañó al policía a la salida, pero regresó al cabo de un rato. Gerlof seguía sentado a la mesa sujetando el recibo que Lennart Henriksson había redactado de cualquier manera y miraba con tristeza por la ventana.

—Lennart ha dicho que no debemos contarle a nadie lo de la sandalia —declaró Julia a su espalda.

—Vaya, eso dice.

Gerlof siguió mirando de hito en hito por la ventana.

—¿Qué pasa? —quiso saber Julia.

—No hacía falta que se lo contaras —respondió Gerlof.

—Dijiste que había que contarlo.

—A la policía, no —se lamentó Gerlof—. Podemos resolver esto solos.

—¿Resolver? —repitió Julia alzando la voz—. ¿A qué viene eso de resolverlo solos? ¿Acaso crees que la persona que se llevó a Jens, si es que alguien lo hizo, vendrá aquí y pedirá que le enseñemos la sandalia? ¿Eso piensas realmente? ¿Que vendrá aquí y contará lo que hizo?

Gerlof no respondió; seguía mirando fijamente por la ventana de espaldas a su hija, lo que aún la irritó más.

—¿Qué hacías tú ese día? —preguntó ella.

—Ya lo sabes —contestó Gerlof en voz baja.

—Lo sé —dijo Julia—. Mamá estaba cansada y alguien tenía que cuidar a vuestro nieto y tú bajaste a la playa para preparar la red. Porque querías salir a pescar.

Gerlof asintió con la cabeza.

—Entonces llegó la niebla —continuó él.

—Sí, espesa como una sopa… pero ¿regresaste a casa?

Gerlof negó con la cabeza.

—Tú seguiste con tu red —dijo Julia—, porque era más divertido estar solo en la playa que cuidar de un niño pequeño, ¿verdad?

—Mientras estaba en la playa agucé el oído por si pasaba algo —se justificó Gerlof sin mirarla—. Pero no oí nada. Habría oído a Jens si él…

—¡No se trata de eso! —exclamó Julia—, sino de que nunca estabas en casa cuando debías. Todo tenía que ser como tú querías… Siempre.

Gerlof no respondió. Notó que el cielo se había oscurecido al otro lado de la ventana. ¿Ya era la hora del crepúsculo? Escuchaba con interés lo que decía su hija, pero no se le ocurría ninguna respuesta.

—Seguramente fui un mal padre —aceptó al fin—. No solía estar en casa, tenía que viajar. Pero si hubiera podido hacer algo por Jens ese día… Si hubiera podido cambiar todo ese día…

Guardó silencio y trató de controlar su voz.

En la habitación se hizo un silencio insoportable.

—Lo sé, papá —dijo Julia al fin—. No soy quién para decir nada, yo ni siquiera estaba en Öland. Me fui a Kalmar y vi cómo la niebla se extendía debajo del puente mientras cruzaba el estrecho en coche. —Suspiró—. ¿Cuántas veces crees que me he arrepentido de haber dejado a Jens ese día? Ni siquiera le dije adiós.

Gerlof suspiró. Se dio la vuelta y la miró.

—El martes, el día antes del entierro de Ernst, te llevaré a ver a la persona que me envió la sandalia.

Julia guardó silencio.

—¿Cómo te las arreglarás? —preguntó al cabo de unos instantes.

—Sé quien es —respondió Gerlof.

—¿Cien por cien seguro?

—Noventa y cinco.

—¿Dónde vive? —preguntó Julia—. ¿Aquí en Marnäs?

—No.

—¿En Stenvik?

Gerlof negó con la cabeza.

—En Borgholm —dijo.

Julia guardó silencio un momento, como si creyera que se trataba de un truco.

—Vale. Iremos en mi coche.

Fue a recoger el abrigo que había dejado sobre la cama.

—¿Qué vas a hacer ahora? —quiso saber Gerlof.

—No sé. Seguramente iré a Stenvik y rastrillaré el jardín de casa o algo por el estilo. Ahora que hay agua y electricidad podré comer allí, pero seguiré durmiendo en el cobertizo. Se duerme muy a gusto.

—Bien. Pero mantente en contacto con John y Astrid —le pidió Gerlof—. Tenéis que estar unidos.

—Claro. —Julia se puso el abrigo—. Ah, estuve en el cementerio. Encendí una vela por mamá.

—Bien. Entonces arderá durante cinco días, hasta el fin de semana. La parroquia se ocupa de la tumba. Desgraciadamente no voy con mucha frecuencia. —Gerlof tosió—. ¿Habían cavado ya la tumba de Ernst?

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