La hora de las sombras (14 page)

Read La hora de las sombras Online

Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

BOOK: La hora de las sombras
3.82Mb size Format: txt, pdf, ePub

El que está delante retrocede medio paso, choca con el otro y se detiene. Parece más joven que el otro, pero los dos lucen una máscara grisácea de polvo y barro, y una barba negra de varios días, y es difícil calcular su edad. Tienen los ojos inyectados en sangre y están tan cansados que parecen centenarios.

—¿De dónde venís? —pregunta Nils.

No hay respuesta.

Nils baja la mirada rápidamente y ve que los soldados no tienen equipaje. Los uniformes gris verdoso tienen las rodillas desgastadas y las costuras descosidas, y el soldado más próximo luce un desgarrón en la pernera.

Nils sostiene la escopeta, pero eso no le tranquiliza. Intenta respirar lentamente por la nariz para evitar que le tiemblen los brazos y el cañón de la escopeta oscile en todas direcciones. Una cinta de hierro invisible le aprieta cada vez con más fuerza la cabeza por encima de las orejas; el dolor le impide pensar con claridad.


Nicht schiessen
—jadea de nuevo el soldado que está delante.

Nils no entiende las palabras, pero le parece que hablan el mismo idioma que Adolf Hitler en la radio. Así que son alemanes de la gran guerra. ¿Cómo han llegado hasta aquí?

«En barco —piensa—. Han debido de llegar en barco, cruzando el Báltico.»

—Tenéis que… seguirme —dice.

Habla lentamente para que los soldados le entiendan. Debe tomar el mando, al fin y al cabo el que tiene la escopeta en las manos es él.

Los mira y asiente con la cabeza.

—¿Entendéis lo que digo?

Hablar le sienta bien, aunque no le entiendan. Mitiga el miedo y combate la parálisis de su cerebro. Nils podría llevarlos a Stenvik, podría convertirse en un héroe. Lo que piense la gente de la aldea no tiene importancia, pero su madre estaría orgullosa.

El soldado de delante asiente a su vez y baja lentamente los brazos.


Wir wollen nach England fahren
—dice—.
Wir wollen in die Freiheit
.

Nils le mira. La única palabra que ha entendido es «England», que en sueco suena igual, pero está seguro de que los soldados no son ingleses. Está casi seguro de que son alemanes.

El soldado que está detrás baja una de sus manos hacia el bolsillo de su uniforme.

—¡No!

Él corazón de Nils late con fuerza, abre la boca.

El soldado introduce la mano en el bolsillo. Sus manos se mueven con rapidez; la mirada de Nils no puede seguirlas. Tiene que hacer algo y dice:

—Arriba las ma…

Un estruendo ahoga el final de la palabra. La escopeta sufre una sacudida.

El humo de la pólvora florece en la boca del cañón; durante un instante borra a los hombres que tiene delante.

Nils no ha tenido intención de disparar; sólo ha acariciado la escopeta con demasiada fuerza para señalar con ella, señalar hacia arriba. Pero la escopeta se ha disparado y ha dejado escapar una lluvia de plomo, que ha golpeado al soldado de delante y lo ha derrumbado.

Nils lo ve como una sombra tras la humareda de pólvora, una sombra que se desploma y se agita y queda tendida en la hierba.

El humo se desvanece, se apagan todos los sonidos, pero el soldado aparece tendido de lado con la chaqueta del uniforme desgarrada.

Durante unos segundos su cuerpo parece totalmente ileso, luego la sangre comienza a escaparse por los desgarrones de la tela como crecientes manchas negras.

El soldado cierra los ojos, agonizante.

—¡Diablos! —se dice Nils en voz baja.

Lo ha hecho. Ha disparado, y además al soldado equivocado. No ha sido el soldado de delante el que se ha metido la mano en el bolsillo, pero es él quien está tendido en el suelo, ensangrentado.

Nils ha disparado a una persona como si fuera un conejo; él, y sólo él, ha sido quien ha disparado.

El soldado del suelo parpadea despacio, sus brazos se agitan débilmente y se esfuerza en levantar la cabeza, pero no lo logra.

Espira con cortos jadeos, tose, espira, pero nunca inspira. La sangre le cubre el uniforme.

Su mirada vaga alrededor, de un lado a otro, y finalmente se clava en el cielo.

Detrás de él el otro soldado, el que se palpaba el bolsillo con la mano, aprieta los labios con la mirada perdida. Permanece completamente inmóvil, pero sujeta algo entre el pulgar y el índice de su mano izquierda. El objeto que ha sacado del bolsillo justo antes de que tronara el disparo.

No es un arma, es algo mucho más pequeño. Parece una pequeña piedra granate que brilla y resplandece, a pesar de que en el lapiaz no luce el sol.

Nils sujeta la escopeta, el soldado sujeta su pequeña piedra. Ninguno de los dos baja la mirada.

Nils ha disparado, ha matado. Desaparece la primera sensación de pánico y le embarga una fría tranquilidad. Ahora ha recuperado el control.

Nils espira, da un paso adelante hacia el soldado y asiente sin quitar los ojos de la pequeña piedra.

—Dámela —dice tranquilamente.

10

Gerlof no respondió a la pregunta de Julia sobre Nils Kant. Se limitó a señalar por encima del hombro de su hija, la oscuridad al otro lado de la ventana.

—La familia Kant vivía justo allí abajo —indicó—. En la gran casa amarilla. Estaban aquí antes de que nosotros construyéramos esta casa.

—Recuerdo que cuando era niña allí vivía una señora mayor —rememoró Julia.

—Era Vera, la madre de Nils —explicó Gerlof—. Murió a principios de los años setenta. Llevaba muchos años viviendo sola. Era rica… Su familia era dueña de un aserradero en Småland y ella poseía muchas tierras a lo largo de la costa, pero me parece que su dinero nunca le dio la felicidad. Según creo, sus parientes aún andan peleándose por lo que queda de herencia, pues la casa está vacía y en ruinas. O quizá nadie se atreva a vivir allí.

—Vera Kant… —repitió Julia—. La recuerdo vagamente. No caía muy bien, ¿verdad?

—No, estaba demasiado amargada, y era muy rencorosa —respondió Gerlof—. Si tu abuelo le había hecho algo malo, odiaba a tu madre y también a ti, incluso a tu perro, para siempre jamás. Era orgullosa y malhumorada. Cuando murió su marido, enseguida volvió a adoptar su nombre de soltera.

—¿Y nunca paseaba por la aldea?

—No. Vera era un alma solitaria —dijo Gerlof—, Se pasaba la mayor parte del tiempo sentada en su casa, añorando a su hijo.

—¿Y qué hizo él? —volvió a preguntar Julia.

—Bastantes cosas… —respondió Gerlof—. Cuando era niño la gente sospechó que había matado a su hermano pequeño en la playa. Al parecer, Nils y su hermano estaban solos cuando ocurrió, y él dijo que había sido un accidente…, así que nunca sabremos la verdad.

—¿Erais amigos?

—No, qué va. Era unos cuantos años menor que yo, y yo embarqué muy joven. Así que de pequeño apenas lo traté.

—¿Y de mayor?

Gerlof estuvo a punto de esbozar una sonrisa, pero hablar de Nils Kant no le hacía ninguna gracia.

—En absoluto —dijo finalmente—. Como te he dicho, se marchó de la aldea. —Levantó la mano y señaló hacia la pequeña librería en una esquina de la habitación—. Allí hay un libro sobre Nils Kant. En la tercera estantería empezando por arriba: ese del delgado lomo amarillo.

Julia se levantó y fue hacia la librería. Buscó y finalmente sacó un libro de la tercera estantería. Leyó el título.


Crímenes de Öland
.

Lanzó una mirada inquisitiva a Gerlof.

—Ése es —dijo él—. Lo escribió hace unos años un colega de Bengt Nyberg, del
Ölands-Posten.
Léelo y podrás enterarte de casi todo.

—Vale. —Miró el reloj—. Pero esta noche no.

—No. Vámonos a la cama —convino Gerlof.

—Me gustaría dormir en mi habitación —apuntó Julia—. Si puedo.

Sí que podía. Gerlof escogió el dormitorio contiguo, el que Ella y él habían compartido durante años. Su cama de matrimonio ya no estaba, pero las nuevas ocupaban el mismo lugar. Mientras Gerlof estaba en el baño Julia le hizo la cama, una actividad para la que él ya no estaba capacitado.

Cuando ella terminó y se fue a su habitación, Gerlof se quitó los calzoncillos largos y la camiseta y se metió en la cama. El colchón era más duro que al que ahora estaba acostumbrado.

Permaneció tumbado en la oscuridad, pensando, pero allí ya no se sentía en casa igual que en su habitación de Marnäs. Había dado un gran paso al reconocer que era demasiado viejo para vivir solo en Stenvik y mudarse, pero quizás había sido una buena decisión. Allí no tenía que lavar los platos ni hacerse el café.

Gerlof escuchó durante un rato el viento entre los árboles y luego se durmió. Y en algún momento de la noche soñó que yacía en una cama de dura piedra en la cantera.

Encima de él, el cielo era azul oscuro, hacía viento, pero sobre el suelo flotaba una extraña y tenue niebla.

Ernst Adolfsson estaba en el borde del precipicio y miraba la cantera con las cuencas vacías.

Gerlof abría la boca para preguntarle a su amigo si había sido él quien había tirado la escultura a la cantera y en ese caso qué había querido decir, pero al oír un susurro Ernst se daba la vuelta.

«Yo los maté a todos.»

Era Nils Kant quien había susurrado.

«Gerlof… Tu nieto te manda saludos.»

Nils Kant había venido caminando por el lapiaz con su escopeta humeante, y ahora estaba al otro costado de la casa de Ernst. Pronto llegaría a su lado. Gerlof alzó la cabeza y contuvo la respiración, lleno de expectación; por fin vería cómo era Nils Kant de adulto, de hombre mayor. ¿Todavía tendría pelo? ¿Sería canoso? ¿Tendría barba?

En lugar de eso, Ernst se dio la vuelta y desapareció al doblar por la esquina; se deslizó lentamente en la niebla como un silencioso barco fantasma. Gerlof le llamó a gritos, pero Ernst ya no estaba.

Cuando al fin despertó la pena por su amigo se había tornado en inmenso dolor.

—Gira a la derecha —le indicó Gerlof a Julia en el coche al día siguiente.

Julia lo miró y frenó.

—Vamos a Marnäs, ¿verdad? —inquirió Julia—. A la residencia.

—Luego. Todavía no —replicó Gerlof—. Había pensado que antes podríamos tomar un café en Stenvik.

Julia se lo quedó mirando unos segundos y luego giró a la izquierda. Volvieron a la carretera que discurría por encima de la costa. Gerlof dirigió automáticamente la vista hacia su cobertizo para controlar que los cristales no estuvieran rotos.

—Gira otra vez a la izquierda —dijo a continuación, y señaló con la mano una casa en el camino de la costa—. Allí es donde vamos.

Julia frenó y giró por la carretera sin mirar si venía tráfico por el carril opuesto o echar un vistazo al retrovisor.

—Aquí vive una señora mayor —comentó ella cuando el coche se detuvo frente a la casa—. La vi anteayer. Paseaba con su perro.

—No es tan mayor —respondió Gerlof—. Astrid Linder sólo tiene sesenta y siete o quizá sesenta y ocho años. Acaba de jubilarse; fue médico en Borgholm durante muchos años. Pero se crió aquí.

—¿Y vive en Stenvik todo el año?

—Ahora sí. Yo dejé la casa de verano, pero Astrid, al enviudar, hizo lo contrario. Se mudó a la suya —Gerlof abrió la puerta; al inclinarse le dolieron las articulaciones y suspiró—. Pero ella está más en forma que yo, claro.

Gerlof sacó las piernas, pero Julia tuvo que rodear el coche y ayudarle a apearse. Le dio las gracias con un asentimiento de la cabeza y juntos se dirigieron a la casa.

Gerlof miró alrededor.

—Siempre que regreso a Stenvik hago como si en todas las casas viviera gente durante todo el año. A veces me parece que las cortinas se mueven. Veo sombras paseando por el camino, miro de reojo y capto pequeños movimientos… Los fantasmas se ven mejor por el rabillo del ojo.

Julia no respondió.

Abrió la puerta de madera del muro bajo de piedra. El jardín estaba vacío, pero tenía muebles.

En una terraza de piedra caliza ante la casa había cuatro sillas de plástico alrededor de una mesa también de plástico, y a su lado un pequeño enano de porcelana con caperuza verde contemplaba la bahía con una sonrisa afectada.

Se oyeron excitados ladridos de perro desde la casa antes de que llegaran a la entrada y llamaran al timbre.

—¡Silencio,
Willy!
—gritó una voz de mujer, pero el perro no se tranquilizó.

Cuando la puerta se abrió, se lanzó como un pequeño rayo blanco y marrón contra las piernas de Julia y Gerlof, que tuvo que sujetarse a su hija para no perder el equilibrio.

—¡Tranquilo, tontorrón! —gritó Astrid de nuevo.

Se encontraba en el umbral de la puerta, bajita y con el pelo blanco, y atractiva a los ojos de Gerlof.

—Hola, Astrid.

Ella cogió la correa del fox terrier, lo sujetó y alzó la vista.

—Hola, Gerlof, ¿has vuelto a casa? —Luego divisó a Julia y preguntó rápidamente—: Vaya, ¿tienes una nueva novia?

Aunque el sol brillaba débilmente, el viento otoñal que soplaba en la isla era constante y helador. Aun así Astrid Linder sirvió el café en la terraza, buscó una manta con la que tapar a Gerlof y ella se puso un grueso jersey verde de lana.

—Necesito un jersey —observó Gerlof.

—No, hombre, no. Se está muy bien, y el aire es muy puro —replicó Astrid, y fue a buscar el café y las galletas, que no eran caseras.

No le gustaba hacer galletas. Sirvió el café y se sentó.

Gerlof había presentado a Julia como su hija pequeña, ella y Astrid se habían saludado, habían comentado la increíble energía que tenía
Willy
y observado cómo se calmaba lentamente y se tumbaba debajo de la mesa. Ninguno había mencionado a Ernst.

Gerlof no creía que Astrid recordara a Julia. Ésa fue la razón de que se sorprendiera cuando ella dijo en voz baja de pronto:

—Seguramente no te acuerdes de mí, Julia, pero… participé en la búsqueda por la playa ese día. Mi marido y yo.

Gerlof se percató de que su hija se ponía rígida al otro lado de la mesa y abría la boca lentamente buscando las palabras.

—Gracias —dijo finalmente—. No lo recuerdo. Ese día fue todo tan confuso…

—Lo sé, lo sé —asintió Astrid, y bebió un sorbo de café—. Todo el mundo estuvo dando vueltas. La policía envió barcos al estrecho, pero nadie sabía adónde ir. Mandaron a un grupo de aldeanos a recorrer la playa hacia el sur y nosotros fuimos con otro grupo hacia el norte. Caminamos sin parar por la costa, miramos en el agua y debajo de todas las barcas que había en la playa, y detrás de cada roca. Al final se hizo de noche y ya no se veía nada, ni siquiera podíamos vernos las manos, así que tuvimos que dar media vuelta. Fue horrible.

Other books

The Conquest by Julia Templeton
Everything He Desires by Thalia Frost
The Christmas Café by Amanda Prowse
Time Castaways by James Axler
Local Girls by Alice Hoffman
Hers by Dawn Robertson
Little White Lies by Katie Dale