Ninguna Mimi para mí. Sí, aquellos felices colegas míos podían darse una vida fácil y pasarse las noches charlando alrededor de las mesas del café; podían reír, vivir y amar. Su sutil cerebro latino era mucho más ágil que el mío, y no tenían ninguna pálida fotografía de Capri en la pared de su buhardilla para estimularlos, ninguna columna de precioso mármol que los esperase bajo la arena del
Palazzo al Mare.
Con frecuencia, durante las largas noches de vela que pasaba en el
Hôtel de l'Avenir
, con la cabeza inclinada sobre
Maladies du Système nerveux
, de Charcot, o sobre
Clinique de l'Hôtel-Dieu
, de Trousseaux, me cruzaba la mente un terrible pensamiento:
Mastro Vincenzo
es viejo; ¡si se muriese mientras yo estoy aquí o vendiera a otro su casita sobre el acantilado, que es la clave de mi futura morada! Un sudor helado me corría por la frente, y el corazón casi se me paralizaba de miedo. Miraba la pálida fotografía de Capri colgada de la pared y creía verla desvanecerse aún más en la obscuridad, misteriosamente, como una esfinge, hasta que no quedaba más que el perfil de un sarcófago bajo el cual estaba sepultado un sueño… Luego, restregándome los doloridos ojos, sumergíame otra vez en mi libro, con un frenético furor, como un caballo de carreras espoleado cruelmente hacia la meta, con los flancos sangrantes. Sí, llegó a ser una carrera, una carrera con premios y trofeos. Mis compañeros empezaron a apostar sobre mí como sobre un fácil vencedor, y hasta el maestro, con su testa de César y su mirada de águila, me tomó por un hombre de porvenir, el único diagnóstico equivocado, que yo sepa, del profesor Charcot, durante años de esmerada observación de su infalible juicio en las salas de su
Salpêtrière
o en las habitaciones de su consulta particular del
Boulevard Saint-Germain
, atestada de enfermos de todas las partes del mundo. Este error suyo me ha salido caro. Me ha costado el sueño y casi la luz de los ojos. Pero esto no es aún seguro. Tal era mi confianza en la infalibilidad de Charcot, quien conocía mejor que cualquier otro ser vivo el cerebro humano, que por algún tiempo creí que tuviera razón. Estimulado por la ambición de realizar su profecía, insensible al cansancio, al sueño y hasta al hambre, forcé todas las fibras de mi mente y de mi cuerpo hasta el desmayo, para triunfar a toda costa. No más paseos bajo los tilos de los Jardines del Luxemburgo, no más visitas al Louvre. De la mañana a la noche respiraban mis pulmones la atmósfera impura de las salas de hospitales y de anfiteatros; de la noche a la mañana, el humo del eterno cigarrillo en el sofocante cuarto del
Hôtel de l'Avenir.
Examen tras examen en rápida sucesión, demasiado rápida para tener valor alguno. Un triunfo tras otro. ¡Trabajo, trabajo, trabajo! Debía licenciarme en primavera. Mi mano tocaba en todo la fortuna, fortuna sorprendente y casi mágica. Había aprendido ya a conocer la estructura de la maravillosa máquina que es el cuerpo humano, la armónica acción de todos sus engranajes y ruedas en estado de salud, sus trastornos en la enfermedad y su derrumbamiento final en la muerte. Ya se me habían hecho familiares casi todas las afecciones que encadenaban a los pacientes a sus lechos en los hospitales. Había ya aprendido a manejar las afiladas armas de la cirugía, a combatir del modo más adecuado a la implacable enemiga que, guadaña en mano, daba su vuelta por las salas, siempre dispuesta a matar, siempre presente a cualquier hora del día y de la noche. En efecto, parecía que la muerte se hubiese alojado de modo permanente en el viejo y tétrico hospital que durante siglos había albergado tanto padecimiento y tanto dolor. A veces venía corriendo por la sala, hiriendo a diestro y siniestro; a jóvenes y viejos, con ciego furor, como una loca, estrangulando a una víctima con una lenta presión de su mano, y arrancando a otra la venda de la herida abierta hasta derramarse la última gota de sangre. A veces venía de puntillas, quieta y silenciosa, para cerrar con un amable toque de sus dedos los ojos de otro paciente que se quedaba casi con una sonrisa después de su marcha. A menudo yo, que estaba allí para impedir que se acercase, ni siquiera sospechaba que venía. Solamente los niños al pecho de sus madres sentían su presencia, y se agitaban en su sueño, con un agudo grito de angustia, cuando ella pasaba. Y con frecuencia una de las viejas monjas, que se había pasado la vida en las salas, veíala llegar a tiempo para poner un Crucifijo sobre el lecho. Al principio, cuando la muerte se hallaba victoriosa a un lado del lecho, y yo, impotente, permanecía al otro, apenas me preocupaba de ella. Entonces la vida lo era todo para mí, sabía que mi misión terminaba cuando empezaba la suya, y me limitaba a apartar la mirada de mi siniestra colega, indignado por mi derrota. Pero cuando se me hizo más familiar, empecé a mirarla con creciente atención, y cuanto más la veía, más quería conocerla y comprenderla. Empecé a entender que ella tenía su parte de trabajo, como yo la mía; su misión que cumplir, como yo la mía; que, al fin y al cabo, éramos colegas, y que cuando había terminado la vida y ella salía victoriosa, era preferible mirarse cara a cara sin temor y ser amigos. Más adelante, vino también un tiempo en que la creí mi única amiga, la deseé y casi la amé, aunque no parecía reparar en mí. ¡Qué no podría enseñarme si pudiese yo leer en su impenetrable rostro! ¡Cuántas lagunas de mi ciencia mísera acerca del padecimiento humano podría colmar ella, la única que ha leído el último capítulo que falta en mis libros de Medicina, donde todo se explica, la solución de todo enigma presentado y la respuesta a toda pregunta formulada!
Pero, ¿cómo es tan cruel pudiendo ser tan dulce? ¿Cómo cortaba con una mano tanta juventud y vida, pudiendo con la otra dar tanta paz y felicidad? ¿Por qué la presión de su mano alrededor de la garganta de una de sus víctimas era tan lenta, y tan rápido su golpe en otras víctimas? ¿Por qué luchaba tanto con la vida de un niño mientras permitía que la vida del anciano se apagase en un plácido sueño? ¿Tenía por misión castigar lo mismo que matar?
¿Era juez y verdugo? ¿Qué hacía con los que mataba? ¿Cesaban le existir o solamente dormían? ¿Dónde se los llevaba? ¿Era el regente supremo del reino de la muerte, o sólo un vasallo, un simple instrumento en manos de un soberano mucho más poderoso, el rey de la vida? Hoy vencía, pero ¿era definitiva su victoria? ¿Quién saldría al fin victorioso, ella o la vida?
¿Terminaba de veras mi misión cuando la suya empezaba? ¿Debería ser yo un espectador pasivo de la última y desigual batalla y permanecer impasible e insensible mientras cumplía ella su obra de destrucción? ¿Debería apartar la mirada de aquellos ojos que imploraban mi socorro mucho tiempo después de haber perdido la facultad de hablar? ¿Debía apartar la mano de aquellos dedos temblorosos que apretaban los míos como se agarra a una tabla el hombre que se ahoga? Yo estaba vencido, pero no desarmado; tenía todavía en mis manos un arma poderosa. Ella poseía su eterno narcótico, pero también yo tenía uno que me confió la madre naturaleza. Cuando ella era demasiado lenta en suministrar su remedio, ¿por qué no había yo de suministrar el mío, que tenía el piadoso poder de trocar la angustia en paz, la agonía en sueño? ¿No era mi misión ayudar a morir a los que no podía ayudar a vivir?
La anciana monja me dijo que yo cometía un pecado terrible, que Dios omnipotente, con su impenetrable sabiduría, lo había querido así; que cuanto más profundo era el padecimiento que Él nos infligía en la hora de la muerte, más clemente sería el perdón el día del Juicio. También la dulce
Soeur Philomène
me miraba desaprobándome cuando, solo entre mis colegas, iba yo con la jeringa de la morfina en cuanto el anciano sacerdote dejaba el lecho con su último Sacramento.
En todos los hospitales de París estaban aún las buenas y altruistas hermanas de San Vicente de Paúl con sus enormes cofias blancas. Todavía colgaba el Crucifijo en la pared de cada sala; aún decía misa el sacerdote todas las mañanas ante el altarcito de la sala de
Sainte-Claire.
La Madre Superiora,
ma mère
, como la llamaban todos, iba aún de cama en cama todas las noches, después de tocar el Ángelus.
La
Laïcisation des Hôpitaux
no había llegado aún a ser la cuestión candente del día, y aún no se había levantado el bronco grito de «¡Abajo los curas! ¡Fuera el Crucifijo! ¡Fuera las monjas!» ¡Ay! Luego las vi partir a todas y fue una lástima. Tal vez tuvieran sus defectos. Quizá manejaban mejor el rosario que el cepillo de las uñas; acaso estuvieron más acostumbradas a sumergir los dedos en agua bendita que en la solución de ácido fénico, a la sazón la omnipotente panacea de nuestras salas de cirugía, pronto reemplazada por otra; ¡pero eran tan cándidos sus pensamientos, tan puros sus corazones, tan completamente dedicada su vida al trabajo, sin pedir más recompensa que el permiso de rezar por los que les eran confiados! Ni aun sus peores enemigos se atrevían a menospreciar su abnegación ni su infinita paciencia. La gente decía que las monjas cumplían su misión con cara triste y sombría, que sus pensamientos se ocupaban más en la salvación del alma que en la del cuerpo, que tenían en los labios más palabras de resignación que de esperanza. En verdad, se equivocaban torpemente. Al contrario, aquellas Hermanas, jóvenes y viejas, eran invariablemente alegres y felices, propensas a las bromas y a las risas infantiles, y era maravilloso ver de qué manera sabían comunicar a los demás su felicidad. Eran también tolerantes. Creyentes y descreídos eran iguales para ellas. Casi parecían más ansiosas de ayudar a estos últimos, porque sentían gran compasión por ellos y no mostraban ninguna señal de resentimiento por sus blasfemias y sus maldiciones. ¡Qué exquisitamente amables y amistosas eran conmigo! Sabían que no pertenecía a su religión, que no me confesaba ni hacía la señal de la cruz al pasar por delante del pequeño altar. Al principio, la Madre Superiora hizo alguna tímida tentativa para convertirme a la fe que la había inducido a sacrificar su vida por los demás, pero pronto renunció a la idea, moviendo con piedad su anciana cabeza. También el amable y viejo Padre perdió toda esperanza de salvar mi alma desde que le dije que tenía mucho gusto en discutir con él acerca de la posibilidad de un purgatorio, pero que me negaba en absoluto a creer en el infierno, y que, en todo caso, estaba decidido a inyectar morfina a grandes dosis a los moribundos, cuando fuese demasiado cruel y larga su agonía. El viejo sacerdote era un santo, pero no eran su fuerte las discusiones, y pronto abandonamos por completo tales temas de controversia. Conocía la vida de todos los santos y fue el primero en contarme la dulce leyenda de Santa Clara, que había dado a la sala su nombre. Él también me hizo observar los maravillosos rasgos de su predilecto San Francisco de Asís, el amigo de todos los humildes, de todos los desamparados del cielo y de la tierra, que asimismo había de llegar a ser el amigo de mi vida. Pero
Soeur Philomène
, tan joven y bella con su hábito blanco de novicia de Hermana de San Agustín, me enseñó más aún, porque me enseñó a amar a su Virgen, cuyas facciones tenía. ¡Dulce
Soeur Philomène!
La vi morir del cólera un par de años después, en Nápoles. Ni aun la muerte se atrevió a desfigurarla. Se fue al cielo tal como era.
Frère Antoine
, que venía todos los domingos al hospital para tocar el órgano en la capillita, era un amigo particular mío. Era la única ocasión que tenía yo de oír misa en aquellos días. Y casi nunca la desperdiciaba, pues me gusta mucho la música. Aunque no podía ver a las Hermanas que cantaban sentadas junto al altar, reconocía la voz clara y pura de
Soeur Philomène.
Precisamente la víspera de Navidad,
Frère Antoine
cogió un gran resfriado y en la sala de
Sainte-Claire
susurrábase de lecho en lecho, con gran misterio, que después de una larga consulta entre la Madre Superiora y el anciano sacerdote, se me permitiría ocupar su puesto en el órgano para salvar la situación.
La única otra música que oí en aquellos días era cuando el pobre viejo
Don Gaetano
venía, dos veces por semana, a tocar para mí su gastado organillo bajo el balcón del
Hôtel de l'Avenir.
Su pieza fuerte era el
Miserere del Trovador,
y la vieja y melancólica aria armonizaba muy bien con él y con su mona, medio helada de frío, que se agazapaba sobre el organillo vestida con su casaca de un rojo garibaldino:
Ah che la morte ognora
È tarda nel venir!
Igualmente bien armonizaba con el pobre viejo
monsieur Alfredo
, que vagaba por las calles cubiertas de nieve con su raído redingote y con el manuscrito de su última tragedia bajo el brazo. Y asimismo armonizaba con mis amigos del pobre barrio italiano, que se acurrucaban alrededor de su brasero casi apagado, sin dinero para poderse comprar unos céntimos de carbón con que calentarse. Había días en que la triste melodía semejaba también el oportuno acompañamiento de mis ideas, cuando, ante los libros, en el
Hôtel de l'Avenir
, me faltaba valor para afrontar un nuevo día; cuando todo me parecía igualmente negro y sin esperanza, y la borrosa fotografía de Capri, muy lejana. Entonces solía echarme en el lecho, cerraba los doloridos ojos, y pronto empezaba
Sant'Antonio
a obrar otro milagro. Ponía rumbo hacia la encantadora isla de mis sueños, alejándome de todas mis zozobras.
Gioconda
, sonriente, me servía un vaso de vino de
Don Dionisio
, y de nuevo empezaba a fluir la sangre, rica y fuerte, en mi fatigado cerebro. Bello era el mundo, y yo, joven, dispuesto a luchar, seguro de vencer.
Mastro Vincenzo
, laborando siempre entre sus viñas, saludábame con la mano, mientras yo subía la vereda por detrás del jardín, en dirección a la capilla. Me sentaba un rato en la terraza y miraba abajo, fascinado, la hermosa isla que se extendía a mis pies, preguntándome cómo me las compondría para arrastrar alguna vez mi esfinge de granito rojo hasta la cumbre del acantilado. En verdad, sería un trabajo difícil; pero, naturalmente, lo haría con bastante facilidad, completamente solo. —«¡Adiós, bella
Gioconda!»
—«¡Adiós, y vuelva pronto!» —Sí, naturalmente, volveré pronto, muy pronto, en mi próximo sueño. Venía el nuevo día y, a través de la ventana, miraba con dureza al soñador. Abría los ojos y saltaba de la cama, saludando al recién llegado con una sonrisa; y tornaba a sentarme a la mesa, libro en mano.