La Historia de San Michele (3 page)

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Authors: Axel Munthe

Tags: #Biografía

BOOK: La Historia de San Michele
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—Es un hombre muy instruido —dijo
Annarella.
Sabía de memoria los nombres de todos los mártires y de todos los santos, y había estado también en Roma, a besar la mano del Papa. ¿Y ella, había estado en Roma? No. ¿Y en Nápoles? No. Había estado una vez en Capri, el día de su boda, pero
Gioconda
no había estado nunca. Capri hallábase lleno de
gente malamente.
Dije que, naturalmente, sabía todo lo de su santo Patrón, los milagros que había hecho y lo bonito que era, todo de plata maciza. En este punto se produjo un silencio embarazoso.

—Sí, dicen que su
San Constanzo
es de plata maciza —refunfuñó
Annarella
, encogiendo desdeñosamente sus anchos hombros—; pero ¿quién lo sabe? —Y sus milagros podían contarse con los dedos, mientras que
Sant'Antonio
, el santo Patrón de Anacapri, había hecho ya más de cien. Era muy diferente de
San Constanzo.
Al momento me hice partidario de
Sant'Antonio
, esperando de todo corazón que algún nuevo milagro suyo me llevase de nuevo lo antes posible a su encantador pueblecito. La confianza de la gentil
Annarella
en el milagroso poder de
Sant'Antonio
era tan grande que se negó en absoluto a aceptar mi dinero.

—Otra vez pagará.

—¡Adiós,
Annarella;
adiós,
Gioconda!

—Hasta más ver; vuelva pronto. San Antonio le bendiga. La
Madonna
le acompañe.

El viejo
mastro Vincenzo
seguía laborando en su viña, cavando para las nuevas cepas profundos surcos en la dulce tierra perfumada. De vez en cuando recogía una lastra de mármol colorado o un trozo de
stucco
rojo y lo tiraba por encima del muro, diciendo: —
Roba di Timberio!
—Me senté en una columna rota de granito encarnado, al lado de mi nuevo amigo. —
È molto duro a rompersi
—dijo
mastro Vincenzo.
A mis pies escarbaba un pollito buscando un gusano, y ante mis ojos apareció una moneda. La recogí y reconocí a primera vista la noble testa de Augusto.
«Divus Augustus Pater.» Mastro Vincenzo
dijo que no valía un
baiocco.
Aún la tengo. Había construido el jardín por sí solo y plantado con sus propias manos todas las vides y las higueras. —¡Duro trabajo! —dijo
mastro Vincenzo
, mostrándome sus manos grandes y callosas; porque toda la tierra estaba llena de
roba di Timberio
, columnas, capiteles, fragmentos de estatuas y cabezas de cristianos, y tenía que cavar y quitar todos aquellos restos para poder plantar sus vides. Las columnas las había roto para construir escaleras en el jardín y, naturalmente, había podido aprovechar muchos mármoles cuando edificaba la casa; los demás los había arrojado al precipicio. Fue una verdadera fortuna cuando, de improviso, descubrió una gran estancia subterránea bajo su misma casa, con muros encarnados, como aquel trozo de allí, debajo de aquel melocotonero. Estaba pintada con muchos cristianos completamente desnudos,
tutti spogliatti
, que bailaban como locos, con las manos llenas de flores y de racimos de uva. Había tardado varios días en raspar todas las pinturas y en cubrir la pared con cemento; pero eso había sido poco trabajo, comparado con el que hubiera tenido si hubiese volado la roca para construir una nueva cisterna, dijo
mastro Vincenzo
con una maliciosa sonrisa. Ya envejecía y casi no podía cuidar su viña, y su hijo, que vivía en
Piano di Sorrento
, con tres vacas y una docena de retoños, quería que vendiese la casa y se fuera a vivir con él.

Otra vez empezó a palpitar mi corazón. ¿Era también suya la capilla? No. No pertenecía a nadie, y la gente decía que había en ella duendes. Él mismo, de pequeño, había visto un monje alto asomado al parapeto; y marineros que subían las escaleras a altas horas de la noche, habían oído tocar la campana de la capilla. La razón de todo eso, me explicó
mastro Vincenzo
, era que cuando
Timberio
tuvo su palacio allí arriba
«fece ammazzare Gesù Cristo»
, y, desde entonces, su alma condenada volvía de vez en cuando a pedir perdón a los frailes, sepultados bajo el pavimento de la capilla. Decía también la gente que solía aparecerse allí en forma de una gran serpiente negra. Los monjes habían sido muertos por un bandido llamado
Barbarossa
, que había abordado la isla con sus naves y hecho esclavas a todas las mujeres refugiadas en el castillo, que por eso fue llamado ti
Castello di Barbarossa.
El padre Anselmo, el ermitaño, que era un hombre instruido y también pariente suyo, le había contado todo esto, y asimismo que los ingleses habían utilizado la capilla como fortaleza y que luego, a su vez, fueron
ammazzati
por los franceses.


Guardi!
—dijo
mastro Vincenzo
, indicando una pila de balas de cañón junto a la tapia del jardín—.
Guardi!
—añadió recogiendo un botón de latón de un soldado inglés—. Los franceses —continuó— pusieron un gran cañón junto a la capilla e hicieron fuego contra el pueblo de Capri, ocupado por los ingleses.
Ben fatto!
—rió—
i capresi son tutta gente cattiva.
—Luego, los franceses transformaron la capilla en almacén de pólvora, y por eso se llamaba todavía el polvorín. Ya no era más que una ruina, pero había sido muy provechosa para él, porque de allí había sacado casi todas las piedras para el muro de su jardín.

Me encaramé sobre el muro y caminé por el estrecho sendero hasta la capilla. El suelo estaba cubierto, hasta la altura de un hombre, con los restos de la bóveda derrumbada; los muros, ocultos por hiedra y madreselva silvestre, y centenares de lagartos jugaban alegremente entre arbustos de romero y de mirto, interrumpiendo de vez en cuando su juego para mirarme con los ojitos brillantes y los pechos agitados. Una lechuza se alzó con alas silenciosas de un rincón oscuro, y una gran serpiente, dormida en el soleado pavimento de mosaico de la terraza, desenvolvió lentamente sus negros anillos y se deslizó dentro de la capilla con un amenazador silbido para el intruso. ¿Sería el espíritu del viejo y tétrico Emperador, que vagaba por las ruinas de lo que fue en otro tiempo su quinta imperial?

Miré abajo, a mis pies, la encantadora isla. ¿Cómo pudo vivir en tan hermoso paraje y ser tan cruel? ¿Cómo era tan negra su alma, con tan fulgurante luz en el cielo y en la tierra? ¿Cómo pudo dejar esta quinta para retirarse a aquella aún más inaccesible, sobre los acantilados orientales, que lleva todavía su nombre y en la que pasó los tres últimos años de su vida?

¡Vivir en tal lugar, morir en tal lugar, si en realidad la muerte puede conquistar la inmortal alegría de semejante vida! ¿Qué audaz sueño había hecho latir tan violentamente mi corazón un momento antes, cuando
mastro Vincenzo
me dijo que se hallaba viejo y cansado y que su hijo quería que vendiera la casa? ¿Qué insensatos pensamientos fulguraron en mi turbado cerebro cuando dijo que la capilla no pertenecía a nadie? ¿Por qué no había de pertenecerme a mí? ¿Por qué no comprar la casa de
mastro Vincenzo
y unir casa y capilla con guirnaldas de vides, y caminos de cipreses, y blancas galerías sostenidas por columnas, pobladas de marmóreas estatuas de dioses y bronces de emperadores?… Cerré los ojos para que no se desvaneciera la hermosa visión y, poco a poco, fueron borrándose en el crepúsculo de los sueños las cosas reales.

Una figura alta, envuelta en una rica capa, hallábase a mi lado.

—Todo será tuyo —dijo con voz melodiosa, señalando con la mano el horizonte—. La capilla, el jardín, la casa, la montaña con el castillo; todo será tuyo si estás dispuesto a pagar el precio.

—¿Quién eres, fantasma de lo invisible?

—Soy el espíritu inmortal de este lugar. Para mí no tiene significación el tiempo. Hace dos mil años estaba yo donde ahora estamos, al lado de otro hombre traído aquí por su destino, como a ti te ha traído el tuyo. No pedía, como tú, la felicidad; sólo ansiaba el olvido y la paz, que creía poder hallar en esta isla solitaria. Le dije lo que le costaría: su nombre inmaculado llevaría la marca de la infamia a través de toda la eternidad. Aceptó el pacto, pagó el precio. Por espacio de once años vivió aquí, rodeado de pocos fieles amigos, hombres íntegros y honorables. Dos veces intentó volver a su palacio del Palatino. Dos veces le faltó el valor. Roma no volvió a verle. Murió en su viaje de regreso, en la quinta de su amigo Lúculo, sobre aquel promontorio de allí. Sus últimas palabras fueron para pedir que lo transportasen con su litera a la barca que debía devolverlo a su morada de la isla.

—¿Qué precio me pides?

—La renuncia a la ambición de formarte un nombre en tu profesión, el sacrificio de tu porvenir.

—¿Y qué seré?

—Un derrotado de la vida.

—Me quitas cuanto vale la pena de vivir.

—Te equivocas: al contrario, te doy todo lo que merece la pena de vivir.

—¿Quieres dejarme, por lo menos, la piedad? No puedo vivir sin misericordia, si he de ser médico.

—Sí, te dejaré la piedad, pero mejor estarías sin ella.

—¿Qué más exiges?

—Antes de morir pagarás aún otro precio, un precio grave. Pero antes habrás visto durante muchos años, desde este lugar, el ocaso de muchos días de felicidad sin nubes y la salida de la luna sobre estrelladas noches de ensueño.

—¿Moriré aquí?

—Guárdate de buscar respuesta a tu pregunta: el hombre no podría soportar la vida si supiera la hora de su muerte.

Me puso la mano en el hombro y un sutil escalofrío atravesó mi cuerpo.

—Volveré mañana aquí mismo después del crepúsculo; puedes reflexionar hasta entonces.

—Es inútil; han terminado mis vacaciones y esta misma noche debo volver a mi trabajo cotidiano, lejos de esta hermosa tierra. Además, no soy capaz de pensar. Acepto el trato, pagaré el precio, sea cuál fuere. Mas ¿cómo podré adquirir esta casa, si tengo las manos vacías?

—Vacías están tus manos, pero son fuertes; tu cerebro es impetuoso, pero claro, y segura tu voluntad: triunfarás.

—Pero ¿cómo podré construir mi casa? Nada sé de arquitectura.

—Yo te ayudaré. ¿Qué estilo quieres? ¿No te agradaría el gótico? A mí me gusta mucho, por su luz atenuada y por su misterio obsesivo.

—Yo inventaré un estilo que ni aun tú podrás darle nombre. No quiero claroscuro medieval. ¡Quiero que mi casa esté abierta al sol, al viento y a la voz del mar, como un templo griego, y luz, luz, luz por todas partes!

—¡Guárdate de la luz! ¡Guárdate de la luz! Demasiada luz no conviene a los ojos del hombre mortal.

—Quiero columnas de mármol precioso que sostengan pórticos y galerías, bellos vestigios de los tiempos pasados, esparcidos por todo mi jardín; la capilla, transformada en silenciosa biblioteca, con sitiales de claustro a lo largo de las paredes y dulces campanas que toquen el Ángelus al terminarse cada día venturoso.

—No me gustan las campanas.

—Y aquí, donde estamos, con esta bella isla que surge como una esfinge del mar a nuestros pies, quiero una esfinge de granito sacada de la tierra de los Faraones. Mas ¿dónde podré hallar todo eso?

—Estás sobre terreno de una de las quintas de Tiberio. Inapreciables tesoros de los tiempos pasados yacen sepultados bajo las vides, bajo la capilla, bajo la casa. El pie del viejo Emperador pisó las losas de mármol encarnado que has visto arrojar a
mastro Vincenzo
al otro lado de la tapia de su jardín; los frescos en ruinas, con sus faunos danzantes y las bacantes enguirnaldadas de flores, adornaban en otro tiempo las paredes de su palacio. Mira —añadió, indicando la clara profundidad del mar mil pies más abajo—. ¿No te ha dicho tu Tácito, en la escuela, que cuando llegó a esta isla la noticia de la muerte del Emperador fueron precipitados al mar sus palacios?

Quería saltar en seguida allá abajo, por los escarpados peñascos, y zambullirme en el mar en busca de mis columnas.

—No hay que tener tanta prisa —rió—. Por espacio de dos mil años han formado su tejido en torno de ellas los corales, y las olas las han ido sepultando cada vez más en la arena. Te esperarán hasta que llegue tu día.

—¿Y la esfinge? ¿Dónde encontraré la esfinge?

—En una llanura solitaria, lejos de la vida de hoy, existía en otro tiempo la suntuosa quinta de otro emperador que, desde las orillas del Nilo, había traído la esfinge para adornar su jardín. Del palacio no queda sino un montón de piedras; pero debajo, en las entrañas de la tierra, sigue descansando la esfinge. Búscala y la encontrarás. Te costará casi la vida el traerla aquí, pero será tuya.

—Parece que conoces el futuro tan bien como el pasado.

—Iguales son para mí el pasado y el futuro. Todo me es conocido.

—No envidio tu sabiduría.

—Tu frase es más vieja que tú; ¿de dónde la has sacado?

—De cuanto he aprendido hoy en esta isla; porque he aprendido que esta amable gente que no sabe leer ni escribir es mucho más feliz que yo, que desde niño me he fatigado los ojos para conquistar la sabiduría. Y tú también, lo comprendo por tus palabras. Eres un gran sabio, te sabes a Tácito de memoria.

—Soy un filósofo.

—¿Conoces bien el latín?

—Soy doctor en Teología de la Universidad de Jena.

—¡Ah! Por eso me parecía percibir un ligero acento alemán en tu voz. ¿Conoces Alemania?

—Desde luego —dijo riendo.

Le miré atentamente. Sus modales y su porte eran los de un caballero, y por primera vez advertí que llevaba una larga espada bajo la roja capa y que su voz tenía un sonido áspero que me parecía haber oído ya…

—Perdone, señor; me parece que ya nos conocimos en el
Auerbach
, en Leipzig. ¿No se llama usted…? Mientras pronunciaba estas palabras, empezaron a tañer las campanas de la iglesia de Capri, tocando el Ángelus. Volví la cabeza para mirarle. Había desaparecido.

II - Quartier Latin

UN cuarto de estudiante en el
Hôtel de l'Avenir
, montones de libros por todas partes, en las mesas, en las sillas, apilados en el suelo; y en la pared, una pálida fotografía de Capri. Mañanas en las salas de la
Salpêtrière
, del
Hôtel-Dieu
y
La Pitié
, pasando de cama en cama para leer, capítulo por capítulo, el libro del dolor humano, escrito con sangre y lágrimas. Tardes en las salas de Anatomía y en los anfiteatros de la
École de Médecine
o en los laboratorios del
Institut Pasteur
, mirando por el microscopio, con ojos maravillados, el misterio del mundo invisible, los seres infinitamente pequeños, árbitros de la vida y de la muerte del hombre. Noches de vigilia en el
Hôtel de l'Avenir
, noches de trabajo precioso para dominar los difíciles problemas, los síntomas clásicos de perturbaciones y enfermedades, recogidos y analizados por los observadores dé todos los países, tan necesarios y tan insuficientes para la formación de un médico. ¡Trabajo, trabajo, trabajo! Vacaciones estivales en los vacíos cafés del
Boulevard Saint-Michel, l'École de Médecine
cerrada, laboratorios y anfiteatros desiertos, clínicas medio vacías. Pero ninguna vacación para el dolor en las salas de los hospitales, ninguna vacación para la Muerte. Ninguna vacación en el
Hôtel de l'Avenir.
Ningún otro asueto que algún paseo, de vez en cuando, por entre los tilos de los Jardines del Luxemburgo, o una hora de distracción vorazmente saboreada en el Museo del Louvre. Ningún amigo. Ningún perro. Ninguna amante.
La vie de Bohème
de Henri Murger había desaparecido; pero su Mimi seguía existiendo, ¡ya lo creo!, y paseaba risueña por el
Boulevard Saint-Michel
del brazo de su estudiante al acercarse la hora del aperitivo, o se quedaba en su buhardilla remendándole la chaqueta o lavándole la ropa blanca, mientras él se preparaba para los exámenes.

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